Pláticas de contenido espiritual, también llamadas “meditaciones”. Pueden ser una ayuda para tu trato con Dios. Estas meditaciones han sido predicadas por el Pbro. Ricardo Sada Fernández y han sido tomadas de la página http://medita.cc

Un Pastor Bautista que incursionó en la doctrina de los Santos Padres, advirtió que lo que estos enseñaban sobre la Santísima Virgen coincidía totalmente con lo que la Iglesia católica predica ahora. Eso lo llevó a la conversión. Tenemos la seguridad de que, yendo por el camino de María, seremos gratos a Dios.

La primera venida de Cristo fue hace dos mil años. Otra tendrá lugar al final de los tiempos. Y hay una tercera venida, la de este instante. En la primera fue nuestra redención, en la segunda, nuestra vida; en esta, nuestro descanso y nuestro consuelo, que nos hace mantener la vista hacia el futuro. Un futuro del establecimiento del reino de los cielos. El cristiano se sustenta en la esperanza y la difunde.

Una importante tarea desempeñaba, en las bodas judías, el amigo del novio, pues preparaba todo lo relativo a la celebración. Pero después de la boda, desaparecía. Así se ve el Bautista respecto a Jesús. Su vida está solo en función de Aquel a quien anuncia, sin pretender provecho alguno personal. Busquemos imitarlo, actuando con rectitud de intención en cuanto hacemos.

Avanzado ya el tiempo litúrgico del Adviento, nos preguntamos por el aprovechamiento de las gracias propias que trae consigo. Adviento es purificación, al modo del purgatorio que se precisa para entrar en la plenitud del Amor divino. Purificarnos del pecado y sus reliquias, pero también de adhesiones impuras. Tiempo de contrición y penitencia.

Como en las partituras, la Iglesia nos invita en Adviento a vivir día tras día el crescendo, que culminará en el fortíssimo de la Navidad. La liturgia nos alienta en la esperanza, sabiendo que esta no se refiere tan solo al futuro, sino que se verifica en cada instante: Dios es el que viene, en un presente continuo. La espera de Dios fundamenta nuestra esperanza.

El Señor invitaba a sus apóstoles a ir con Él a un lugar apartado y descansarán un poquito. El descanso no es ir “sin Él”, sino todo lo contrario: una más intensa compañía con Él. A Dios se le encuentra en lo interior y ahí se le oye: hacer silencio es requisito indispensable.

Tenemos un gran tesoro, preparado por Dios para ayudarnos a crecer en la vida de oración: los salmos, en los que la palabra de Dios se hace oración del hombre. ¿Sabemos aprovecharlos? Los salmos son como espejos de nuestra alma, que nos ayudan a expresar lo que tenemos dentro y quizá no sabemos cómo decirlo. Busquemos identificar algunos salmos que salgan al paso de esos momentos de indefinición en la vida espiritual.

Para resolver lo insoluble, el remedio es claro: acudir a María. Eso hizo san Josemaría al venir a Guadalupe. Busquemos también nosotros el refugio del regazo de María, que en las apariciones de 1531 quiso mostrarse como Madre amantísima. Cualquier existencia que no sea la de una perfecta unión con Dios en el regazo de María, es demasiado complicada.

Con el espíritu de sabiduría nos es dado re-conocer a Jesús. Es verdad que lo conocemos, pero estamos invitados a que ese conocimiento sea más continuo. La vida de fe es convencerse de que Jesucristo vive. Como Dios es Omnipresente, en todo lugar y en cualquier instante podemos encontrarlo. La fe operativa no se limita al enunciado, sino que nos lleva a estar siempre hablándole, oyéndolo, amándolo.

La sola mención del nombre de María trae hasta nosotros el aire del paraíso. De belleza, de paz, de elevar nuestra autoestima al sabernos amados. Jesús nos invitó a ser niños, y queremos serlo pequeños, para caber en el regazo de María. Una vida fuera del regazo de María es demasiado complicada. Su vientre es el molde donde hemos de formarnos.

¿Por qué la gente que veía al santo Cura de Ars decía que veía a Dios? Porque tenía mucha gracia santificante. ¿Qué decir entonces de María, la llena de gracia? La gracia es la santidad, es la filiación divina, es la vida eterna. Un regalo del todo excepcional, que hemos de valorar y acrecentar. Animemos a los demás a vivir siempre en gracia y a cuidarla.

En esta Solemnidad queremos evitar el riesgo de limitarnos a considerar fríamente este dogma de fe. Estamos hablándole a María, uniéndonos a su alabanza a Dios por los dones que le concedió. Nos manifestamos enormemente agradecidos con el Creador que quiso regalarnos una Madre en plenitud de amor. Ella nos ama a cada uno más que todas las madres a sus hijos, porque en María no existen dos maternidades: nos ama con el mismo amor con el que ama a su Hijo.

La liturgia del Adviento presenta no solo las profecías de la segunda y de la primera venida de Jesús sino también los personajes que intervinieron en su preparación. Este segundo domingo de Adviento destaca la figura de Juan Bautista, que pide hacer penitencia y purificarse, como disposiciones para recibir a Jesús.

Los sábados queremos tratar a María con un cariño especial. La devoción a Ella es la más dulce y consoladora. Uno de los Prefacios de las Misas de la Santísima Virgen dice: “Es la Madre compasiva, cuida de los discípulos de su Hijo”. Compasiva, significa que padece-con. María padece, por ejemplo, nuestra pena de la frialdad interior y busca resolverla. Es una Madre llena de ternura que asiste solícita a todo aquel que la invoca.

Si quisiéramos resumir en una sola palabra la actitud a que nos invita el Adviento, esa palabra quizá podría ser “ansia”. Y preguntarnos si realmente estamos en un momento de deseo, de deseo de Cristo. Ilusión de que el Señor esté constantemente presente en nuestro interior, dándole oportunidad de tomar posesión de nuestro yo. “Que buen tiempo para remozar el deseo, la añoranza, las ansias sinceras por la venida de Cristo”, dice san Josemaría. Nuestro deseo es que el Adviento de la vida se nos convierta en la Navidad eterna.

Jesús nos instruye con imágenes sencillas al tiempo que profundas. El inefable misterio del Reino de los Cielos es presentado desde la pequeñez de la más insignificante de las semillas. Pero confiemos en que será desplegada a dimensiones de eternidad y felicidad. La esperanza no es lo mismo que el optimismo, sino que está más allá de cualquier previsión.

A veces corremos el riesgo de ver siempre a María “atareada”: cuidando al Niño, buscándolo en el Templo, en las bodas de Caná… pero quizá reparamos poco en la María “interior”, que guardaba y ponderaba las cosas en su corazón. Aprendamos a hacerlo nosotros, a través de incursionar en su corazón ante cada uno de los misterios de su Hijo. La Señora de los brazos vacíos, señora del Adviento, será nuestra maestra para recibir a Jesús.

Es herencia de san Josemaría el fervor eucarístico que hemos de procurar. No solo por sus enseñanzas, sino también por las costumbres eucarísticas, como la Visita al Santísimo, la vela de los primeros viernes y los detalles de amor y dignidad en el culto. No son sino manifestaciones de coherencia con la verdad de la Presencia Real.

Entrando al Adviento tenemos que “cambiar de chip”. Si veníamos con el espíritu configurado por el tiempo ordinario, ahora hemos de buscar la gracia del anhelo del Señor. “Ven, Señor, rey de justicia y de paz”, repiten los salmos de esta época. Mi presente se construye sobre el futuro. “Cantemos al Señor, que viene a renovar el mundo”. Espera alegre y esperanzada.

El cristianismo se fundamenta en un evento, en una llegada, en una presencia. Nuestra fe no busca a Dios en la penumbra, como los pueblos que no conocen o no aceptan la revelación cristiana. Sabemos que ha sido Dios el que ha salido de su ocultamiento y nos ha buscado. Lo que sí se nos pide es preparar el corazón: darle a Cristo el lugar central. Nos bastará Cristo.

El sábado es un día que se dedica especialmente a María. Reavivemos la seguridad de su protección y consuelo. ¿Experimentamos en Ella una madre de misericordia? Es madre compasiva: com-padece, sufre conmigo. Sufre mis penas y me acompaña en mi dolor físico o moral. Es madre de ternura: en Ella está ausente toda dureza o reclamo.

Un padre deja a sus hijos una herencia. Ellos estarán agradecidos y sabrán capitalizar lo que han recibido. San Josemaría nos ha dejado un legado enorme: en lo humano, su amor a la libertad y el buen humor, según sus propias palabras. En lo sobrenatural, su herencia es múltiple. Detengámonos ahora en algunas pinceladas de su legado en la piedad eucarística.

Es Jesús la única esperanza verdadera la única que salva al hombre y lo salva de manera integral, es decir, en su alma y en su cuerpo. Y tampoco eso se realizará solo en la otra vida, sino que comienza ya desde ahora. Noe ejercitamos en la esperanza a través de la oración, sabiendo que hay alguien que siempre nos oye.

Jesús invitó a sus apóstoles a retirarse “a un lugar solitario para descansar un poquito”. A nosotros nos repite lo mismo: ir con Él a la soledad de nuestro corazón para descansar el alma. En nuestra vida lo que realmente vale es el mundo interior, aunque el exterior no nos resulte agradable. “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti”. Plantear nuestras batallas desde las alturas de la contemplación.

El centro de las miradas es el costado abierto. Todos los bienes nos llegan del costado traspasado de Cristo. Allí residen los secretos del Amor divino. “Jesús nos ha conocido y amado a cada uno de nosotros”, enseña el Catecismo. Creamos que “Dios no sabe contar sino hasta a uno”, y todo su amor, divino y humano, está volcado sobre cada uno.

Profunda oración del cardenal Newman: “Bien sabes, Señor, que lo que el hombre necesita no es una guía visible, sino ante todo y sobre todo una ayuda interior. No te has contentado con corregir en Él lo que está en la superficie… has querido penetrar en el alma del hombre, y te alejaste de él corporalmente para volver a él en el Espíritu”. El gran regalo del Espíritu Santo que elimina en su raíz todos los males.

¡Viva Cristo Rey!, repetimos hoy con tantos mártires que han confesado la realeza de Cristo derramando su sangre. Deseamos que Jesús reine en cada una de nuestras facultades y potencias. Hacemos la afirmación de su reinado con mayor intensidad, al comprobar que tantos corazones lo rechazan. Démosle ese consuelo, deseando que ese reinado se haga inseparable en cada uno de nuestros momentos.

León XIII consagró el género humano al Sagrado Corazón de Jesús en el año 1900. San Pío X repitió la consagración, y después Pío XI que, en 1925 la puso el día de Cristo Rey. ¿Qué significa estar consagrados a ese Corazón misericordioso? Que el nuestro aprenda a permanecer ahí, para que, desde ese hondón de la persona, todas mis acciones sean misericordiosas.

Los protestantes no tienen razón cuando dicen que la devoción a la Virgen es una invención medieval. Ya en el siglo III la oración “Bajo tu amparo” nos muestra que Ella está presente desde el principio. El cristiano de Alejandría que la compuso sentía la urgencia de una madre que los protegiera de las persecuciones. Nosotros, que continuamos llamándola bienaventurada, también la necesitamos.

Noviembre es un mes escatológico: comienza con los fieles difuntos y termina poniéndonos ante los acontecimientos del fin del mundo. Pero la culminación es una fiesta de esperanza y alegría: la Solemnidad de Cristo Rey. Llama la atención que la liturgia de esta Solemnidad traiga a colación la cruz: y es porque Jesús es un Rey crucificado. La insignia de este reinado es la Cruz, y tiene palabras clave: austeridad, mortificación, pobreza, sobriedad, templanza, desprendimiento…

Esa frase se la dijo alguien a san Josemaría, y él respondió: “Reza para que esté cada vez más loco”. Loco, loquito de amor a Dios. Porque también Dios está loco, loco de amor por el hombre. ¿No es locura el tamaño del Universo? ¿Y no lo es la ingente cantidad de seres humanos que pueblan y han poblado la tierra? Pero, sobre todo, ¿no es la Eucaristía una locura de amor?

“Miren a mi siervo, a quien sostengo; a mi elegido, en quien tengo mis complacencias” (Is 42, 1). Invitación del Padre celestial: nuestra vida se nos va en mantener esa mirada de la mente y del corazón. ¿Cuál es la historia de mis comunicaciones con el Señor? ¿Cuál, la historia de mi intimidad con Él? Vivir en los pronombres: Tú, yo. Cuando oras, todo Dios está volcado sobre ti.

El misterio del Espíritu Santo en nosotros no es sensible, pero su acción es incesante. Vivifica nuestros huesos secos (Ezequiel, c. 27), nos introduce en los modos divinos haciéndonos capaces de vivir de acuerdo con esos modos. Actúa respetando nuestra libertad, sin avasallar: y de ahí la necesidad de estar atentos.

Tanto ama Jesús a sus ovejas, tal es el ansia de su Corazón por salvarlas, que entrega su vida para lograrlo. Le duelen las que se pierden, le duele por el sufrimiento de ellas y por la pena de su propio Corazón. Y nos envía a recobrarlas, a llevarlas a su redil. Es la tarea más trascendente a que podemos dedicarnos sobre la tierra. En rigor, es la única tarea a la que vale la pena dedicar la existencia.

En nuestro empeño por conocer cómo es Jesús, Él nos da una pista segura: es humilde. “Vengan a mí”, decía, llénense de mí y entonces llenarán su interior con mi Persona. Es la manera más profunda de humildad: prescindir del yo para vivir en Otro. Tres cosas hacen falta para ser santo, decía san Agustín: “la primera, la humildad, la segunda, la humildad, la tercera, la humidad”.

San Pablo dice a los Gálatas que “sufre dolores de parto hasta que Cristo sea formado” en ellos. De manera que no se trata solo de una mera imitación de Cristo sino una verdadera transformación en Él. Nuestra vida es llenarnos de Cristo, en unión profunda con Él para que podamos actuar como Él. Veremos con sus ojos, oiremos con sus oídos, querremos con su Corazón.

Ante la enseñanza de Jesús expuesta en la parábola del buen samaritano, queremos evitar la actitud del levita y del sacerdote, que “pasaron de largo”, sin detenerse ante el malherido. A nuestro lado siempre hay alguien que necesita misericordia, no dudemos en vivir esta actitud tan cristiana. Oración de santa Faustina: “Haz, Señor, que mis ojos sean misericordiosos, que mis oídos sean misericordiosos…”.

San Lucas (17, 11-19) presenta el episodio de los diez leprosos que fueron curados. Solo uno volvió a agradecer a Jesús su curación, y la reacción del Señor nos hace ver que le importa mucho nuestro agradecimiento… porque nos quiere. Valora nuestra gratitud, y la espera. San Benito de Nursia recomienda que ante cualquier circunstancia se diga Deo gratias!

Para agradar a Dios no basta el cumplimiento de lo externo: Él pide la vida afectiva, la totalidad del amor. Dos amores fundaron dos ciudades: se trata de vaciarnos del amor propio para llenarnos del amor de Dios. ¿Está mi vida afectiva colmada del amor a Jesús?.

Los dioses griegos aparecían inciertos: con ellos no se sabía a qué atenerse, un día defendían a una persona y al día siguiente se volvían en su contra. El Dios cristiano es siempre coherente: ha venido a iluminar todas las situaciones humanas, incluidas las del sufrimiento. El Crucificado ha llenado el dolor con su presencia. El sufrimiento es un lugar para ejercitarnos en la esperanza (encíclica Spe salvi).

En el día del Señor se nos preceptúa gozar de la alegría que conlleva una jornada especialmente dedicada a Él. La ausencia de trabajo externo nos permitirá la paz que precisamos. Estamos invitados a recoger nuestro corazón, a entrar en la morada interior donde Dios habita. El que ama comprende la inmensa dicha de estar solo: ahí puede encontrarse con Aquel que lo aguarda.

En su primera carta, san Juan nos invita a experimentar lo mismo que él: la comunión con Cristo. Podemos entrar en contacto con el Señor, con su Santísima Humanidad, en todo momento: no tenemos ninguna cortapisa. Veinticuatro horas al día, siete días a la semana, las cincuenta y dos semanas del año.

A los Colosenses (2, 2), san Pablo manifiesta su amor paternal cuando les dice “les deseo que sean consolados en sus corazones”. Y es que el hombre es un indigente, carente, necesitado de consuelo. Y lo es particularmente en el fondo de su yo, en su corazón. Ese consuelo es Jesús y, al recibir su consuelo, nos convertimos en consoladores. Seremos consolados con la oración contemplativa, donde hay verdaderos encuentros y uniones.

Para amar la Cruz hay que ver en ella al Crucificado, porque ahí descubrimos el amor hasta el extremo. En cada una de nuestras negaciones manifestamos que el amor al Señor es mayor que nuestro egoísmo. Necesitamos ir contracorriente, pues de otro modo nos arrastra lo placentero. En otras palabras, si no me planteo constantemente la renuncia, la penitencia, acabaré huyendo de ella. Jesús no vino a suprimir el dolor, sino a llenarlo con su presencia.

“Mamá, déjame rezar sin leer el libro”, pedía una niña. Y explicó: “Porque cuando leo me distraigo, pero sin libro no me distraigo porque le hablo a Jesús”. Nuestra oración es ver y oír a Cristo, siguiendo el ejemplo de san Pablo: se trata de conocerlo a Él. Vayamos a orar con ansias de enamorado, con deseos de lograr la identidad.

Lex orandi, lex credenti, lo que la Iglesia nos presenta en la liturgia es también camino seguro de oración. Hoy queremos orar con uno de los prefacios de las misas votivas de la Santísima Virgen. Nos habla de que Ella es la misericordia, que Ella es la protectora, Ella es la ternura. Y Ella, como la mejor de las madres, con nosotros padece nuestros males.

Tan solo dos palabras pronunciadas por el arcángel Gabriel -Gratia plena- nos revelan a María. A Ella queremos imitar, sabiendo que solo los de corazón puro ven a Dios. ¿Queremos verlo ya desde ahora? Busquemos la pureza integral, comenzando por la de la conciencia. La sinceridad con nosotros mismos y con Dios nos hará posible crecer en ese sentido.

Este día nos recuerda el destino de todos. Y nuestra obligación de ofrecer sufragios por cuantos han muerto, pero aún no se han acabado de purificar: las benditas ánimas del purgatorio. Tomemos en serio la revelación de que existe un destino eterno, volviendo a las verdades de la fe: en nuestro tránsito, nos encontraremos a Jesús. Encender, pues, el ansia de ese encuentro.

En un sentido, la fiesta de “Todos los Santos” es más grande que la Pascua o la Ascensión, porque este misterio hace “perfecto” a nuestro Señor: Jesús, como cabeza, no está -por decirlo de algún modo- perfecto y acabado sino en unión con todos sus miembros, que son los santos. Es, también fiesta de todos los ángeles. La santidad constituye el proyecto “normal” de Dios para el hombre. El hombre debe ser santo para alcanzar su identidad profunda.

“Te adoro con devoción, Dios escondido”. Himno eucarístico que nos invita a adorar al único verdadero Dios, oculto bajo las apariencias del pan. Y a hacerlo “devotamente”, es decir, con cariño, con pasión de amor. La Eucaristía nos introduce en una polarización de nuestra vida: nos enseña de la totalidad, la locura, la atención en exclusiva, la humildad y, ante todo, el Amor infinito de que somos objeto.

Sabedor de nuestra indigencia, el Creador ha dispuesto que los hombres redimidos gocemos de la maternidad espiritual de María. Dios ha tenido con nosotros esta delicadeza: un regazo, una ternura, un consuelo, un ambiente cálido. Una mamá. Vayamos a Ella con la mayor confianza.