Pláticas de contenido espiritual, también llamadas “meditaciones”. Pueden ser una ayuda para tu trato con Dios. Estas meditaciones han sido predicadas por el Pbro. Ricardo Sada Fernández y han sido tomadas de la página http://medita.cc
Cincuenta rosas que le envía a una dama y luego la llena de piropos… le lleva serenata a la más hermosa de las mujeres. Así ve Armando Fuentes el rezo del rosario. Un medio entrañable y de enorme profundidad teológica: al contemplar los misterios descubrimos, desde el corazón de María, las gracias que Dios nos destina.
Los formularios litúrgicos en la Misa de cada santo recogen lo más central de su mensaje. En la de san Josemaría, la línea que los engarza es la filiación divina, es decir, la transformación en Cristo por la gracia santificante. Es tan increíble el proyecto de Dios que esa identidad ha de ser aún mayor que la identidad de cada uno consigo mismo.
La especialidad de Jesús es perdonar. El paralítico que ponen frente a Jesús se habrá desconcertado cuando el Señor, antes de curarlo, le perdona sus pecados. Y lo que hace al resucitar es otorgar el poder de perdonar pecados. Los santos se sienten pecadores y muy necesitados del perdón. ¿Valoro yo esta maravilla del sacramento que me limpia de todo?
En la memoria litúrgica de san Francisco de Asís meditamos sobre la virtud cristiana de la pobreza. El santo de Asís se desposó con la señora pobreza, y logró la renovación de la Iglesia en épocas de gran materialismo y corrupción. Que la pobreza también se “enseñoree” de nosotros, para que colaboremos con la santidad de la Iglesia.
El Kerygma o primer anuncio es la difusión de la verdad de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Él está vivo, fue el primer mensaje apostólico, fue entonces y lo sigue siendo hoy, al grado de que todo el mensaje cristiano puede sin demasiada violencia llamarse resurreccionismo. Si no nos llamáramos cristianos, deberíamos llamarnos resurreccionistas.
Gratitud para con Dios en esta fecha en la que “irrumpió” en el alma de san Josemaría para abrir este camino de santidad. Y lo hizo también respecto al nombre: es una obra de Dios. No la imaginó un hombre. Convicción que comunica una gran paz: si es de Dios, permanecerá más allá de las vicisitudes de la historia.
Mt 18, 1,5.10: Yo les aseguro a ustedes que, si no cambian y se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos. ¿Cuál es la profunda razón que explica esta enseñanza? La dependencia, el abandono. Es reconocer que nada somos sin la gracia. “La santidad no consiste en esta o aquella práctica, consiste en una disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños entre los brazos de Dios, conscientes de nuestra debilidad y confiados hasta la audacia en su bondad de Padre” (Santa Teresa de Lisieux).
Jesús invita a proclamar la cercanía del Reino de Dios. Pero es preciso antes hacerlo nuestro, porque comunicamos la realidad de una vida. Y la vida se trasmite solo por contacto. Nos llenamos más y más de Jesús con el trato confiado, cariñoso, personal. Apliquemos las reglas del amor humano al amor divino.
El nombre del Arcángel San Miguel es una confesión de monoteísmo: “¿Quién como Dios? Nadie como Dios”. Este Arcángel, con su nombre que define su tarea, nos recuerda la absoluta necesidad de ser absolutamente fieles a Dios, pues solo Dios es Dios. La tarea de servirlo y de cumplir su voluntad es radical y prioritaria: de otra manera, no afirmaríamos la absoluta preeminencia de Dios.
Agradezcamos a Dios su creación más alta: la de las personas angélicas. Son poderosos ejecutores de sus órdenes, prontos a la voz de su mandato. E intervienen además en nuestras vidas para custodiarnos y llevarnos al Cielo, que es su lugar propio. Agradezcamos también a los ángeles adoradores de la eucaristía y a los que participan con nosotros en la liturgia de la Misa. Querámoslos y seamos amigos suyos.
El papa Benedicto explicó que eligió ese nombra para su pontificado en atención al patrono de Europa, san Benito de Nursia. Este gran santo insistía en no anteponer nada al amor de Cristo. Explorar esa invitación variando la preposición: nada se antepone al amor que Cristo me tiene a mí porque nada es más gozoso, y nada debe anteponerse al amor que yo le debo dar a Cristo.
En la última petición del Padrenuestro pedimos: libera nos a malo, líbranos del malo, es decir, de satanás. El demonio es como un tenista que tiene en un mano la raqueta de la carne y en la otra la del mundo: los tres enemigos del hombre. Tiene también su propia raqueta, que es la del mundo oscuro y de la soberbia. Actúa arteramente, es el seductor que busca apartarnos de Dios.
El episodio de la mujer adúltera que narra san Juan en el capítulo 8 (1-11) es manifestación de la misericordia de Dios. Y es, al mismo tiempo, una implícita invitación a que seamos misericordiosos, ya que, como los fariseos y los escribas, nadie está limpio de pecado para lanzar la primera piedra.
Jesús nos prometió que, si lo reconociéramos a Él delante de los hombres, Él nos reconocería delante del Padre celestial. Ilusionante destino: Jesús es muy buen pagador y nos recompensa a precio de eternidad. Reconocerlo supone haberlo antes conocido, porque así podemos presentarlo en su verdad delante de los hombres.
Con Nicodemo, Jesús mantiene una conversación que va a la revelación profunda del proyecto de Dios sobre el hombre: nacer de nuevo, nacer del agua y del Espíritu para entrar en el Reino de los cielos. Proyecto que está más allá de nuestra capacidad de comprensión, porque nos revela que somos partícipes de la naturaleza divina.
Los personajes del Evangelio son figuras históricas, pero podemos entenderlas también como situaciones del alma. De Zaqueo aprendemos el deseo de ver a Jesús, superando los obstáculos. Hemos de subirnos al árbol de la fe, cambiarnos de mundo para entrar en el que está más allá de lo visible y lo inteligible. Y luego bajar a la parte más honda de nuestra alma, intentando el encuentro y la unión.
Miren a mi Siervo, dice el oráculo de Isaías. ¿Me detengo en la contemplación de los Crucifijos? ¿Me uno interiormente a ellos? Si saco fuerza de la Cruz podré llevar con serenidad las cruces que me envíe Dios.
Jesús nos invitó a entrar en nuestra habitación cuando vayamos a orar. Lógicamente no se trata de quedarse en la literalidad de la frase, sino de comprender que nuestra habitación es la parte más profunda de nuestro yo. Podemos orar a distintos niveles, por ejemplo, con la sola emotividad o con la sola razón. Pero la invitación de Jesús se refiere a la oración de unión.
Jesús se identifica con la vid, se hace vid para que nosotros, los sarmientos, vivamos en Él. Es la manifestación de un amor que supera toda comparación, porque invita a la unificación. Y esta, a tal grado, que más viva Él en nosotros que nosotros mismos.
“Ser alma de oración” es toda una meta. No solo hacer oración, sino que nuestro yo esté siempre abierto a la realidad relacional con Aquel que nos habita. Necesitamos la ayuda de la gracia para el encuentro del hombre con Dios. Puedo meditar, como los filósofos, pero no hago oración. Para que haya tal, necesitamos unir nuestro espíritu al de Dios.
Hemos de recordar constantemente el plan que Dios se propuso al crearnos: elevarnos a la altura de la misma divinidad por nuestra participación en su naturaleza. Valoremos el tesoro de la gracia santificante, tomándonos en serio el camino de la santidad.
A pesar de ser pocos detalles de la vida de san José que tenemos, son suficientes para advertir que fue fidelísimo en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Y ese hecho es suficiente para advertir su eximia santidad. Podemos hacer un “pacto” con Dios, vendiéndole nuestra libertad para que Él la conduzca por donde desee. De nuestra parte se requerirá la humildad de prescindir de nuestra propia voluntad.
La sola mención del nombre de Emaús nos traslada a la escena del domingo de Resurrección. Como Cleofás y su compañero, también nosotros deseamos “reconocer” a Jesús al partir el Pan. Lo conocemos por su palabra, por los hechos de su vida, pero queremos el don del Espíritu Santo que nos permita reconocer a Cristo bajo las especies sacramentales.
“¡Oh, dulce fuente de amor, hazme sentir tu dolor, para que llore contigo!” (Stabat Mater). María, junto a la Cruz, nos da una gran lección: saber compadecer. Se trata de asumir el sufrimiento de otro, no porque nosotros tengamos una especial capacidad para hacerlo, sino por nuestras constantes uniones con los Corazones de Jesús y de María.
“Nosotros predicamos a Cristo crucificado, locura para los gentiles y escándalo para los judíos”. El Crucificado es nuestro timbre de gloria, y vemos en el madero de la Cruz la revelación de su amor y la purificación de todo pecado. En Él encuentra sentido toda pena. Cristo no vino a erradicar el dolor, ni tampoco a explicarlo. Vino a llenarlo con su presencia.
Un Corazón lleno de Amor se contiene en cada Hostia. Es la fuente de donde mana toda la salvación: el Corazón abierto del Salvador. A santa Margarita le aseguró que concedería la gracia de la perseverancia final a quienes comulguen nueve primeros viernes consecutivos. Un corazón vivo, un corazón palpitante de amor se oculta en la Eucaristía.
Es un motivo de alegría conocer su nombre. Así podemos dirigirnos a ella en su singularidad. Dios lo dispuso, y ese nombre tiene una energía especial y participa de la fuerza divina. En María adquieren realidad todos los ideales, y de manera muy especial el de estar toda impregnada del amor, ese mismo amor a que todos estamos llamados.
La renuncia nos purifica, y podemos buscar esa purificación sobre todo en nuestra memoria y nuestra imaginación. “No dejes suelta la imaginación y estarás más cerca de Dios”, enseñó san Josemaría. Esta facultad puede ayudarnos mucho, porque es creativa. Con ella podemos hacer mundos, que no serán novelados sino reales, porque los misterios de la vida de Cristo suceden hoy.
Jesús se prolonga en cada uno de los santos, y en sus vidas les hace presente la cruz. La cruz es la expresión del amor. La cruz que salva es la cruz amada. Estamos invitados a abrazarnos a la cruz que Dios quiera enviarnos. “El cáliz que me embriaga, ¡qué feliz me hace!”.
La tradición de la Verónica que resulta muy entrañable. Es un detalle muy del gusto del Señor, un detalle fino. Jesús es sensible: nos lo manifiesta también en el dolor ante la ingratitud de leprosos que fueron curados. Cuidemos las cosas pequeñas en el trato con Él, procurando que no se nos conviertan en manías, sino en expresiones de amor.
Alegría ante el nacimiento de la Santísima Virgen María, esperanza de nuestra salvación. La devoción a la Divina Infantita nos invita a purificar nuestra infancia, pues ahí también pecamos. Y en cualquier época de nuestra vida, y en el día de hoy, muchas veces. La Gracia plena de María nos invita a la contrición, a la conversión, a la purificación, al aprovechamiento del sacramento de la penitencia.
Meditar en la rebeldía angélica, de la que proceden los males en el mundo de ellos y en el de los hombres, nos resulta saludable para atender al peor pecado: la soberbia. Y también para precavernos contra las argucias infernales, sabiendo que satán estudia nuestra psicología para descubrir cómo puede hacernos caer. El demonio viene —decía el cura de Ars— en cuanto perdemos la presencia de Dios.
La unidad se precisa para sacar adelante proyectos comunes. También para resistir las embestidas. O para constituir una nación. Pero la unidad a la que el Señor nos invita (“Que sean uno, como tú, Padre en mí y yo en ti, que sean uno en nosotros”) es la misma unidad de la Trinidad. La invitación a cuidar la unidad va mucho más allá de la funcionalidad.
San Pablo nos habla constantemente de la presencia de Jesús en nuestra vida. Pero no como una presencia meramente extrínseca, sino que “nuestra vida está escondida con Cristo en Dios”. Y es que si estamos escondidos en Cristo es porque estamos unidos a Él, que vino a traernos su vida en abundancia. La unión con Cristo supera toda unidad que alcancemos a representar con cualquier símbolo. Cristo es más yo que yo mismo.
En la carta a los Colosenses, san Pablo enseña que los verdaderos cristianos permanecen siempre en acción de gracias. Obligación fundamental de la creatura con el Creador, del hijo con su padre, del que no tiene nada para con Aquel de quien ha recibido todo. La confianza en el Padre nos lleva a dar gracias siempre, también por las desgracias de la humanidad. Él sabrá sacar bienes de los males.
Los milagros de Jesús, además de garantizar la verdad de su enseñanza (son “El sello del Rey”), suponen una referencia posterior. La multiplicación de los panes es un signo de la Eucaristía. Jesús fue preparando el ánimo de sus oyentes para tan gran milagro. Oremos con frecuencia sobre el prodigio eucarístico, agradeciéndolo, desagraviando y pidiendo luces a Dios.
La impulsividad de Pedro le hace ir a Jesús caminando sobre el agua del mar de Galilea. Pero se hunde en cuanto siente la violencia del viento. Busquemos de continuo el contacto con Jesús: cruzamos con Él nuestra mirada en la Hostia, en el encuentro con nuestros prójimos, en la oración contemplativa.
El Espíritu Santo condujo a Jesús al desierto. San Marcos dice que “lo arrastró”. Es una acción particular del Paráclito, que interviene en Jesús, como en todo hombre, de doble modo: con la acción habitual y con intervenciones especiales. Se trata de los dones, que nos resultan completamente pasivos: auténticos regalos de Dios para nuestra santificación. Tratemos de advertirlos, e incluso de consignarlos por escrito.
El profeta Elías huye de la reina Jezabel y se dirige al monte de Dios, donde el Señor le dirá qué debe hacer. No lo oye en el estruendo del huracán, ni en el del terremoto, ni en el del fuego. Lo oye en un suave viento, en un murmullo. Dios no se hace oír en el estruendo, sino en el silencio interior. En ese silencio actuamos como los enamorados, que dónde están mejor es en el silencio de la mutua compañía
La renuncia al yo, la negación de la comodidad y de nuestra propia relevancia, es el mejor modo de demostrar el amor al Señor. Garantía de su autenticidad. El amante goza cuando sufre por el amado. Y Jesús va delante, manifestándonos con su dirección a la cruz su amor por nosotros. Tengámosla presente y pidamos la gracia de amarla.
Coepit facere et docere, dicen el versículo 1 del primer capítulo de los Hechos de los Apóstoles. Jesús es, en primer lugar, el ejemplo, el modelo. Y después es maestro. Verlo y oírlo. Aprendamos a conocer mejor a Jesús encontrando los hechos, los gestos, las obras, en las que tendrán verificativo sus palabras.
La parábola de los sarmientos unidos a la vid es enormemente profunda. Nos habla de que la permanencia en Cristo es unificadora y vital. La comparación con las vides nos remite al vino, que sería convertido en la Sangre de Cristo (pudo Jesús haber comparado la unión con el olivo y su fruto, pero no nos remitiría a la Eucaristía). El prodigio nos lleva al prodigio de sabernos Cristo.
La clave del amor es la coincidencia de mundos interiores. El ejercicio del Via Crucis nos permite meternos en los sentimientos y los pensamientos de Jesús en esos dramáticos momentos. Podemos apropiarnos de la riqueza de la vida espiritual de los santos, que han dejado hermosas consideraciones de la Pasión y Muerte del Señor.
La Carta a los Hebreos sale al paso de la confusión que los judíos conversos tenían al ver desaparecido el sacerdocio de Aarón. Es que empieza un sacerdocio nuevo, procedente del sacerdote sumo y eterno. Jesús hace que la distancia entre Dios y el hombre se reduzca a cero, y esa es la tarea del sacerdote. Mientras más aparezca Cristo y desaparezcamos nosotros, mejores sacerdotes seremos.
El trato con san José nos enseña la manera fiel de responder al plan de Dios, así como también es maestro de vida interior. Busquemos ahora su ejemplo en otro ámbito: el de la piedad eucarística. A Jesús lo tenemos nosotros con la cercanía con la que lo tenía él y, en cierto modo, aún mayor. Más vulnerable que el Niño Jesús, está ahora en la Eucaristía. ¿Nos falta fe? ¿Tenemos rutina? ¿Profundizamos en el misterio? San José, intercesor eucarístico.
Santa Teresa, la doctora de la oración, fue iluminada para percibir la relación de amor y cercanía con Jesús en la oración. La historia de su vida fue la historia de su oración, como debería ser también la nuestra. La historia de nuestra vida no será sino la historia de nuestra amistad con Jesucristo. La oración es un combate entre Dios y cada uno de nosotros, como el combate entre Jacob y Dios. En allá debemos estar dispuestos a ser vencidos en toda la línea.
Hemos recibido de Dios muchos talentos. Como se explica en la parábola, el Amo se fue y, mientras vuelve, hemos de negociar con esos talentos para hacerlos producir. Uno de los talentos más preciados es el que nos da permitiéndonos ser sus amigos. La oración será así una historia de amistad, en que haremos producir el talento hasta que seamos los íntimos de Jesús. Enseñanzas de fray Luis de Granada sobre la oración.
Es hoy una fiesta de alegría y de agradecimiento a Dios: con la Llena de gracia empieza el proceso de liberación del antiguo tirano, al que la creación estaba sometida. María es la Reina del dominio que Jesús reconquistó del usurpador. Sabiéndolo o sin saberlo –por ejemplo, en las doce estrellas de la Unión Europea– María reina con su amor silencioso.
La lectura atenta de la parábola de los trabajadores de la viña nos permite advertir que los llamados a la hora undécima estuvieron sin ir a la viña porque nadie los había contratado. Pensemos si dejamos a la gente en vía muerta, conformándonos con que lleven una vida mediocre. Aparece el peligro de las almas retardadas y, con esa situación, la tibieza y la vida anclada en las comodidades.
¿Hacernos como niños para entrar en el Reino de los Cielos? ¿Qué derivaciones tiene esta invitación del Señor? Quizá la consideración de nuestra nada frente al todo de Dios. Y, de ahí, el abandono confiado. Y esto en cualquier época de la vida, aunque quizá en la vejez, en la que se repiten características de la niñez (como la indefensión), se haga más necesario. La infancia espiritual es ejercicio de virtudes teologales. Dios esperará de nosotros la sencillez y el cariño del niño.
Cuando Judas salió del Cenáculo para consumar su traición, el Evangelio dice: y era de noche, como si las sombras del mal envolvieran la tierra. Es sano considerar la terrible negatividad del pecado, evitando acostumbrarnos a él. Nos ayuda tener como referencia la Pasión del Señor, así como los daños que se siguen al hombre. En la armonía eterna, pecar es disonancia. Pecar proyecta sombras en la blancura astral.