Pláticas de contenido espiritual, también llamadas “meditaciones”. Pueden ser una ayuda para tu trato con Dios. Estas meditaciones han sido predicadas por el Pbro. Ricardo Sada Fernández y han sido tomadas de la página http://medita.cc
El papa Urbano IV instituyó esta celebración, y santo Tomás de Aquino compuso las oraciones de la Misa y las del Oficio divino. Nos ilustra con ciencia, con su piedad y también con su ejemplo al recibir el viático. El misterio eucarístico, que se celebró en privado, sale hoy a manifestarse al mundo. El Cielo está más abierto: pidamos la conciencia de que Alguien está ahí presente con su infinito poder y su infinito amor.
La Eucaristía inaugura una nueva lógica, la de la entrega total, la de la donación que se ubica por encima de cualquier razón de conveniencia. La invitación es hacer de nuestra vida una polarización eucarística, “tomarnos de serio” que Jesús verdaderamente está ahí. Y así no nos resultará gravoso darle todo, porque no hacemos sino seguir las huellas de Quien se quedó en el Pan no obstante los rechazos que sufriría.
San Pablo nos pregunta cuestiones esenciales: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? Y da ejemplos: ¿las penas? ¿la angustia? ¿el hambre?... nosotros podemos añadir: ¿el exceso de trabajo? ¿las dificultades interpersonales? ¿mis miserias? ¿la curiosidad? Nada podrá separarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús. Y de ese modo seremos colmados de toda la plenitud de Dios. Para eso, estamos invitados a vivir en el interior del Corazón de Jesús. “Bendito sea su Sacratísimo Corazón”.
El Apóstol Tomás deseaba ver y tocas las llagas de Cristo. Su incredulidad nos sirve para saber que el Señor permanece con sus llagas abiertas. En nuestra oración contemplativa encontramos en ellas un modo íntimo de tratarlo, un modo de fortalecimiento, de gozo y de desagravio. Busquemos centrar nuestra oración, más que en nosotros, en la Persona del Señor.
En la Solemnidad de la Santísima Trinidad agradecemos y adoramos a la trinidad de Personas en la Unidad de sustancia. Nos alegra conocer que Dios no es un ser solitario, encerrado en su propia grandeza, sino que es familia, es amor eternamente fluyendo de una Persona a otra. Y, desde la creación de seres racionales, ese amor fluye también a nosotros. Le damos gloria a la Trinidad, gloria que le niegan las otras religiones monoteístas, y que le niegan también tantos católicos para los cuales la Trinidad es irrelevante.
Aprendemos de san José a estar donde debemos, haciendo aquello que Dios ha dispuesto que hagamos. Y aceptando, sin quejarnos, ni por fuera ni por dentro, de lo que nos acontece. Es el camino del abandono en manos de Dios, como el barro en manos del alfarero. Ese abandono ha de proceder del amor, y se refiere a la totalidad de nuestra vida.
Los Evangelios dedican una parte muy importante a relatar los milagros de Jesús. Son “el sello del Rey”, que garantiza que viene de Dios. No es buena la actitud del racionalista o del escéptico: ejercitémonos en la fe viendo milagros cotidianos en lo que nos circunda. Sin dejar de atender, con la mirada del corazón (aunque la tormenta arrecie), a la Persona del Señor, que camina sobre las aguas y nos llama.
¿Qué tiene Jesús en su Corazón? El deseo de la gloria del Padre y la salvación de los hombres. Es, por tanto, un Corazón Sacerdotal. San Josemaría tenía muy clara la conciencia de que todos los bautizados tenemos alma sacerdotal, es decir, que todo nuestro ser está impregnado por los sentimientos sacerdotales de Cristo, y tenemos su misma tarea mediadora.
Isabel afirma una gran verdad: María es bienaventurada porque creyó el mensaje del ángel dando su asentimiento incondicional. Nos enseña a aceptar los designios de Dios, por dolorosos que sean, sabiendo que vienen de una Mano amorosísima. Entonces seremos bienaventurados, porque abrimos nuestro corazón a su Palabra y agradecemos cuanto Él disponga que nos suceda.
El Concilio Vaticano II insistió en el concepto de communio, pues nadie se salva individualmente, algo así como el regatista que da la vuelta al mundo en solitario. Nos salvamos en la unidad, entendiéndola en sentido profundo: la unidad en Dios. Por eso “la comunión eucarística es la expresión adecuada, perfecta, del proyecto del Padre celestial: hacernos uno en Cristo”. Como ahí se realiza nuestra communio, preparémonos mejor para recibir la Eucaristía.
¿Recordamos el día en que fuimos bautizados? Porque es más importante que el de nuestro nacimiento. Empezamos entonces la Vida con mayúscula. Actualicemos lo que, en nuestro nombre, dijeron entonces nuestros padres y padrinos: el deseo del bautismo, la renuncia a satanás y a sus seducciones, la confesión de nuestra fe trinitaria. Una gran obra de divinización comenzó ese día.
Cada solemnidad litúrgica va más allá de una mera celebración: trae consigo gracia propia. La de hoy, la infusión del Espíritu Santo, con sus gracias y sus dones, para impulsarnos hacia la santidad. Con Él, nos planteamos metas más altas, evitando planteamientos reductivos o pesimistas, que nos aten a nuestras miserias. El Espíritu Santo nos impulsa a una santidad sin restricciones.
Padre, yo les he revelado tu Nombre, para que el Amor con que Tú me amas esté en ellos, y Yo en ellos (Juan 17, 26). Últimas palabras de Jesús al grupo de los apóstoles antes de ser apresado. El Amor con que se aman las Personas divinas es el Espíritu Santo. Y nosotros lo recibimos para amar al Amado y hacernos uno con Él. ¡Quema con tu fuego, el Espíritu Santo!, pedía san Josemaría.
La Iglesia ve una significación mariana en la frase del Eclesiástico: “Yo soy la Madre del Amor Hermoso”. ¿No existía ese amor antes de Ella? No, porque el amor humano había quedado “sujeto a tensiones y dominio” luego del pecado original. María inaugura este nuevo modo de amar, en el que buscamos a Jesús con un corazón purificado. Con este tipo de amor se entra en el Cielo.
Hacer penitencia es requisito para entrar en el Reino de los Cielos. Sin embargo, la relegamos frecuentemente, quizá porque no logramos comprender a fondo su profundo valor. Y, sobre todo, el amor que Jesús nos mostró muriendo en ella. “Cruz, descanso sabroso de mi vida, vos seáis la bienvenida”, decía santa Teresa. Un descanso sabroso, porque encontramos en ella el más grande amor.
Los primeros cristianos eran un solo corazón y una sola alma. Comunidad fervorosa; la realidad de Jesús les era cercana, y María y los apóstoles los mantenían unificados. La unidad procede de la misma Trinidad, y es equivalente al amor entre las Personas divinas. Amando a Dios, todos con el mismo sentir, sin que nadie desentone, tendremos la más fuerte y segura de las unidades.
Vivir el Decenario al Espíritu Santo es continuar con el mandato que Jesús hizo a los apóstoles de permanecer en Jerusalén aguardando el envío del Paráclito. Lo hacemos perseverando en oración, con María. Ella es nuestro modelo porque nadie como María está llena del Espíritu de Dios. ¿Amamos al Espíritu Santo? Porque es Persona, aunque nos cueste trabajo perfilar su fisonomía. Pero nos basta saber que es la totalidad del Amor.
Jesús quiere que seamos felices. Y nos dio la receta para lograrlo: las ocho bienaventuranzas. Hemos de reconocer que no son tema frecuente de nuestra meditación, a pesar de constituir el mensaje central de Jesús. Pensemos en la primera: los pobres de espíritu, pues de ellos es ya, desde ahora, el Reino de los Cielos. Esa pobreza va mucho más allá de apegos materiales, incluye las ideas obsesivas, los resentimientos y todas aquellas baratijas que nos abruman.
La Ascensión no es simplemente un eslabón entre Pascua y Pentecostés. Es un misterio en sí, que afecta a la Trinidad y a nosotros. La Trinidad acoge la Santísima Humanidad de Cristo y Él, al introducir carne y espíritu humanos en la Trinidad, nos revela nuestro destino. Tomemos en serio la Ascensión: es un acontecimiento que tiene mucho que ver con nuestro destino eterno, revelándonos la importancia de la parte corpórea del ser humano.
Hoy, sábado, se puede celebrar la Misa de la Víspera de la Ascensión. La liturgia nos invita a fijar nuestra mirada en el Cielo, pues se trata de un profundo misterio de fe. Una especie de conexión entre el tiempo y la eternidad, entre la presencia física de Jesús y su presencia no visible, pero permanente. Alentar nuestra esperanza de ser también nosotros introducidos, en el Seno del Padre, con nuestra humanidad propia.
“¡Cuánto crecería en nosotros las virtudes sobrenaturales si lográsemos tratar de verdad a la Santísima Virgen!”, enseña san Josemaría. ¿La tratamos con cercanía, con delicadeza, con confianza plena? Encontraremos un gran consuelo, un camino de sencillez y grandísima eficacia para llegar al amor de Cristo. A veces es suficiente con repetir la palabra ¡María! Para recobrar la paz del alma.
El que ama, legem implevit, cumple toda ley. Por eso hemos de atender más a las virtudes internas que a las externas. Porque no es la lucha lo que nos santifica, sino el amor que santifica la lucha. Lo vemos con claridad en el ejemplo de la beata Guadalupe Ortiz de Landázuri, cuya vida transcurrió con ese telón de fondo: que todo lo impregne el amor.
El profeta Jeremías es figura de Jesucristo en su Pasión. Por cumplir la voluntad de Dios fue constantemente encarcelado, torturado, denigrado. Pero permaneció fiel y, al final, se libró de la invasión babilónica. Aprendamos en toda situación a decir que sí al querer divino, que se manifiesta en la Providencia del Padre, la Palabra del Hijo y las mociones del Espíritu Santo.
Palabras semejantes: arquetipo, paradigma, prototipo, ideal. Todo eso es María: en Ella, el sueño de Dios se verifica. Y a nosotros nos alienta, saber que tenemos un arquetipo en el que mirarnos. Y en el que ayudar a otros, por ejemplo, a las alumnas de una escuela, a que la miren. María es toda de Dios, es la madre amable, es humilde, no huye de la Cruz y mantiene una inmaculada pureza. El arquetipo de todos, pero especialmente de la mujer.
Al rezar el primer misterio luminoso, fijarnos en la figura del Bautista. Nos enseña que para ser precursor de Cristo hemos de llevar una vida de austeridad, de silencio, de oración. Es un gran santo, pero “el menor en el Reino de los Cielos es menor que él”. Y es que, para entrar al Cielo, hemos de estar perfectamente purificados. Se nos olvida con frecuencia el gran valor de la penitencia. Volvamos a pensar en ella, para purificarnos y ayudar a las ánimas a terminar su purificación.
Santo Tomás compuso una oración muy empleada en la liturgia eucarística: en la comunión fuera de Misa, en las bendiciones con el Santísimo, etc. Pedimos en ella al Señor que nos haga la gracia de venerar los Misterios de su Cuerpo y de su Sangre de manera tal que experimentemos constantemente los frutos de la Redención. Porque toda la salvación viene de ese Misterio.
Dios quiere que todos los hombres se salven (I Tim 2, 4). Y para eso emplea a lo largo de la historia de los hombres eventos extraordinarios, como las apariciones marianas. Hoy nos alegramos con Fátima y su mensaje, tan actual: llamada a la penitencia, a la consagración a su Corazón Inmaculado y al rezo del Santo Rosario. Hagámonos eco a su llamado urgente.
Con motivo de la beatificación de Álvaro del Portillo el papa Francisco dijo: “el camino que ha de recorrer todo cristiano es dejarse amar por el Señor, abrir el corazón a su amor y permitirle que sea Él quien guíe nuestra vida”. Un maravilloso resumen de la santidad. Que creamos en el amor de Dios, abriéndole nuestro corazón en prolongadas y serenas comunicaciones con Él.
Andrés y Juan quisieron saber dónde vivía Jesús. Se quedaron con él toda esa tarde y luego toda su vida. La casa de Jesús es nuestro propio interior, y muchas veces lo dejamos solo en ella. “Vive dentro de ti”, aconsejaba san Josemaría “y estarás más cerca de Dios”. Tarea difícil, pero de resultados óptimos: nos poseemos a nosotros mismos y poseemos a Dios.
Llevamos ya algunos días de mayo, y podemos preguntarnos sobre nuestra devoción a María. El amor a María es señal de buen espíritu. ¿Es vibrante ese amor? ¿Aprovecho el mes de la Virgen para situarla en el centro de mi corazón? “Lo que debe animarnos a acudir a María con gran confianza es saber que está siempre a nuestra disposición” (Cura de Ars). Su solicitud materna me acompaña en la tierra, paso a paso hasta el puerto de la salvación. Poner en todo un toque mariano.
Cuando unos griegos desean ver a Jesús, Él les responde que el fruto abundante –la salvación para los griegos, para todos los hombres- solo vendrá cuando sea glorificado. Y el Señor concluye la enseñanza para todos: el que muere a sí mismo se asegura la vida eterna. ¿Nos faltará la pieza en nuestra maquinaria para dar mucho fruto? ¿Cuál es esa pieza? El amor a la cruz. Si nos sentimos débiles y cobardes para afrontarla, pedir al Espíritu Santo la fortaleza.
Si nos preguntan ¿quién eres?, decimos nuestro nombre. Pero si nos preguntan, ¿qué eres?, tendríamos que responder con nuestra verdad más honda, es: “Soy hijo de Dios”. Dios nos da su ser: una verdad fuerte y maravillosa. Tomárnosla en serio, para estar en la verdad. Profundísimo agradecimiento a Dios, confianza ilimitada en su Providencia y en su amor, trato confiado y sencillo con nuestro Padre Dios, son algunas derivaciones de esa verdad.
Uno de los pasajes más bellos del Antiguo Testamento es “La canción de mi viña” del profeta Isaías. Manifiesta ahí el dolor del Amado que cuida con esmero su viña y que al final no dio uvas, sino agrazones. Es el dolor del Corazón de Jesús por el rechazo de los hombres ante las muestras de su amor. Ese dolor ha de ser nuestro, y nos llevará al deseo de salvar almas, por el bien de ellas y por el contento del Corazón que tanto las ama.
¿Qué consejo nos daría Jesús para orar? Oigamos el que se recoge en Mateo 6, 6: “Tú, cuando vayas a orar, entra en tu aposento, y después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí en o secreto”. ¿Cuál es mi aposento? ¿Qué puerta debo cerrar? El aposento es lo más propio, lo íntimo, lo personal: el corazón. La puerta es lo que me aísla de las distracciones exteriores. El recogimiento me posibilita el encuentro oracional.
Dios, a través del profeta Jeremías, nos da una hermosa revelación: “Con amor eterno te amé, por eso he reservado gracias para ti” (31, 2). Aunque nosotros hayamos comenzado a amarlo en el tiempo, Dios nos ama antes de la Creación. Y nos lo sigue manifestando de mil modos, uno básico: el de mantenernos en el ser, impidiendo que volvamos a la nada, de la que salimos. Dentro de sus incontables manifestaciones de amor, pensemos en el regalo de nuestro ángel de la guarda y en el amor que nos tienen los santos.
Jesús curaba toda enfermedad y toda dolencia. ¿Por qué ahora ya no actúa así? Si, a pesar de que lo pedimos con fe y perseverancia, ¿por qué no devuelve la salud? Porque quiere curar lo principal del hombre: su alma. Y porque, desde su crucifixión, la enfermedad y el dolor tienen un valor redentor. Él es el Médico y la medicina para nuestro mal principal: la ego-patía.
Jesús no dice, como Sócrates, “conócete a ti mismo”, sino “niégate a ti mismo”. No parecería haber subterfugios o excepciones; la invitación es radical. Y es también condición para seguirlo: “si alguno quiere venir en pos de Mí…”. El beato Álvaro nos ayuda con preguntas incisivas, animándonos a no bajar la guardia, sin quejas o tristezas cuando algo contradice nuestros gustos o aficiones.
El Señor nos ha contratado para trabajar en su viña. Él ama mucho su viña, tanto que da su vida por ella. Nos ha convocado para tan alta tarea: comunicar lo divino. Lo podremos lograr solo si tenemos lo divino, lo santo. De manera que primero hemos de santificarnos para luego poder santificar. La eficacia de nuestro apostolado depende de nuestra unión vital con Cristo.
Agradezcamos a Dios a María, y el mes de mayo que comenzamos, para ser más marianos. ¿Qué significa ‘ser mariano'? Sin duda amarla, y mucho. Busquemos hacerlo a través de la presencia mariana, paralela a la de Dios. Y rezando bien el Rosario, buscando identificar nuestro corazón con el suyo. Entonces nuestras virtudes no serán extrínsecas, sino que procederán de un corazón asimilado a otro.
Hay palabras claves para identificar a san Juan Bautista: el Precursor, el último de los profetas, Elías que ha vuelto… y él mismo se da un título: “El amigo del novio”, que en las bodas judías se encargaba de la organización. Su alegría consistió en hacer que Cristo apareciera para él desaparecer luego. Busquemos la total pureza de corazón hasta en los deseos de bienes espirituales.
Hoy, 29 de abril, celebramos la memoria litúrgica de santa Catalina de Siena, doctora de la Iglesia. Favorecida con gracias místicas extraordinarias, enseñó la devoción a la Sangre de Cristo presente en la Eucaristía. Invita a embriagarse en ella, encontrando todo deleite y a la vez la fuerza para llevar todas las penas. Tengamos en la memoria la presencia de la Preciosísima Sangre de Cristo al comulgar.
Jesús dijo que, cuando fuera levantado sobre la tierra, atraería todo hacia Sí (Jn 12, 22). Podemos entenderlo referido a la Santa Misa: todo se resuelve en ella. El misterio de la muerte de Cristo se hace ahí presente. Ahí se conecta el Cielo y la tierra, ahí se ventilan cuestiones tan importantes como nuestra relación con Cristo, nuestra unión con Él. Dejemos que todo lo que tenemos entre manos sea atraído por la Misa.
Si tuviera que contestar a la pregunta, ¿quién es hoy y ahora para mí Jesús de Nazaret? Ojalá respondiéramos con san Pablo: mi plenitud. En Él encuentro cuanto necesito: es mi Maestro, mi Médico, mi Medicina, mi Salvador, el Sumo Sacerdote que intercede por mí, el pastor que me conduce y los pastos que me alimentan. En Él encuentro todo, pues en Él reside la plenitud de la divinidad corporalmente.
Frase insondable: “Hagan esto en memoria mía”. ¿Qué es ‘esto'? Lo que Jesús acaba de realizar: su cuerpo entregado, su sangre derramada. Su sacrificio. “Háganlo”, con imperio, con efectos que terminan en la misma realidad. “Conmemoración”, no como un dato en la memoria, sino como un recuerdo: traer al cor, al corazón. Acudamos a Misa con una fe grande y un corazón que queme.
Juan Bautista respondió a los sacerdotes y levitas llegados de Jerusalén: “En medio de ustedes hay uno que no conocen”. Quizá nos pase lo mismo: ¿conocemos realmente a aquel que está en medio de nosotros y debe ser nuestro amigo único y verdadero? “Conocerlo a Él”, no solo su doctrina o su vida. A eso vamos a la oración: a lograr un conocimiento personal, de primera mano, de la Persona de Cristo.
Jesús invitaba a sus discípulos a retirarse con Él a un lugar apartado. ¿Cuál? Nuestro propio corazón. Para que se establezca el contacto y el diálogo, necesitamos ser amigos del silencio, ejercitarnos en el “no hacer nada”, aunque en realidad estaremos haciendo lo más importante: llegar a lo profundo, donde está Dios. Examinarnos si tenemos manifestaciones de superficialidad.
Al niño se les suele dar regalos. Jesús nos dijo que nos hiciéramos como niños. Vamos, pues, a pedirle un regalo a nuestra Madre. ¿Cuál será el mejor de todos? Sin duda su amor por Jesús. Es una aspiración imposible, pero se vale soñar. Un amor intenso, que erradique la tibieza. Un amor continuo, que evite los huecos vacíos en nuestro día, porque estamos enamorados. Un amor delicado, porque aprendemos del Corazón de Ella.
San Bernardo explica que, entre la primera venida de Cristo hace dos mil años, y la última, al fin de los tiempos, está la intermedia, la de cada instante. En ella, Jesús es nuestro descanso y nuestro consuelo. Nos dona a cada instante su gracia, y con ella podemos confiar en la consecución de la meta final. Si tengo actitudes negativas, derrotistas, pesimistas, recordaré que mi esperanza se basa en el infinito Amor de Dios por mí.
“Los maestros de Israel nunca se dirigieron a Dios con esta oración pueril, de intimidad y de completa confianza. Jesús nos enseñó a hacerlo nosotros, y san Pablo nos lo recuerda. Tenemos el derecho de decir, como el Señor, Abbá al Padre de los cielos. Insospechado atrevimiento, enormemente consolador, para mí y para Él. El Padre necesita de nuestro amor filial.
“El Reino de los cielos es como un hombre que echa un grano en la tierra y ya duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo…” (Mt 24). Cuando nos abrimos a la acción de Dios, sin saber cómo, va creciendo el Reino de los cielos en nosotros. Es la gracia, la santificación, la transformación en Cristo, que nosotros no sabemos, porque es una obra de Dios.
Luego que en la primera semana de Pascua leíamos los encuentros del Resucitado con los suyos, ahora, en la segunda, comenzamos la lectura de San Juan. En el capítulo 3, Jesús revela una verdad maravillosa: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Nos pide la fe, y ahora, en Pascua, la fe en Cristo vivo, con una presencia más real que la de cualquiera de los que convivimos. Entonces tendremos la alegría que nos pide la Pascua.