Pláticas de contenido espiritual, también llamadas “meditaciones”. Pueden ser una ayuda para tu trato con Dios. Estas meditaciones han sido predicadas por el Pbro. Ricardo Sada Fernández y han sido tomadas de la página http://medita.cc
Lo que lleva a la plenitud de vida de cualquier hombre es el cumplimiento de la voluntad de Dios. Para eso, es preciso oír, y para oír debemos abrir el corazón a la fe. A Dios le agrada nuestra obediencia interior, el deseo de aceptar plenamente su querer. San José es modelo en el cumplimiento de la voluntad de Dios sin rechistar, es decir, sin emitir ni una palabra, ni un sonido de resistencia a ese querer.
Santo Tomás asegura que, de todas las pruebas del amor de Dios por los hombres, la más grande es la Encarnación del Verbo. En Jesús encontramos la grandeza divina, con la que puede intervenir en nuestra mente iluminándola, y tratarlo como uno de nosotros, con confianza y connaturalidad. Si Jesús es nuestro todo, hagamos con frecuencia actos de amor, que nos unen más intensamente a Él y crecen nuestros deseos de la unión definitiva. “Haz continuos actos de amor, aunque pienses que solo son de boca” (San Josemaría).
Después de haber hecho la revelación de su amor por nosotros (Como mi Padre me ama…), Jesús asegura que nos ha dicho estas cosas “para que mi gozo esté en ustedes, y su gozo sea colmado” (Jn 15, 11). En efecto, nuestro gozo sería colmado si comprendiéramos que el amor de Dios por cada uno es eterno, incondicional e infinito. Somos “el destino” de Dios, y espera de nosotros la correspondencia a ese amor.
“Imita la compasión / de Verónica y su manto / si de Cristo el rostro santo / quieres en tu corazón”. Dentro de su sencillez, esta letrilla descubre rutas de interioridad: la com-pasión, es decir, el padecer-con Jesús conduce a apropiarnos de su rostro, de su fisonomía, de su persona. Amando la Cruz y sabiendo acompañar al Señor en su dolorosa pasión, nos iremos conformando -haciendo a la forma- de Jesús.
El que sufre reclama consuelo. Y nosotros sufrimos la pena de la ausencia. En la carta a los Colosenses, san Pablo nos desea que seamos consolados en nuestros corazones. Lo maravilloso del asunto es que, al ser consolados por Cristo, podemos nosotros consolarlo a Él. La sed de Dios arranca de sus mismas profundidades. El tesoro está dentro de cada uno, porque ahí podemos realizar el encuentro y la unión.
¿Podrá extrañarnos que el Dueño de la viña esté tan interesado en contratar a todos los que pueda, para mandarlos a trabajar en ella? No, porque el amor de su alma es su viña, ya que las vides se convertirán en sangre de Cristo, es decir, en miembros de su Cuerpo. De ahí su interés en que vayan incluso los de la hora undécima.
Un misterio de la vida de Jesús que se celebra “en solitario”. Peo que, como todos, tiene un valor salvífico. Nos invita a la contemplación, como requisito para poder afrontar lo que sigue: la Pasión y Muerte. Si no alcanzamos el nivel contemplativo en la oración, tampoco viviremos alegremente las contrariedades, porque se nos habrá desdibujado el amor.
¿Por qué Pedro se hunde luego de avanzar unos metros caminando sobre las aguas del mar de Galilea? Porque perdió el contacto visual con Jesús. Si eso nos ocurre a nosotros, también nos hundimos: en el egoísmo, en la visión terrena, en la tristeza. Buscar el contacto visual en la Hostia consagrada, en la oración contemplativa, en cada circunstancia…
Nos convendrá sorprendernos -como los judíos al oír que Jesús perdonó los pecados del paralítico- de la capacidad que Dios ha concedido a hombres pecadores: la de perdonar pecados. El sacerdote que es consciente de su pecado -y, por tanto, que se confiesa- tendrá más capacidad para ser misericordioso. Consejos de san Alfonso María de Ligorio a los confesores.
En la carta a los Efesios dice san Pablo: “Que viváis una vida digna de la vocación a la que habéis sido llamados... continuamente dispuestos a conservar la unidad del espíritu”. Podemos preguntarnos si está teniendo unidad nuestro espíritu. Si conservamos una confluencia de todos nuestros sentidos y potencias hacia un mismo punto. La labor de la gracia es reunificar, buscando dirigirnos a un centro: el amor a Jesucristo.
“Mi ángel y yo”, ¿qué estaría escrito en ese libro? Quizá pocas líneas, porque consideramos poco esa consoladora compañía y protección. Pensar en ese mundo tan por encima del nuestro, de tanta magnificencia y esplendor, nos alegrará. Hacer ejercicios de espiritualización, es decir, de trascender la pura materialidad, nos hará más familiar el mundo de los ángeles.
¿Por qué Dios no quiso ahorrar a María el sufrimiento de ver morir a su Hijo? Seguramente porque el dolor es algo muy bueno. Sí, tiene valor redentor, aunque es para nosotros un gran misterio. Con el sufrimiento, el hombre se supera a sí mismo y logra entender honduras de la existencia que no podría hacerlo en caso de no sufrir. Los ojos de la fe ven en profundidad cuando se sufre y la vida espiritual se llena de hondura y de eficacia.
La parábola de la levadura que se mezcla en la masa nos recuerda que estamos insertados en medio de la muchedumbre para darle consistencia y volumen. No porque seamos mejores que los demás, sino porque Jesús nos ha escogido. Que, como a san Pablo, se consuma nuestro corazón a ver a la muchedumbre que está como oveja sin pastor.
El tesoro escondido y la perla preciosa, ¿cómo entenderlos? Desde varias ópticas; una, la del Amor que Dios nos tiene. De creerlo, viviríamos en la más feliz y tranquila de las existencias. El fuego quema, el sol alumbra, el agua refresca. ¿Y Dios? Ama, como que esa es su esencia. ¿Y cuál es la mayor de las manifestaciones de su Amor? La Encarnación del Verbo. Busquemos la continua unión con Jesús, y viviremos en el Amor.
Los personajes del Evangelio -tanto los protagonistas de las parábolas como los personajes históricos- reflejan estados del alma. Veamos el contraste que tiene lugar en Betania, seis días antes de la Pascua. María vuelca el perfume sobre Jesús y lo enjuga con sus cabellos. Judas calcula el costo. En ella encontramos el derroche, porque ama a la persona. En Judas, su ambición. Que nuestro corazón se colme de dedicación a Jesús, por ejemplo, en nuestra dedicación de tiempo.
Juan Bautista llama a Jesús: Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo. Es la especialidad de Jesús, el perdonar. Vino a buscar a los pecadores, y por eso nos sentimos muy agradecidos, porque lo somos. Y estamos muy agradecidos por ese medio instituido por Él: la Confesión sacramental. Pensar si amamos ese sacramento, lo valoramos, tratamos de recibirlo sin rutina, con contrición y sinceridad.
A veces puede sucedernos como a aquellos enfermos que pierden la conciencia de su identidad: no saben quiénes son, ni dónde están. Quizá nos puede ocurrir lo mismo con nuestra identidad profunda: la de ser hijos de Dios. Somos mucho más de lo que parecemos. Dios nos ha tocado como con una varita mágica que nos ha cambiado nuestra naturaleza. Y eso se ha de notar en todas las manifestaciones de nuestra vida.
Celebramos hoy la memoria litúrgica de los papás de la Santísima Virgen. Nos sentimos muy contentos de pertenecer a esa familia, la de los lazos sanguíneos del Hijo de Dios. Y esa realidad -la de estar en familia- nos hace pensar si nuestra vida interior discurre por cauces de confianza, de intimidad, de descanso, de seguridad de sabernos amados.
En la fiesta del apóstol Santiago recordamos su pretensión: ocupar primeros puestos en el reino de los cielos. Jesús les dice que el camino es el mismo suyo: servir, no dominar. Las oportunidades de hacerlo nos salen a cada paso, aunque sean muy pequeñas, como un simple saludo afectuoso.
Parecería que en vacaciones no hay una especial presencia mariana, pero advirtamos que desde el 16 de julio al 15 de agosto vamos ‘de Virgen a Virgen', y nos sentimos, como siempre, acompañados por Ella. Acostumbrémonos a poner nuestro corazón en el dulce e inmaculado Corazón de María. San Luis María Grignon de Montfort aconseja practicar tres pasos en cada tarea: dejar de lado el espíritu propio, asumir el espíritu de María y repetir durante esa tarea nuestro deseo de hacerlo todo desde el Corazón de Ella.
De la parábola del Sembrador, pensemos en los dos primeros lugares donde cayó la semilla. Uno, al lado del camino, donde llegaron los pájaros y se las llevaron. Otro, en el que la tierra no era profunda. Revisemos si nuestra distracción o superficialidad nos está dificultando una verdadera vida de oración. Porque la manera en que quiere el Señor que vivamos es la de una continua oración.
Cinco veces salió el dueño de la viña a buscar trabajadores. Parecería que, sobre todas las cosas, le interesa que se trabaje en esa propiedad suya. Otras veces, nos habla de una mujer que barre toda la casa hasta encontrar la moneda perdida; otras, del pastor que deja 99 ovejas para ir en busca de una. Desde la Cruz, clama: ¡Tengo sed! Sus ansias para la salvación de las almas deberían ser las nuestras.
Volver a escandalizarnos con las palabras de Jesús: nos invita a comer carne y beber sangre… suyas. No se conformó con dejarnos sus palabras ni con morir en la Cruz, quiso realizar una unión que no corriera el riesgo de ser extrínseca, y nos hace posible la fusión. Él me da su Cuerpo y yo lo recibo en mí; yo le doy el mío y Él me transforma en Sí.
El Evangelio consigna palabras que María dirigió al ángel, a santa Isabel, a su Hijo, y a los hombres en general. Esas fueron: “Hagan lo que Él les diga”. Receta para ser felices y santos. El amor siempre busca complacer al que se ama, por lo que no nos basta cumplir lo preceptivo. Queremos agradarlo en cada momento, y eso sucederá al identificar los quereres.
El Padre celestial se refiere a su Hijo como el Amado. ¿Lo es también para mí? ¿Es mi mundo interior un continuo encuentro con su mundo interior? El mayor bien, en realidad el único bien, se encuentra en el amor al Amado. La vida divina que está en cada uno de nosotros se despliega en los encuentros con el Amado.
Al principio de los signos, encontramos a María. Intercede por el vino. Ese signo se culminará en la Última Cena, cuando el vino se convierta en sangre. A Ella le pedimos que interceda por nosotros para ver sangre en cada Eucaristía. Sabernos empapados y embriagados con ella cada vez que comulgamos.
“Corazones partidos yo no los quiero, y si le doy el mío lo doy entero”. Busquemos no quedarnos a medias en la respuesta a Dios: es muy triste tener una vela encendida a Dios y otra al diablo. Quedarse a medias, como Absalón colgado de la encina, es un papel deplorable. Démosle todo a Dios, sin medianías. Entonces Él podrá hacer grandes cosas en nuestra vida.
Hoy podemos lucrar indulgencia plenaria por llevar el escapulario del Carmen. Reconozcamos ese detalle maternal de María que nos quiere dar un vestido en el que se manifiesta su constante protección. Dios ha querido manifestarnos su amor, su poder y su cercanía a través de un corazón materno.
Jesús comienza en solitario su predicación, pero pronto se ve rodeado de seguidores. En un momento dado, después de orar, elige a sus apóstoles. Esa elección procede del misterio de comunión entre el Padre y el Hijo. Y el primer motivo de esa elección es “para que estuvieran con Él”. El apóstol necesita un conocimiento personal del Maestro, advirtiendo que se trata de Alguien único, no asimilable a ningún otro líder humano.
¿Por qué la gente que veía al santo Cura de Ars decía que veía a Dios? Porque tenía mucha gracia santificante. ¿Qué decir entonces de María, la llena de gracia? La gracia es la santidad, es la filiación divina, es la vida eterna. Un regalo del todo excepcional, que hemos de valorar y acrecentar. Animemos a los demás a vivir siempre en gracia y a cuidarla.
“La voluntad de mi Padre consiste en que todo el que vea al Hijo y crea en Él, tenga vida eterna” (Juan 6, 40). Podemos ver al Hijo con los ojos de la fe en la oración cósmica, en la que lo descubrimos como causa ejemplar, “por quien todo fue hecho”. Y también en su realidad encarnada, sabiendo que, al ser hombre, “se puede tratar y hablar con Vos como quisiéramos” (Santa Teresa).
“No intento comprender la profundidad de tu misterio, solo quiero conocerte mejor”, escribió san Agustín en sus Confesiones. Queremos conocer a Jesús, por quien todo fue hecho y que es el Amado del Padre. Ese conocimiento es la ciencia más alta, y podemos procurarlo en la Escritura, en la razón teológica, en el arte pero sobre todo en la oración, a través de la identidad de corazones.
Invitaba san Benito a no anteponer nada al amor de Cristo. En primer lugar, porque ninguna consideración es más importante que la verdad del amor de Cristo por mí. Después, porque debo orientar toda mi vida a cuidar y acrecentar el amor que a Cristo le tengo. Ese amor se logra con el trato, y mucho ayuda también hacer continuos actos de amor, aunque parezca que solo son de boca.
Valorar el regalo: Jesús ha muerto en agonía para que nuestros pecados fueran fácilmente borrados: basta nuestra contrición y la confesión de ellos. Es una acción sagrada en la que vamos ante el tribunal de Cristo. Estamos invitados a ponernos en presencia de Dios antes de acercarnos al confesonario, para enfocar el sentido de nuestro dolor: el que hemos causado a Aquel a quien amamos. Poner en práctica el carisma de la Obra: la confesión, pues de otra manera, estaríamos andando por las ramas.
El relato del pecado original recogido en el Génesis nos recuerda el enorme daño para el hombre y para el cosmos que causó la culpa primera. Intentemos no acostumbrarnos a la presencia del pecado, de manera que siempre nos produzca un saludable shock. Situaciones frecuentes de pecado que se han convertido en un dato sociológico, pero que encubren una profunda iniquidad. Cuando el universo no puede más, reacciona, y Dios permite que se produzca una catarsis de equilibrio.
El Verbo de Dios es también carne humana, es el objeto de nuestro amor. Busquemos la identidad con Él en la Eucaristía, en la oración, en la cruz. Hemos de morir al yo para vivir en Él. Él me lo pide: Vengan a mí, tengo sed, permanezcan en Mí. Gritos de anhelo de unión: todo lo mío es tuyo. Toma mi Carne, mi Sangre, mi Espíritu, mi Madre, la eternidad, los ángeles…
El Señor nos invitaba a orar sin desfallecer. Quería que nos mantuviéramos en permanente comunicación con Él. Lo nuestro -y lo suyo- son los vínculos. El capitalismo quiere que el hombre no tenga vínculos, sino que viva en el individualismo. Es fácil comprobar que hay mucha vida exterior, pero ¿vida interior? “Aprenda el espiritual a estarse en advertencia amorosa de Dios”, invitaba san Juan de la Cruz.
La memoria litúrgica de santa María Goretti, mártir de la pureza, nos invita a revisar la pureza de nuestro corazón. Nada manchado puede entrar en la presencia del Dios tres veces santo, por lo que hemos de vigilar hasta en los mínimos detalles en los que aparezca alguna contaminación de nuestro interior. Pensemos especialmente en la rectitud de intención con la que hacemos nuestras tareas.
Cristo es la luz de las naciones. Él ilumina a todo hombre que viene a este mundo: es el autor y el consumador de nuestra fe. Hemos de ejercitarnos en la fe, intentando advertir que nuestro mundo no es rígido, sino que tiene una grandísima suavidad. Por ejemplo, hay que considerar que estamos rodeados de ángeles. Así como aprendimos a hablar, a caminar, a peinarnos, a comer, etc., estamos invitados a escuchar y vivir las revelaciones de la fe, pues fides ex auditu.
Alegría, serenidad y consuelo de saber que María es nuestro refugio. La etimología de esa palabra hace referencia a volver atrás, ampararse, buscar cobijo al advertir los peligros. Entonces retornamos al lugar seguro que nunca debíamos haber abandonado. Ella es el refugio de los pecadores; en su regazo encontramos la ternura maternal con la que Dios quiere perdonarnos para que continuemos felices y tranquilos en nuestro caminar terreno.
En la memoria litúrgica del Apóstol Tomás, aprendemos de su incredulidad. Y le debemos también la hermosísima confesión de fe que se sigue repitiendo en la elevación de la Eucaristía: ¡Señor mío y Dios mío! En el fondo, cualquiera de nuestros problemas encuentra su raíz en la falta de fe. Pongamos la visión de fe en los acontecimientos de cada día: en la infinitud de Dios todo está previsto.
Los miércoles, san José. El santo más grande después de santa María. Recibió gracias especiales de todo orden, aunque ahora nos fijaremos en la vida de confiada familiaridad que tuvo con Jesús y con María. Podemos preguntarnos si nosotros gozamos con nuestra vida interior, y si es ahí, en la oración o en la Eucaristía, donde mejor estamos. María y Jesús serían también muy amigos de José, conversarían largamente. A esa familia pertenecemos.
El encuentro de Jesús con la samaritana es aprovechado por el Catecismo de la Iglesia Católica para resaltar la sed de Jesús por nuestro corazón. Un Dios-Amor sufre la pena de la falta de correspondencia. Él nos cita en el pozo, es decir, en la profundidad de nuestro corazón, para calmar nuestra sed y así calmar la suya. El hombre es un ser sediento, que no se sacia sino con el Amor eterno.
Una herramienta de satán para perder a los hombres es pequeña pero eficaz. Se trata del desaliento. Aparece cuando la esperanza ha decaído, y la esperanza decae cuando el amor ha menguado. Si no tengo ansias de Jesús, ansias de amor infinito, no encuentro mucho sentido el anhelo de eternidad, el paso ligero que he de mantener en mi caminar. Colorea todo con el verde de la esperanza.
Desde antiguo, la Iglesia celebra juntos a san Pedro y san Pablo. El primero, evangeliza a los judíos; el segundo, a los gentiles. Ambos dan la vida por su Señor. Repasemos brevemente algunas de sus enseñanzas: san Pedro nos habla de que hemos sido partícipes de la naturaleza divina; san Pablo, insiste en la unión transformante en Cristo, misterio que estaba oculto por los siglos. De ellos recibimos enseñanzas que los constituyen en columnas de la Iglesia.
Hoy vuelve a cumplirse la profecía de María en casa de Isabel, porque también nosotros la llamamos bienaventurada. Y ahora, por un corazón lleno de gracia que nos alienta para llegar siempre más alto. Ella es la misma bondad, y por eso nos mira sonriendo. En Lourdes, la sonrisa de María fue la respuesta a la pregunta de Bernadette sobre su nombre. Fue algo así como la puerta de acceso al misterio. Descansemos en ese Corazón Inmaculado que nos recibe con una sonrisa.
Haurietis aquas, dice el capítulo 12 del profeta Isaías: “Sacaréis aguas”. ¿Qué significa? Significa ir a beber en el agua que mana del Corazón herido del Crucificado. Vayamos también a beber a esa fuente porque de ahí brota todo el amor humano y divino del Salvador. La secularización del amor consiste en separar el amor humano de lo divino, y nuestro peligro es amar a Dios con amor frío, como el sol de invierno. No separar el amor de eros del amor de ágape en el trato con Jesús.
Los hombres verdaderamente útiles a la Iglesia de Dios no son los difusores de teorías o los realizadores de proyectos, sino los contemplativos. Convicción de Álvaro del Portillo en su testimonio sobre san Josemaría. Él escribió una homilía (Hacia la santidad) como falsilla para la contemplación. Meditamos sus palabras al respecto.
Parecería que Jesús estuvo siempre acompañado en su vida pública. Sin embargo experimentó soledad, incomprensión, cerrazones. Y, aunque tuvo quienes lo quisieron bien, como Lázaro, Marta y María, permanecía siempre su soledad oculta. Busquemos cubrirla con el amor de nuestros propios corazones.
Jesús elogia al Bautista como a nadie: ninguno es mayor que él. Desaparece para presentar al Señor. Pero, tanto con su vida como con su predicación, invita a la penitencia. La penitencia no es solo necesaria para el perdón de los pecados sino también para el encendimiento en el amor. Busquemos manifestar nuestro amor al Señor sufriendo por Él.
Las unciones que hemos recibido en los sacramentos suponen una consagración, es decir, una afirmación de pertenecer a Dios que es exclusiva: hacer algo sagrado. Lo contrario sería la desacralización e incluso el sacrilegio. Afirmamos nuestro deseo de pertenecer al Sagrado Corazón del Señor, haciendo la ofrenda de nuestra vida.