Una misma ciudad puede ser diferentes ciudades. Por eso, no hay una Nueva York. Ha muchas Nueva York. La clave está en el punto de vista. Soy Rafa Vega y te doy la bienvenida a POV NYC.
Si piensas en Nueva York, la primera imagen que se te viene a la cabeza es la de la Estatua de la Libertad. Es el gran icono de la ciudad. Es la ciudad, diría yo. Es lo que pienso en el ferry que me acerca a ella mientras nos alejamos de Manhattan. Miss Liberty te mira fijamente a los ojos. Y te recuerda que eso, que la libertad, es un final feliz.
Cruzar el Brooklyn Bridge en dirección a Manhattan a las 6 de la tarde, cuando el sol se va colando entre los rascacielos. Es el aquí y el ahora que llevo tatuado en cada uno de mis antebrazos. El momento y el lugar exactos. Las coordenadas que rigen mis destinos. El lugar al que me quiero dirigir, teniendo como único horizonte el skyline neoyorquino.
Pasear por el Brooklyn Bridge Park, el parque que se asoma a la desembocadura del East River, donde el río se entremezcla con el océano, es uno de mis mayores placeres: por el cóctel que mezclan en el aire el agua dulce y el agua salada; y por las vistas desde la Estatua de la Libertad, pasando por el Downtown hasta el Puente de Brooklyn.
Entre el Manhattan Bridge y el Brooklyn Bridge hay un pequeño sendero que te lleva a Pebble Beach. Es uno de esos lugares mágicos que esconde Nueva York por el que perderte sabiendo que te vas a encontrar. Aquí no hay atajos: sólo el camino que te marca el sendero y que te lleva a una de las mejores vistas de la ciudad.
Siempre me han gustado más los puentes que los muros: los primeros unen, los segundos separan. El Manhattan Bridge aparece en el horizonte de Washington Street y emerge para unirnos. Pero la gran cantidad de instagrammers que inundan esta calle han creado un muro difícil de derribar: el que separa la realidad de la mentira.
Lo mejor para perder el norte es venirse al sur. Por eso, mi particular brújula neoyorquina me ha traído en ferry a esta parte de la isla, para observar el Newport y el Downtown de Manhattan. Las coordenadas están claras para alguien a quien no se la da bien la geografía: no hay puntos cardinales, sino ordinales. Y el sur siempre primero.
Si no existiera Long Island City, habría que inventarla. Para poder cruzar a la otra orilla del río y contemplar el skyline en todo su esplendor. El icónico cartel vintage de Pepsi-Cola nos da la bienvenida una vez ponemos pie a tierra en este vecindario justo enfrente del Midtown y de los rascacielos más emblemáticos de la ciudad. Vistas de postal.
Te propongo que veamos la ciudad desde una perspectiva diferente: la que nos da el ferry que recorre el East River. De una punta a la otra de Manhattan, podremos ver la isla mecidos por el suave movimiento del río. Se van sucediendo los rascacielos, como si hiciéramos un corte longitudinal sobre el skyline neoyorkino.
Me gustaría proponerte un rincón especial: el Renwick Triangle, el pequeño triángulo que forman la Calle 10 y Stuyvesant Street. En pleno corazón del East Village, muy cerca de St. Marks Place, se encuentra esta hilera de coquetos apartamentos de estilo renacentista obra del mismo arquitecto que la St. Patrick's Cathedral.
El Paley Park no es un oasis en medio del desierto. Es un desierto en medio del oasis. Un lugar en el que desconectar y desconectarte, en el que cargar pilas y poner las baterías a punto. No tienes más que alejarte unos pocos metros del bullicio de la Quinta Avenida para respirar un poco de aire fresco y detener el tiempo frente a su cascada.
El Lincoln Center es uno de los centros culturales más importantes del mundo, con instituciones como la Filarmónica de Nueva York o el Metropolitan Opera House. Templos de la música que se arremolinan alrededor de la Revson Fountain. Aquí se da cita la clase alta neoyorquina... pero también personas de a pie como tú y como yo.
La Trinity Church fue en su día el edificio más alto de Nueva York hasta 1890. Quién lo diría… Aquí se refugió del humo mucha gente tras los ataques del 11S. Justo al lado hay un pequeño y bonito cementerio, en el que están enterrados ilustres como Alexander Hamilton (uno de los padres fundadores de Estados Unidos) o Robert Fulton (el inventor del barco de vapor).
Columbus Circle es algo más que la plaza que Nueva York ha dedicado a Cristóbal Colón. Aquí convergen arterias tan importantes de la ciudad como son Broadway, la Octava Avenida y la Calle 59. Ningún sitio mejor para recordar al navegante que este cruce de caminos, puerta de entrada a ese nuevo mundo llamado Central Park.
Coger el metro en la estación de la calle 14 es como adentrarte en un cómic. Sus andenes y escaleras están inundados de unas figuritas de bronce que, a modo de dibujos animados, son una crítica mordaz de la sociedad de la época. El capitalismo y el crack del 29 fueron la principal diana de estos surrealistas animales.
Estoy seguro que, si me llevaran a Chinatown con los ojos y los oídos tapados, sabría que estoy aquí. Lo percibes por todos los poros de la piel: el bullicio y la gente atropellándote por Doyers Street o el olor a pato laqueado cuando giras por este callejón son una pista perfecta para saber que te acabas de quedar atrapado por esta sucursal de Asia.
Cuando se abren las puertas correderas y entras al Oculus por primera vez no sabes realmente lo que te vas a encontrar. Es lo que tienen las expectativas. Bueno, la ausencia de ellas. En su interior se aloja el intercambiador de pasajeros más grande del mundo y un centro comercial. Quién lo hubiera dicho apenas unos segundos antes.
Siempre he creído que Nueva York es un ser vivo cuya espina dorsal es la 5th Avenue. Una larga avenida que sujeta a la ciudad desde sus extremidades superiores hasta las inferiores. Todo lo que sucede aquí, depende de esta robusta columna vertebral que la atraviesa. A cada lado, el este y el oeste. El yin y el yan. El principio y el fin.
El High Line no es sólo, como dice su traducción literal, una “línea alta”. El High Line es más que eso. El High Line es esa cicatriz que luces con orgullo sobre el pecho, mostrando que conseguiste sanar la herida. Surcando desde la calle 12 hasta la 30, sobrevolando todo Chelsea como quien planea sobre otro planeta.
Podríamos empezar diciendo lo típico de que Little Italy es mucho más que la Pequeña Italia. Pero es lo contrario: es mucho menos. Inundada de turistas, la zona ha perdido el sabor que tuvo antaño. Quizás la única esencia que mantiene es el aroma a pizza que sale de los restaurantes, justo antes de que te topes con el graffiti de Audrey Hepburn.
En Wall Street el dinero tiene otro color. Oscuro, tirando a negro. No es que sean especulaciones, aunque aquí lo de especular se les da bastante bien. La Calle del Muro es literal. El que separa a ricos a pobres, a los que no llegan a fin de mes de los que se pasan. Unos viven en lujosos apartamentos y otros en cartones. Así de injusto es todo.
De la Public Library, la Biblioteca Pública, es difícil olvidarse. En este caso, ha sido tan sencillo como sacar este tupper de recuerdos y meterlo en el microondas para recalentarlo. Con otros no es tan fácil porque se quedan apilados al final del congelador, dejando claro que el tiempo y el espacio son relativos. Como los pronombres.
Siendo de un pueblo pequeño, es complicado tener un Cabo Cañaveral desde donde despegar hacia la Luna. Por eso, aquellos sueños de adolescente que se fueron fraguando en soledad tendrían a priori menos recorrido que el desgraciado transbordador Challenger. Ahora paseo junto al New York Times con los mismos sueños.
De Nueva York no te puedes ir sin subir a uno de sus rooftops. Como este, el más famoso de la ciudad, justo enfrente del Empire State Building. Aquí el cielo es luminoso. Y misterioso. Como las personas que vienen. Cuando subo me fijo en las personas casi tanto como en las propias vistas. Han cumplido su cometido: ver y ser vistos.
Intento agarrar detalles de Washington Square Park para que el tiempo no convierta en nebulosa lo que apenas hace un suspiro fue tan real. Me fascina hacerlo con la convicción de que resistirán al calendario. Pero sé que no. Por más que respire hondo y cierre los ojos haciendo el esfuerzo de que el instante se asiente y coja raíces, se irán evaporando.
En el Yankee Stadium los turistas apenas se mezclan con los oriundos, transportando en sus mochilas souvenirs baratos que han comprado en Chinatown. Aquí todavía hay mucho más que comprar, porque hay muchas tiendas. Pero no hay donde vender. Es a lo que muchos vienen a esta ciudad, a vender. Su alma.
A Grand Central vienes a coger trenes. O a perderlos si te quedas mirando su bóveda celestial. O a intentar subirte a aquellos que sólo pasan una vez. O a lamentarte por no haberlo hecho. O a celebrar no haberlo hecho. Que pase un tren no significa que lo tengas que coger. Sólo es opcional.
Todos los sábados por la mañana tengo una cita. Sé que es importante porque, a la altura de la esquina de Broadway con la 17 el pulso se me acelera. Es día de Green Market, el mercadillo por el que Union Square se convierte en el corazón de la ciudad. Nada más visitar los primeros puestos de frutas y verduras frescas lo nota mi yo interior.
A veces me gustaría mirar a la vida como mira el Flatiron a la ciudad. De perfil, agazapado, pero haciéndose grande poco a poco conforme Broadway le va dejando espacio. El Flatiron va cogiendo la confianza que en su día tuvo por ser el edificio más alto de la ciudad. ¡Qué más da vivir a la sombra de otros rascacielos!
Cómo no sentirte el ombligo del mundo, si eres Herald Square. Una plaza, pequeña, nuclear, pero en el corazón de Manhattan. Así cualquiera… Cerca del Empire State Building, pero no demasiado. Lejos de Times Square, pero no demasiado. Aquí es cuando, llegados a este punto, todos queremos ser Herald Square.
Aún no ha llovido y ya se siente la tierra mojada en Bryant Park. Porque los recuerdos tienen memoria. Y también expectativas. Así que voy echando migas de pan para no olvidarlos. Aunque, a veces, ponemos la venda sin haber sangrado la herida. Sentado en uno de los bancos frente a la Biblioteca, respiro el aroma de este petricor otoñal.
La tranquilidad residencial de Roosevelt Island contrasta con el rugir de Manhattan. A este lado del East River descansan mientras que en la otra orilla se contornean los motores que aceleran en la FDR, la autopista que rodea la isla. Pocos son los que suelen venir a esta isla que un día estuvo olvidada.
Decía Heráclito que no es posible bañarse dos veces en el mismo río. Imagínate si estás casi 3 años sin visitarlo. Asomado al East River se cumple lo del “todo fluye, nada permanece”. “Todo fluye”, me repito como mantra desde esta orilla. “Nada permanece”, apostilla mi mente observando el transformado skyline de Manhattan.
Hay una leyenda urbana que dice que desde el espacio se ve la Muralla China. No sé si será verdad. Lo que sí es cierto es que desde el Empire State Building se ve toda Nueva York. Bueno, casi toda. Hay algo que no se ve: el Empire State Building. No sé si de eso sería consciente King Kong cuando se subió allí.
¿Qué tal si pasamos el día en Central Park? Creo que es un buen plan. Conozco casi cada metro de este parque porque lo he recorrido durante mis muchos años de runner. Pero ahora no te estoy proponiendo correr. Lo que me apetece es que preparemos unos sándwiches, cojamos un mantel y hagamos un picnic en el Sheep Meadow. Planazo, ¡eh!
En este episodio te invito a que empecemos a caminar por Times Square, esa especie de kilómetro cero de Nueva York. Los neones iluminan las confluencias de la Séptima Avenida con Broadway a cada paso que das entre la calle 43 y la 47. “Es el centro del mundo”, dicen. “Es el centro del mundo”, confirmas.
La Zona Cero no es un punto y aparte. Tampoco un punto y final. La Zona Cero es, como bien dice el número, ausencia. Es el origen de una historia, sin saber si habrá historia. Aquí es donde se acabó la de muchas personas aquel 11 de septiembre. Ahora las dos grandes fuentes que ocupan el sitio de las Torres Gemelas intentan preservar su legado.
Si es tu primera vez aquí. O si ya has estado, pero como si lo fuera. Te mando esta postal sonora de Nueva York desde la Trinity Church. Las puertas de la Trinity Church se abren y la organista empieza a tocar “Amazing Grace”. Todos la cantan con la misma solemnidad con la que lo hacían al final de su jornada los voluntarios que trabajaban aquí en las labores de rescate tras el 11S. Caminas por esta capilla con la misma seguridad de siempre. Lo haces al ritmo del “I once was, was lost, but, but now I, I'm found (una vez estuve perdido, pero ahora me he encontrado)”. En estos tiempos en los que nos hemos dado cuenta de que somos tan vulnerables, después de la pandemia , me he prometido vivir cada primera vez que se me ponga por delante como si fuera la última. Porque no sé si volverá a ocurrir. No es falta de esperanza en el futuro, sino más bien que los acontecimientos me tienen atado al presente. La primera vez que montas en bici, la primera vez que vas al colegio sin la compañía de tu padre, la primera vez que viajas en avión, la primera vez que lo haces solo, la primera vez que entras en una discoteca, la primera vez que te vas de un bar sin pagar, la primera vez que dices te quiero, la primera vez que te tumbas sobre la hierba mojada, la primera vez que despides a un ser querido, la primera vez que escuchas el disco que después será tu disco favorito, la primera vez que tocas una canción con la guitarra, la primera vez que pides un deseo a una estrella fugaz, la primera vez que duermes en una tienda de campaña, la primera vez que vives en un país extranjero, la primera vez que horneas pan... Nuestra vida está salpicada de muchas primeras veces. Y tú, ¿cuándo fue la última vez que hiciste algo por primera vez? Gracias por escucharme. Un abrazo desde Nueva York.
Si es tu primera vez aquí. O si ya has estado, pero como si lo fuera. Te mando esta postal sonora de Nueva York desde la Zona Cero. El último superviviente en ser rescatado de la Zona Cero fue un árbol que estuvo enterrado mes y medio entre los escombros. A pesar de las miles de toneladas de acero y cemento que cayeron sobre él y de los más de 1.650 grados centígrados producidos por las explosiones y los incendios, consiguió sobrevivir. A principios de noviembre de 2001, cuando las ruinas aún humeaban, los equipos de rescate y desescombro encontraron este árbol. Pero se había quemado al 98%. A pesar de ello, habían brotado retoños en su escasa superficie de tronco no carbonizada. Era una pequeña señal de vida en mitad de tanta desolación, tristeza, y horror. Lo trasladaron a un vivero para cuidarlo y en la siguiente primavera floreció. Ahora resiste erguido en la Zona Cero, justo al lado de donde años atrás se levantaban las Torres Gemelas. Una vez leí que “si me caigo siete veces, me levanto ocho”. Eso ha estado presente durante toda mi vida: el intentar mantenerme erguido como ese árbol que sobrevivió al 11S, a pesar de tormentas y tempestades. Quizás ahí haya estado el error, en tratar de demostrar lo que no hace falta demostrar. No eres un superhéroe, convéncete. Tampoco hace falta serlo, nadie te lo va a agradecer. Lo único que conseguirás es tener literatura suficiente para un épico epitafio. A veces nos caemos y no tienes la obligación de levantarte. No pasa nada. Ser débil forma parte de la condición humana, métetelo en la cabeza. Más que un árbol, piensa que eres una planta a la que hay que regar con cierta periodicidad y hasta darle mimos. Así, de esa forma, echará raíces y crecerá fuerte y robusta. Gracias por escucharme. Un abrazo desde Nueva York.
Si es tu primera vez aquí. O si ya has estado, pero como si lo fuera. Te mando esta postal sonora de Nueva York desde el Oculus. El Oculus es un monumento a la vida, como pretendía su arquitecto, el español Santiago Calatrava. En un lugar, el World Trade Center, donde hace años se vivió el horror. Por este intercambiador de transportes, con forma de esqueleto de dinosaurio, pasan todos los días miles de pasajeros a lo largo de sus once líneas de metro y del tren que conecta con Nueva Jersey. Justo encima de la estación más cara del mundo, un luminoso vestíbulo de mármol blanco alberga un centro comercial con tiendas de ropa cara. En cada uno de los extremos, dos balcones permiten contemplar el trasiego de personas apresurándose para no perder el tren. Te asomas a uno de ellos, para tener una visión panorámica del lugar. Es amplio y, sobre todo, muy luminoso. El reflejo del sol a través de sus cristaleras acentúa esa sensación. Es común que hablemos de nuestras primeras veces, pero no lo hagamos de las últimas. Por una cuestión meramente vital: tenemos ajustado nuestro reloj biológico como una cuenta hacia adelante, desde una fecha que conocemos perfectamente, el día de nuestro nacimiento, y que celebramos cada año. Pero ese contador no existe hacia atrás, no hay un reloj de arena hacia un día que no sabemos cuándo llegará. La única certeza que tenemos es que llegará. Por eso, somos plenamente conscientes de las primeras veces, pero no de la últimas. De la primera vez que nos enamoramos. O de la primera vez que volamos en avión. O de la primera en que vimos un eclipse de sol. No sabemos cuándo será la última. Eso nos impide sentirla con tanta plenitud como la primera. Gracias por escucharme. Un abrazo desde Nueva York.
Si es tu primera vez aquí. O si ya has estado, pero como si lo fuera. Te mando esta postal sonora de Nueva York desde el World Trade Center. Los edificios del World Trade Center se alzan imponentes veinte años después como si nada hubiera pasado. Pero la memoria de la humanidad quiere retener que este fue el epicentro del terror a principios del siglo pasado. Justo donde estaban las Torres Gemelas se mantienen dos grandes agujeros en la tierra, cicatrices donde ahora emergen un par de fuentes rectangulares con los nombres de las víctimas grabados en bronce. Estas fuentes son agua, silencio y ausencia. En el mismo sitio en el que un 11 de septiembre de 2001 hubo hierro, acero y fuego. Son dos grandes cráteres de granito en los que el agua camina lentamente hacia la nada, fiel reflejo de que la vida continúa. «Todo fluye, nada permanece», decía Heráclito. Panta rei. La vida y la muerte concentrados en este mismo punto del sur de Nueva York. Tratas de descansar al llegar a casa. Desde la megafonía de este salón que es ahora el particular aeropuerto en el que aterrizan puntualmente los pensamientos, una azafata anuncia que ya falta poco para que falte mucho. Quedan lejos los tiempos en los que no planeábamos, sino volábamos. La bandera de este país llamado sofá es la manta con la que te protejes de un invierno que dura ya varios años. Y los recuerdos son el espacio Schengen por el que deambulas sin necesidad de pasaporte. Para viajar a nuestras obsesiones no hay que comprar billete en este infinito domingo por la tarde. Otra vez de manera compulsiva se acomoda en ese particular asiento en primera clase la sensación de que el universo te debe devolver lo que le has dado. “Las expectativas”, te dices exhalando tus propias expectativas como tratando de expulsarlas de la mente. Gracias por escucharme. Un abrazo desde Nueva York.
Si es tu primera vez aquí. O si ya has estado, pero como si lo fuera. Te mando esta postal sonora de Nueva York desde el Museo de Historia Natural. La respuesta a muchas de nuestras preguntas está en el Museo de Historia Natural, uno de los más concurridos de la ciudad. En este imponente edificio del Upper West Side, pegado a Central Park, se exhibe una impresionante colección que explica los orígenes de la Humanidad. En su cuarta planta se guarda una de las colecciones de huesos de dinosaurios mejor conservadas en el mundo. La fascinación por los dinosaurios se mezcla con la inquietud de saber que procedemos de estos bichos tan grandes. Su extinción debería ser uno de los principales acontecimientos de la historia de la humanidad del que deberíamos arrepentirnos. Y aquí me viene a la cabeza eso que nos suelen decir, de que no hay que arrepentirse de lo que haces sino de lo que dejas de hacer. Es lo que empuja a muchas personas a seguir intentándolo. Para no tener remordimientos. Eres un cohete espacial en fase de ignición, a punto de despegar hacia la estratosfera desde Cabo Cañaveral. Pero, en plena cuenta atrás, activas el botón de emergencia para abortar la misión. Empiezas por cuestionarte si volverías a ser un niño para enmendar los errores que has cometido durante tu vida. Para después continuar con un arsenal de preguntas: ¿Pulsarías el botón de rebobinar para tomar un camino diferente al que elegiste? ¿O te tropezarías una y otra vez con la misma piedra? ¿Querrías empezar de nuevo con la experiencia ya adquirida o sin saber nada de lo que ha pasado? ¿Regresarías a la casilla de salida? ¿Qué cambiarías? ¿De verdad? ¿Tanto te arrepientes de aquello que hiciste? ¿O de lo que no hiciste? ¿Cambiarías una interrogación por una exclamación? ¿Cambiarías? ¡Cambiarías! Gracias por escucharme. Un abrazo desde Nueva York.
Si es tu primera vez aquí. O si ya has estado, pero como si lo fuera. Te mando esta postal sonora de Nueva York desde el Meatpacking District. Hubo un tiempo en que Bagatelle era el epicentro de Manhattan: allí era donde pasaba todo. Sobre todo los sábados a la hora del brunch. Durante la semana, multitud de neoyorquinos se obsesionaban con encontrar una mesa en el restaurante de moda en pleno Meatpacking District. Ese tiempo pasó y ahora en ese local hay un concesionario de coches de lujo. Distinto negocio, los mismos clientes. Hay cosas que no cambian en este barrio que hace un siglo era una amalgama de almacenes de carne. Ahora en este lugar se suceden las fotos de Instagram posando con un Bloody Mary. Me gusta pasear por aquí sólo por observar este tipo de conductas contemporáneas. Me da placer. Es como romper las burbujas de aire de los envoltorios, el olor de un libro nuevo o apretar el tubo de la pasta de dientes por la mitad. Es mi particular síndrome de Stendhal, llámame raro. Queda poca gente que escriba cartas. Solíamos mandarlas en aquella época de nuestra vida en la que los únicos problemas que teníamos eran matemáticos. Eran una manera de purgar nuestros pecados. Había algo de justicia poética en ello, pero dejamos de hacerlo. Bueno, hemos ahorrado tinta, sellos y propósitos de enmienda. Pero seguimos dándole vueltas a la cabeza. La mente es una lavadora en pleno centrifugado. Y tiene pinta de que has puesto el programa largo. «Piensas demasiado», tratas de convencerte. Los sonidos de la ciudad te abstraen. La banda sonora de Nueva York es una amalgama de cláxones de coches, sirenas de ambulancia, silbatos de policía, helicópteros, mastodónticos trailers, el traqueteo del metro bajo nuestros pies y «oh, my God» en cada esquina. Este caleidoscopio sonoro conforma una sinfonía cuyo director de orquesta eres tú. Gracias por escucharme. Un abrazo desde Nueva York.
Si es tu primera vez aquí. O si ya has estado, pero como si lo fuera. Te mando esta postal sonora de Nueva York desde el SoHo. A los neoyorquinos les encanta inventar palabras acortando un puñado de ellas: TriBeCa es Triangle Below Canal (el triángulo que forman las calles debajo de Canal Street), Dumbo es Down Under Manhattan Bridge Overpass (la parte de Brooklyn que está debajo del Puente de Manhattan), NoLiTa es North of Little Italy (el barrio al norte de la Pequeña Italia) y SoHo es South Houston (al sur de la calle Houston). Pero lo curioso de este barrio no es el acrónimo, sino la manera que tienen aquí de pronunciar la ciudad más poblada del estado de Texas. En cualquier contexto sería «Jiuston» pero, cuando esa palabra está asociada a la calle neoyorquina es «Jauston». Así que Houston Street no es «Jiuston Street», sino «Jauston Street». Ir a la deriva de sus calles un domingo por la mañana te puede traer a tierra firme o llevarte mar adentro. Esta vez la playa en la que encallo es McNally Jackson, una de mis librerías favoritas. Pero el SoHo es algo más que un acrónimo. El SoHo es esa ex que se lleva un libro y nunca te lo devuelve. No sabes a quién reclamar. Ni siquiera sabes si hay derecho a reclamar. Tienes dos opciones: o tirar de estoicismo y comprarte otro o tirar de estoicismo y no comprarte otro. El SoHo es cuestión de estoicismo cuando te pierdes por sus intrincadas calles de un barrio en el que parece que te has salido de Nueva York. Solo cuando te asomas a Broadway puedes recordar que sigues en esta ciudad. El resto es un panal de adoquines en el suelo, ladrillo visto en las paredes y escaleras de incendio en las fachadas de los edificios coronados por depósitos de agua. Al SoHo vienes a encontrarte, pero terminas perdiéndote. Gracias por escucharme. Un abrazo desde Nueva York.
Si es tu primera vez aquí. O si ya has estado, pero como si lo fuera. Te mando esta postal sonora de Nueva York desde Coney Island. El tren que va a Coney Island lleva parado más de media hora. Los fines de semana son habituales los retrasos en el metro, pero no suelen ser tan largos. No nos han dicho el motivo por el que estamos tirados en mitad de Brooklyn. Tareas de mantenimiento, suelen aducir. Pero la palabra «mantenimiento» es tan polisémica que vete tú a saber. Lo primero que veo al llegar a la playa es una pareja de recién casados haciéndose fotos. Les sienta bien Coney Island. Bueno, a muchos nos favorece la playa en otoño. Es terapéutica, por eso he venido. La arena huele más a arena, la sal huele más a sal y el mar huele más a mar. No hay niños llenándote al pasar a tu lado correteando, ni madres gritándoles que vuelvan a la sombrilla, ni ese empalagoso olor a perrito caliente que sale de Nathan's. Es un lugar tranquilo, sin el bullicio de la temporada alta. Todo es relativo, incluso los pronombres. Si fuera uno de ellos intentaría evitar ser reflexivo. Porque mirarme nunca ha sido mi especialidad. Estoy más acostumbrado a captar lo que ocurre alrededor. Por eso me dediqué al periodismo. Todos tenemos una historia que contar, trataba de convencer a mis padres cuando les dije mis intenciones profesionales. Una frase que me servía de prólogo para sacar del baúl alguno de esos recuerdos a los que aún sigo aferrado. Sin saber por qué, normalmente conjugaba los verbos en pasado como si, de alguna forma, me hubiera quedado estancado en alguno de esos momentos. Son ondas concéntricas como las que provocan las piedras al chocar con el agua. Pero nada ha cambiado para que todo haya cambiado. Gracias por escucharme. Un abrazo desde Nueva York.
Si es tu primera vez aquí. O si ya has estado, pero como si lo fuera. Te mando esta postal sonora de Nueva York desde Hoboken. Hoboken es la cuna de Frank Sinatra. En cada rincón de esta ciudad resuenan los ecos del «New York, New York», el himno oficioso de la ciudad, musitado por su vecino más ilustre. Cualquiera puede tararear sus acordes universales. Cruzar a este lado del río, ya en Nueva Jersey, es un gran plan para el fin de semana. Desde su paseo marítimo tienes unas vistas hipnóticas de los rascacielos de Manhattan. No es la típica estampa que hay desde la orilla contraria del Hudson, sino una nueva perspectiva muy poco conocida. Además, cambias de estado, que es como cambiar de país pero sin pasaporte. Los helicópteros sobrevuelan el río. Te cierras la cremallera de la chaqueta, porque hace un frío punzante como cuchillas. Es más intenso ante la ausencia de edificios que te resguarden de la humedad. A esta hora de la mañana hay muy poca gente por estas calles. Pasas junto al Empty Sky, el monumento que recuerda a las víctimas del 11S en Nueva Jersey. Dos muros idénticos avanzan paralelos, dirigiéndote la mirada a la Zona Cero. Al otro lado del río está el lugar en el que tanta gente perdió la vida. Da igual que el té matcha con vainilla que acabas de comprar en el Starbacks por el que has pasado esté ardiendo. Das intensos sorbos intentando borrar tu nombre del vaso. Mejor esto que aquellas tazas con frases ñoñas de autoayuda. Quizás no sea obligatorio ser tan feliz, como te ordenan los sobrecillos de azúcar de las cafeterías. Con ser ya es suficiente. Si la vida te jode la vida, pues se dice y ya está. Como decía una buena amiga, «la vida no espera». Gracias por escucharme. Un abrazo desde Nueva York.
Si es tu primera vez aquí. O si ya has estado, pero como si lo fuera. Te mando esta postal sonora de Nueva York desde Greenwich Village. En Greenwich Village hay un poema de Walt Whitman, el escritor que buscaba soledades entre la multitud. Forma parte de un monumento que recuerda a las víctimas del SIDA. La instalación, frente al Hospital St Vincent's, consta de una marquesina triangular, una fuente circular en el centro y rodeándola, en círculos concéntricos, adoquines de granito grabados con el “Canto a mí mismo”. Tratas de encontrar el principio del poema entre las losas que salvaguardan el texto del autor de Hojas de hierba. Una vez que das con la primera estrofa, tienes el punto de salida para empezar a moverte por las palabras de Whitman en esta espiral trazada alrededor de una fuente. Casi nadie repara en que las palabras talladas en el suelo forman parte de este homenaje al amor propio, a la identidad personal y, sobre todo, a exaltar el milagro de la vida. Muchos dedican su vida a intentar pasar página. Ojalá estas dos palabras juntas no formaran una metáfora, y fuese tan sencillo como tomarse la expresión en sentido literal. Pasar página es intentar saltar a la siguiente casilla de este juego, por mucho que la gravedad ejerza una atracción tan enorme que las fichas se peguen al tablero como si estuvieran imantadas. Significa avanzar sin mirar atrás y sin importarte lo que deparen los dados. Simplemente los lanzas al vacío con los ojos cerrados tentando a la suerte. Pasar página supone romper cadenas. Porque nos hacemos mayores. Crecemos. Cambia el graffiti que había en la pared de enfrente. La fachada de ese edificio ya no está cubierta por andamios. Hubo un tiempo en que estuviste cerrado por reformas. Eso ya pasó. Gracias por escucharme. Un abrazo desde Nueva York.
Si es tu primera vez aquí. O si ya has estado, pero como si lo fuera. Te mando esta postal sonora de Nueva York desde el Chrysler Building. El “Grito hacia Roma (desde la torre del Chrysler Building)” de Lorca te ha traído hasta este edificio, culmen de la arquitectura art déco. Un lugar privilegiado para ver los amaneceres. Un punto estratégico donde asistir al nacimiento de un nuevo día. Más aún porque este edificio, a diferencia del Empire, el Top of the Rock o el vecino Summit One Vanderbilt, no tiene una plataforma de observación en su planta superior, con lo que se evita la presencia de turistas. Los rayos se van colando entre las calles, silueteando los edificios con un contorno dorado. La luz que desprende el sol se va elevando sobre los rascacielos hasta que, pasados unos minutos, llega a posarse sobre ellos. Durante un instante, acero, ladrillo y luz se contornean en una lucha de elementos para ver cuál de ellos prevalece. A esta hora el cielo se parte en dos y, durante unos segundos, la luz pelea con la oscuridad. Da igual que aquí el horizonte sean los rascacielos, las grúas y las antenas. Finalmente, el sol se despega de esas columnas de cieno y un día más comienza su vuelo hasta el cénit. A esta aurora de Nueva York dedicó Lorca uno de sus poemas más conocidos. Esa aurora que marca el inicio de algo que tendrá un final. Así es el ciclo vital. El sol amanece sabiendo que, horas después, habrá anochecer. Igual que nosotros: alfa y omega. Hay días maravillosos, que hiperbolizamos con filtros de Instagram y bailes en TikTok para compartirlos con el mundo. Y luego días de mierda que nos tragamos, porque la tristeza no genera likes. Pero ambos tienen una cosa en común: son hoy. Gracias por escucharme. Un abrazo desde Nueva York.
Si es tu primera vez aquí. O si ya has estado, pero como si lo fuera. Te mando esta postal sonora de Nueva York desde Flushing Meadows. En Queens se encuentra Flushing Meadows, el segundo parque más grande de la ciudad tras Central Park. Aquí se celebró la Exposición Universal de 1964. Seguro que te suena porque ha salido en multitud de pelis. Justo al lado está el complejo deportivo donde se disputa cada año el US Open de tenis. Es, además, el lugar perfecto para ver los despegues y aterrizajes de los aviones del cercano Aeropuerto de La Guardia. De siete a ocho de la tarde es el momento de mayor tráfico aéreo. Antes de venir te puedes estudiar el orden de salidas y de llegadas, el llamado slot, para saber con antelación lo que va a pasar. El ruido de los reactores se escucha nítidamente, en la misma colina junto a la torre de observación del parque. El aeropuerto está cerca, a menos de tres kilómetros, e incluso, puedes intuir el sonido de las maletas empujadas por los pasajeros. Una de tus actividades favoritas es apostar cuánto pueden durar los surcos que dejan los reactores, mientras la luz te permite verlos. Y, cuando oscurece, intentas adivinar si lo que brilla en el cielo son estrellas fugaces o aviones. Incluso en los días nublados puedes identificarlos. Apenas necesitas intuirlos sobrevolando la ciudad mientras buscan pista para aterrizar. Lo mismo ocurre con los rascacielos. Aunque los tapara la bruma, podrías reconocerlos por la infinidad de veces que los has visto aunque no hayas estado en la ciudad. Miras al cielo ya ennegrecido, y ves moviéndose una luz centelleante. Haces el ademán de pedir un deseo, pero te contienes, no vaya a ser un avión de American Airlines. En cualquier caso, cierras bien fuerte los ojos para apreciar el momento. Pase lo que pase… Gracias por escucharme. Un abrazo desde Nueva York.
Si es tu primera vez aquí. O si ya has estado, pero como si lo fuera. Te mando esta postal sonora de Nueva York desde el Queensboro Bridge. El puente de Queensboro, que marca la frontera entre Manhattan y Queens sobrevolando Roosvelt Island, regala unas vistas únicas de los rascacielos silueteados. Bajo sus arcadas, en la parte pegada a Manhattan, a la altura de la calle 59, estaba el Bridgemarket, donde vendían el mejor pescado fresco de la ciudad. Desde esta lonja salían las ostras que luego servían en el Oyster Bar de la estación Grand Central. Ahora es un lujoso restaurante llamado Guastavino's. Un apellido que, rápidamente, te hace pensar en la Estación Fantasma o la Galería de los Susurros. En su interior compruebas al ver su bóveda tabicada, de ladrillo plano, que el nombre del restaurante no es casualidad. El techo está cubierto con las típicas baldosas guastavinas. No puedes dejar de mirar hacia arriba, contemplando la belleza simétrica de este lugar. Dando un paseo por tu conciencia te das cuenta de que no hacer nada es más difícil que hacer algo. No hacer nada es pasear por los callejones sin salida que son esa gota que cae del grifo cada segundo, durante horas, con aspiración de convertirse en mar. No hacer nada es que ahora tu único baile sea de números. No hacer nada es pedir la carta en este restaurante en el que lo que te comes es la cabeza. Y no hacer nada es perderte una vez más por no tener el plano en esta ciudad llamada uno mismo. Por eso ahora prefieres pensar en el presente. Así que estos días, cuando te levantas, no piensas que «lo mejor está por llegar». Te limitas a contemplar lo que hay a tu alrededor. Porque no hay nada más. Solo el aquí y el ahora. Y toca vivirlo de la manera más plena posible. El ayer es historia. El mañana, un misterio. El hoy, un regalo. Por eso se llama presente. Gracias por escucharme. Un abrazo desde Nueva York.
Si es tu primera vez aquí. O si ya has estado, pero como si lo fuera. Te mando esta postal sonora de Nueva York desde el Empire State Building. Es temprano, pero ya se escuchan las sirenas de la Policía. No dejan de hacerlo en todo el día. Prefieres salir a dar una vuelta por el Empire State que quedarte en casa. Optas por el bullicio en lugar de la tranquilidad. Tu carga de responsabilidad pesa más que las 102 plantas que hay hacia arriba. Durante un tiempo, el Empire State era un coloso que miraba a la ciudad por encima del hombro. Una mole de hormigón, pura ingeniería, que ha resistido el paso del tiempo, los ataques terroristas y hasta a King Kong. Te quedas embobada mirando el humo que desprende el té. Los camareros son esa rara avis para los que templado significa ardiendo. Igual que para los peluqueros que te corten solo las puntas es raparte. Profesiones para las que no hay término medio. Hay una fina línea que separa el amor de la fascinación. Y no llevas el pasaporte en regla para cruzar esa frontera. Tampoco sabes si realmente lo quieres hacer. Mientras tanto, vuelves a activar el radar de los gestos, las miradas y las frases entrecortadas. Otra vez te asomas a los atardeceres, aunque sea otoño. Observas el ocaso, que es como una despedida, con la esperanza del “hasta mañana”. Pero no necesitas fumar, a pesar de que muchos lo hagan mientras observan. Gracias a ello, puedes tener las manos en los bolsillos. Hace frío, y sería un sinsentido sostener un cigarrillo entre los dedos. Observas, pero no fumas. Piensas en que alguien te dijo recientemente que la muerte es hereditaria. Y la vida, no te jode. Pero evitas discutir con él. Ni discutes, ni fumas. Gracias por escucharme. Un abrazo desde Nueva York.
Si es tu primera vez aquí. O si ya has estado, pero como si lo fuera. Te mando esta postal sonora de Nueva York desde Tribeca. Necesitas relajarte, desconectar de todo. Por eso vienes a Aire, un spa que hay en Tribeca. Aquí estás, con tu albornoz negro y el logotipo del local bordado en dorado en una de las mangas, a punto de comenzar (cito textualmente lo que pone en el bono que compraste) “una experiencia que tardarás en olvidar”. Lo confirmas mientras te metes en la piscina salada. Con los ojos cerrados, en posición fetal, como si volvieras a estar cubierto de ese líquido amniótico que nos protege durante nuestra gestación, te dejas llevar. Te sientes Arquímedes, pudiendo demostrar la flotabilidad de los cuerpos gracias a la mayor densidad del agua. Es una sensación en la que parece que no pesas nada. Si en la NASA no conocen este lugar, sería fantástico recomendárselo para que sus astronautas se acostumbraran a la gravedad cero. Alargas piernas y brazos, haciendo una especie de equis, para no sentir ningún tipo de tensión en los músculos. Te relajas y sumerges completamente en tu interior. Por un instante, consigues eliminar todo lo físico que te rodea y centrarte en este viaje espacial y especial, imbuido en tu limbo mental. La música, un chill out muy relajado, contribuye a ese ambiente. Durante un rato aparcas todas tus preocupaciones. Huele a incienso. Hay multitud de varillas repartidas por todo el recinto. Eso hace que el lugar tenga una atmósfera especial. Te quedas observando la llama de una vela, y cómo el fuego va consumiendo la cera muy poco a poco. Instintivamente, tratas de proteger con las manos la vela que tienes delante. Cuanto más te acercas, más te quemas. Gracias por escucharme. Un abrazo desde Nueva York.