Podcast dedicado a la meditación de la Palabra de Dios, con pequeñas lecturas y reflexiones para dar ánimo a la iglesia de Cristo. Autor: Nicolas Velasco
“Y pondrás las dos piedras sobre las hombreras del efod, para piedras memoriales a los hijos de Israel; y Aarón llevará los nombres de ellos delante de Jehová sobre sus dos hombros por memorial” Éxodo 28.12 Con respecto a las vestiduras doradas que caracterizaban al Sumo Sacerdote, hemos hablado ya acerca de dos de ellas: La mitra con la placa dorada frontal que llevaba la inscripción “SANTIDAD A JEHOVÁ”, y el manto azul con sus granadas y campanillas. Y así es como, siguiendo nuestra travesía anatómica de las vestiduras sacerdotales de adentro hacia afuera, hemos llegado finalmente a la vestidura mas externa: El Efod. Esta hermosa prenda, consistía en una especie de chaleco que descendía a modo de delantal, el cual era vestido sobre el manto azul, sujeto con firmeza al cuerpo por medio del cinto que de él se desprendía, y acerca del cual ya hablamos en una anterior oportunidad. “Y harán el efod de oro, azul, púrpura, carmesí y lino torcido, de obra primorosa” (Éxodo 28. 6). Al oír esto, no hace falta que te intente describir lo hermosa que debió haber sido esta prenda que investía de honra y belleza al Sumo Sacerdote, por lo que no me centraré tanto en ella, sino que hoy tan solo me enfocaré en uno de sus detalles, en sus hombreras, pues había mandado Dios acerca de ellas, diciendo: “Y tomarás dos piedras de ónice, y grabarás en ellas los nombres de los hijos de Israel; seis de sus nombres en una piedra, y los otros seis nombres en la otra piedra, conforme al orden de nacimiento de ellos” (Éxodo 28. 9-10). Así pues, Aarón debía llevar sobre sus hombros los nombres de las tribus de Israel, en todo tiempo en que ministrara, pues de este modo él estaría actuando en representación del pueblo entero de Dios, de cada uno, por nombre, llevándolos grabados de manera indeleble en piedra valiosa sobre sí. Pero aún hay algo más, pues en aquel contexto, al igual que muchas veces en el nuestro, los hombros eran símbolo de fuerza y poder. Por tanto, ya podrás imaginar hacia donde nos guía todo esto ¿Verdad? Aarón, el Sumo Sacerdote, con aquellas piedras con los nombres del pueblo de Dios inscritos sobre sus hombros, apuntaban, exactamente a nuestro gran Sumo Sacerdote, a Jesucristo, quien llevó en hombros los nombres de cada uno de sus amados, representándolos en aquella gloriosa obra expiatoria de la cruz, donde toda la eterna ira del Padre fue vertida sobre él, para comprar con ello salvación y Vida Eterna para todos aquellos a quienes representaba, esto es, a aquellos que creyeron, creen y creerán en Su bendito Nombre. Y es que ni aún la muerte pudo retenerlo, por lo cual al tercer día, dejando la tumba vacía ascendió a los cielos en victoria oyéndose una voz que decía jubilosa “Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de Gloria ¿Quién es este Rey de Gloria? Jehová el fuerte y valiente, Jehová el poderoso en batalla” (Salmos 24. 7-8), voz que será seguida por millones de millones de las voces de sus redimidos que eternamente clamarán con alegría, diciendo: “El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza. Y a todo lo creado que está en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y a todas las cosas que en ellos hay, oí decir: Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 5. 12-13). ¿Conoces acaso a este Rey de Gloria? ¿Crees hoy en Su bendito Nombre? Porque si sí es así, considera por favor este maravilloso mensaje al que apuntaban las piedras de ónice sobre los hombros de Aarón, pues de un modo más perfecto, tu nombre ¡Sí, el tuyo! estaba, está y estará escrito perpetuamente sobre los hombros de tu victorioso, fuerte y poderoso Jesucristo.
“Harás el manto del efod todo de azul; y en medio de él por arriba habrá una abertura, la cual tendrá un borde alrededor de obra tejida, como el cuello de un coselete, para que no se rompa. Y en sus orlas harás granadas de azul, púrpura y carmesí alrededor, y entre ellas campanillas de oro alrededor” Éxodo 28. 31-33 En la pasada oportunidad hablamos acerca de la Mitra con la placa dorada frontal; elementos con los cuales iniciamos nuestra descripción anatómica de las prendas doradas que eran para uso exclusivo del Sumo Sacerdote, Aarón. Así pues, hoy hablaremos de una segunda prenda dorada: El Manto azul. Este manto celeste consistía en una especie de toga que se vestía por encima de la túnica, pero que, al no ser tan larga como ésta, dejaba al descubierto alguna parte del extremo más bajo de la túnica. El manto, al igual que la túnica, iba tejido en una sola pieza, sin costuras, contando, al nivel del dobladillo inferior con dos tipos de adornos: Las granadas (azul, púrpura y carmesí) y las campanillas de oro, las cuales, dispuestas de manera intercalada, producían un tintineo constante con cada paso dado por el Sumo Sacerdote mientras ministraba, pues el Señor había mandado diciendo: “Y estará sobre Aarón cuando ministre; y se oirá su sonido cuando él entre en el santuario delante de Jehová y cuando salga, para que no muera” (Éxodo 28. 35). Así pues, si hubieras sido un israelita de aquel tiempo, habrías podido escuchar, aquel tintineo proveniente del tabernáculo producido por esas campanillas doradas de Aarón, rodeadas por las granadas que simbolizaban la abundancia, y habrías tenido entonces la seguridad y tranquilidad, que desde allí, desde la misma presencia de Dios que representaba el tabernáculo, había alguien, intercediendo día tras día por causa de tus pecados delante del Señor. Hoy, por supuesto, no contamos, ni necesitamos, de aquellas campanillas y granadas que representaban la abundancia y la intercesión en los pies de Aarón, pues en Cristo, nuestro gran Sumo Sacerdote, tenemos el cumplimiento perfecto de ambos símbolos, pues con Su gloriosa victoria, no solo nos ha concedido por medio de la fe en Su Nombre, Vida abundante y fruto espiritual constante, sino que además podemos decir con toda confianza: “¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Romanos 8. 34) Ahora, en tu transitar por esta vida, ya no requieres oír el tintineo para saber que hay alguien en la presencia de Dios intercediendo por ti, porque ahora por medio de la cruz puedes estar completamente seguro de que así es contigo, pues en los cielos, a la diestra del Padre, está tu Salvador, mediando por ti, por ti mismo, por nombre. Por lo cual, dice el Apóstol Juan en el contexto de su llamado a la obediencia a todos aquellos que confiesan creer en Cristo: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Juan 2.1). Piensa hermano, hermana, piensa en la alegría y descanso que debe traer a tu corazón el saber que “ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Romanos 8. 1). Por tanto, ya no necesitamos oír ese tintineo imperfecto y simbólico, pues así como Aarón, “los otros sacerdotes llegaron a ser muchos, debido a que por la muerte no podían continuar; mas Cristo, por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable; por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.” (Hebreos 7. 23-25).
“Harás además una lámina de oro fino, y grabarás en ella como grabadura de sello, SANTIDAD A JEHOVÁ. Y la pondrás con un cordón de azul, y estará sobre la mitra; por la parte delantera de la mitra estará” Éxodo 28. 36-37 Hemos hablado ya acerca de los pantalones, la túnica y el cinto de lino fino, acercándonos así, poco a poco, al final de nuestra descripción anatómica de las vestiduras blancas, llegando hoy el turno a la cuarta prenda: La Mitra o Tiara. Estos artículos, consistentes ambos en turbantes de lino fino confeccionados y adornados de acuerdo a lo que Dios había mandado, tenían como propósito, al igual que el resto de vestiduras blancas, el de coronar de "honra y hermosura" a los levitas, denominándose Mitra al turbante usado por el Sumo Sacerdote, y Tiara a aquel usado por los sacerdotes comunes. Estos turbantes, simbolizaban la sumisión de los levitas a Dios, recordándonos con ello a aquel gran Sumo Sacerdote nuestro, quien postrado en el Getsemaní, ya en proximidad a la traición de Judas, oró al Padre, diciendo: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú.” (Mateo 26. 39); palabras con las cuales Cristo, según lo estipulado desde la eternidad pasada, expresó su absoluta y voluntaria sumisión al Padre, aceptando beber la copa de la ira Divina, para que nosotros, creyentes en Su Nombre, pudiéramos beber la eterna copa de bondad, misericordia y gracia del Padre. Pero hay un detalle más con respecto a la Mitra del sumo sacerdote, el cual nos servirá de bisagra para empezar a hablar, de aquí en adelante, acerca de las vestiduras doradas que eran de uso exclusivo por Aarón. Este hermoso detalle consistía en que, de aquella Mitra de lino, se desprendía un cordón azul que sostenía en la frente del Sumo Sacerdote una placa de oro puro, en cuya superficie tenía grabada la frase: “SANTIDAD A JEHOVÁ”. Así pues, Aarón como Sumo Sacerdote imperfecto, debía llevar cerca de su mente, y ante la vista de todos, esta frase grabada en oro, como un recuerdo para él, y para todos los demás de que sin santidad “nadie verá al Señor” (Hebreos 12. 14), cosa que por cierto, ninguno de nosotros es capaz de cumplir, pues todos nos mezclamos con el pecado diariamente, una y otra vez, bien sea obrando mal, o negándonos a hacer el bien que pudimos haber hecho, o simplemente pecando en nuestra mente y corazón, cosas por las cuales, de no ser por la fe en la obra de Cristo a nuestro favor, ninguno estaría habilitado para encontrarse con Dios en Su Santo Reino. Por tanto, mientras esta Mitra o Tiara debe recordarnos la completa sumisión que debemos a nuestro Dios bajo la consciencia de que Él está sobre nosotros siempre; la placa dorada grabada en nuestra mente debe recordarnos la santidad y pureza que Cristo ganó por nosotros, pues únicamente por medio de Su cruz es que podemos ser hechos santos en santificación, concediéndonos esta plena confianza de saber que día tras día él nos estará limpiando, y que una vez despertemos a la eternidad, Dios mismo nos verá a través de esa placa dorada y perfeccionada, que es Cristo, y allí, leyendo en nosotros: “SANTIDAD A JEHOVÁ” con gloriosa y conmovedora voz dirá: “Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor” (Mateo 25. 23) ¿Puedes acaso imaginar aquella maravilla? ¿Recibir la alabanza de tu propio Creador mientras te abre las puertas a lo Sublime y Eterno de Su preciosa Gloria? Nos resulta aun imposible imaginarlo ¡Cuán preciosa es nuestra Gloria en Cristo, infinitamente mas valiosa que el oro! Bienaventurados son “los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios” (Mateo 5. 8).
“Y bordarás una túnica de lino, y harás una mitra de lino; harás también un cinto de obra de recamador” Éxodo 28. 39 Hemos hablado anteriormente acerca de dos de los cuatro elementos que constituían las vestiduras blancas de los levitas: Los pantalones y la túnica blanca de lino fino. Así que hoy hablaremos de un tercer elemento: El cinto de lino torcido. Este cinto, que en el caso de los levitas comunes debía ir directamente envuelto por encima de la túnica blanca a manera de cinturón, en el caso de Aarón debía ir por encima del efod (hermoso delantal externo acerca del cual hablaré mas adelante), ya que el Sumo Sacerdote además de las vestiduras blancas, debía portar también sobre ellas a las denominadas “prendas doradas”. “Y el cinto del efod que estaba sobre él era de lo mismo, de igual labor; de oro, azul, púrpura, carmesí y lino torcido, como Jehová lo había mandado a Moisés.” (Éxodo 39. 5). Así pues, se trataba de un cinturón hermoso, completamente lleno de detalles artísticos que cooperaban con aquel propósito Divino de adornar a los levitas de “honra y hermosura”. Pero hay aun algunos detalles adicionales que podríamos discutir acerca del simbolismo propio de los cinturones ceñidos en aquella época, pues, por lo común, quienes vestían cintos eran aquellos que servían, siendo imposible que aquello no nos evoque a nuestro Cristo como siervo, quien tan solo, a modo de ejemplo sabiendo _“que el Padre le había dado todas las cosas en las manos, y que había salido de Dios, y a Dios iba, se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido” (Juan 13. 3-5), lo cual resultó algo escandaloso a los ojos de los discípulos, quienes no podían comprender como el Mesías, Dios hecho hombre, se encontraría postrado realizando un trabajo que solo le correspondía en aquel momento realizar a los esclavos de mas bajo nivel. Mas allí estaba el Señor y Maestro, adoptando aquella posición de Siervo sufriente, dispuesto a entregar Su vida en rescate por sus amados, dejándonos ejemplo de Su obra, diciendo: “Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros” (Juan 13. 14-15), permitiéndonos entender así nuestro vital llamado al servicio cristiano y sacrificial, no específicamente en el lavado de los pies, sino en cada esfera de nuestra existencia, así en el físico, como en el espiritual. “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.” (Filipenses 2. 5-8). Por tanto ¡Oh cristiano! Asegura a tu cuerpo aquella vestidura santa por medio de este cinto, no con aquel cinto físico e imperfecto del antiguo testamento, sino con este renovado cinturón espiritual, viviendo nuestras vidas “ceñidos con el cinturón de la verdad” (Efesios 6. 14), para que de este modo podamos combatir y servir a Dios sin estorbo, en esta solemne guerra espiritual sobre la tierra cuyo propósito consiste en derrotar al enemigo ya vencido por Cristo, con el fin de liberar a tantas almas cautivas para con ello conducirlas a aquella Ciudad de Dios, hermosa, celestial, victoriosa y eterna.
“Cuando los soldados hubieron crucificado a Jesús, tomaron sus vestidos, e hicieron cuatro partes, una para cada soldado. Tomaron también su túnica, la cual era sin costura, de un solo tejido de arriba abajo.” Juan 19. 23 Como vimos en la anterior oportunidad, Dios había mandado por intermedio de Moisés, que expertos confeccionistas elaboraran para los levitas, una serie de prendas consagradas, dentro de las cuales hablamos de un grupo básico, denominadas “vestiduras blancas”, de las que hacían parte: La túnica, los pantalones, el turbante y el cinto; elementos que debían ser usados por todos los levitas. Y así fue como en la pasada entrega nos detuvimos a analizar el simbolismo de los pantalones, o calzoncillos de lino torcido, que representaban la pureza y el decoro que los levitas debían guardar en su aproximación al Señor. Pero hoy, siguiendo entonces nuestra travesía anatómica en orden de adentro hacia afuera, hablaremos de otra de aquellas prendas: La túnica de lino fino. Estas túnicas, con frecuencia tejidas en una sola pieza, sin costuras desde el cuello hasta los pies, eran una verdadera obra artística, fabricadas por personas especialmente dotadas por Dios para adornar con ellas de “honra y hermosura” los cuerpos de los levitas; mismos atributos que vistieron a nuestro Señor, de quien nos cuentan las Escrituras que: “Cuando los soldados hubieron crucificado a Jesús (…) Tomaron también su túnica, la cual era sin costura, de un solo tejido de arriba abajo. Entonces dijeron entre sí: No la partamos, sino echemos suertes sobre ella, a ver de quién será” (Juan 19. 23-24); cruel sorteo que nos permite evidenciar al menos dos cosas. La primera, es que Dios, en relación al cumplimiento de su propia Palabra, tiene el más fino cuidado de guardar cada detalle, pues ya en el Salmo 22, casi 1000 años antes de la cruz, David había profetizado, diciendo: “Repartieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes” (Salmos 22. 18). Bien habrían los soldados haber podido rasgar y desechar aquella ropa, que para aquel momento ya estaría deteriorada por causa del transporte a hombros de la cruz, y manchada por la sangre proveniente de los latigazos en el cuerpo de Cristo; pero aquí vemos como Dios es capaz de usar, incluso a sus enemigos, en el cumplimiento cabal de Sus promesas. Pero lo segundo que podemos observar, es que, aquellos mismos atuendos que para los levitas fueron símbolo de “honra y hermosura”, al Hijo de Dios le fueron despojados mientras colgaba en la cruenta cruz, alcanzando a los ojos de los hombres más valor su túnica deteriorada y manchada, que Su propia Divina persona. De esta manera, podemos ver en esta túnica de lino fino la honra y hermosura de las cuales el Señor mismo aceptó desde la eternidad pasada ser desprovisto, para cumplir en sí mismo la profecía de aquel Cordero que vendría a salvar a muchos de la condenación eterna, lavando los ropajes de Su pueblo amado por medio de Su sangre, para vestirlos así de Su incorruptible honra y hermosura, dándoles con ello entrada a hacer parte de esa gran multitud celestial “la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas” (Apocalipsis 7. 9) sirviéndole de día y de noche, totalmente ajenos de toda hambre y sed “porque el Cordero que está en medio del trono los pastoreará, y los guiará a fuentes de agua de vida; y Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos” (Apocalipsis 7. 17).
”Y para los hijos de Aarón harás túnicas; también les harás cintos, y les harás tiaras para honra y hermosura” Éxodo 28. 40 Habiendo terminado de acompañar a nuestro levita a lo largo de su paso por el Tabernáculo, empezaremos hoy una nueva travesía, esta vez viajando a lo largo de un nuevo conjunto de detalles, que, aunque en aquel momento contaban ya con un precioso significado, hoy resultan para nosotros aun mas vivos que nunca, en vista de que tenemos en nuestras manos la Revelación completa de Dios para poder entenderlos. Así pues, daremos hoy comienzo al maravilloso estudio de la Anatomía de las vestiduras sacerdotales. Dios había mandado por boca de Moisés, ordenar a expertos confeccionistas, diciendo: “Las vestiduras que harán son estas: El pectoral, el efod, el manto, la túnica bordada, la mitra y el cinturón. Hagan, pues, las vestiduras sagradas para Aarón tu hermano, y para sus hijos, para que sean mis sacerdotes” (Éxodo 28. 4). En este punto, es importante aclarar que aun cuando todos los levitas debían hacer uso de las vestiduras blancas (de las cuales hacían parte la túnica, los pantalones, el turbante y el cinto), el uso adicional de todos los demás elementos, a los que en conjunto se les denominó “prendas doradas”, eran de uso exclusivo del Sumo Sacerdote, quien debía portarlas todos los días de su ministerio anual, con excepción del día de la Expiación, pues en aquel día consagrado, Aarón solo debía portar las vestiduras blancas. Para efectos de orden, intentaremos pues, conducir nuestra travesía anatómica desde la prenda mas interna hasta la mas externa, debiendo comenzar entonces por los pantalones o calzoncillos de lino, sobre los cuales había mandado Dios, diciendo: “Y les harás calzoncillos de lino para cubrir su desnudez; serán desde los lomos hasta los muslos. Estarán sobre Aarón y sobre sus hijos cuando entren en el tabernáculo de reunión, o cuando se acerquen al altar para servir en el santuario, para que no lleven pecado y mueran. Es estatuto perpetuo para él, y para su descendencia después de él” (Éxodo 28. 42-43). Estos pantalones, como vemos, consecuencia de la caída de Adán en pecado (Génesis 3. 7), simbolizaban ahora la pureza y la modestia delante de Dios, así como también la gracia y la misericordia Divina, lo cual debe conducirnos a reflexionar en al menos dos cosas. Lo primero, es que, aun cuando nuestra razón nos diga lo contrario, al Señor si le importa el valor moral de la ropa que vestimos delante de él y delante del mundo, evocando un claro mensaje tanto para las mujeres, diciendo: “que las mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia; no con peinado ostentoso, ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos, sino con buenas obras, como corresponde a mujeres que profesan piedad” (1 Timoteo 2. 9-10); como también para los varones, diciendo: “No vestirá la mujer traje de hombre, ni el hombre vestirá ropa de mujer; porque abominación es a Jehová tu Dios cualquiera que esto hace” (Deuteronomio 22. 5), pues, aunque el mundo quiera imponer y legalizar lo opuesto, lo cierto es que Dios no ha cambiado, ni cambiará, Su Ley con respecto a al modo en que hombres y mujeres debemos vestir delante de Él. Pero en segundo lugar, y aun más importante, debemos recordar, que aun cuando Dios diseñó estos vestidos en misericordia para Aarón y los levitas; Cristo, el gran Sumo Sacerdote fue despojado de sus ropas, según la cruel costumbre romana, siendo burlado y torturado hasta lo sumo, a lo cual él se entregó voluntariamente como reo de muerte, porque teniendo sus ojos puestos en la victoria, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la cruz para salvar con ello eternamente a todas aquellas almas perdidas que confían enteramente en Su Nombre.
“Y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón” Lucas 2. 7 En nuestra reflexión anterior, finalizamos lo que sería nuestra travesía de Aarón y los levitas a través del tabernáculo de reunión, pasando, de afuera hacia adentro, en primer instancia por el atrio o patio externo, donde encontraríamos en su orden el altar de los sacrificios que simbolizaba el justo juicio, seguido por el lavatorio que simbolizaba la pureza, siendo necesario luego cruzar el primer velo para abrirnos paso hacia el lugar santo, donde hallaríamos tres muebles: La mesa de los panes de la proposición que simbolizaban la continua provisión y cuidado físico de Dios; el candelero dorado que representaba la luz de la revelación de Dios; y un tercer mueble, el altar de incienso, localizado ya en lo profundo del lugar santo, muy cerca del segundo velo, y que simbolizaba las oraciones de los santos. Y así fue como terminamos bajo los ojos de Aarón, Sumo Sacerdote, cruzando el segundo velo para acceder al lugar santísimo en el día anual de la Expiación, en donde encontraríamos el arca del pacto en cuyo interior se alojaban tres elementos: Las tablas de la Ley, que nos recuerdan la Ley que día a día quebrantamos y cuyo propósito no es el de salvarnos sino el de guiarnos a buscar con urgencia a un Salvador; un segundo elemento consistente en la vara de Aarón que reverdeció, y que simbolizaba la realidad de que Dios eligió soberana y exclusivamente a Cristo como ese gran y único Sumo Sacerdote que puede ser nuestro Vicario y Salvador; y un tercer elemento en la forma de un recipiente dorado conteniendo una muestra del maná, el cual simboliza el cuidado espiritual constante de Dios hacia Su pueblo. Todo esto componía, de manera muy resumida, el tabernáculo de reunión, entendiendo por la palabra tabernáculo, a la morada misma de Dios entre los hombres. Este tabernáculo, según vimos lleno de significado y simbolismo, buscaba hacer entender al pueblo, por medio de sus sentidos, que Dios estaba presente en medio de ellos, habitando, y acompañándolos fiel y amorosamente a lo largo de toda Su travesía hacia la Tierra Prometida, proveyéndoles de todo lo necesario para que esa promesa Divina se hiciera realidad de principio a fin. Pero al igual que cada uno de sus componentes, el tabernáculo o morada de Dios eran tan solo sombra del verdadero tabernáculo que vendría en el momento señalado, pues así lo había anunciado el profeta Isaías diciendo: “Por tanto, el Señor mismo os dará señal: He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel.” (Isaías 7. 14), nombre “que traducido es: Dios con nosotros” (Mateo 1. 23). Jesucristo es entonces aquel Emanuel prometido, Dios hecho hombre, el cual tabernaculizó o “habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Juan 1. 14). Por tanto, ya no necesitamos de un tabernáculo material y simbólico, pues en Cristo ya tenemos al tabernáculo verdadero, cumplido y materializado, morando eternamente con nosotros por medio de su Santo Espíritu cuyo templo es nuestro cuerpo y corazón regenerado, pues para nuestro eterno bien aconteció que en aquel glorioso día de Navidad nos nació “en la ciudad de David, un Salvador, que es CRISTO el Señor”: (Lucas 2. 11), quien por su Sangre compró para nosotros todo lo necesario para que esa promesa Divina de una Tierra Prometida, se hiciera realidad de principio a fin.
“Cuando hubiere acabado de expiar el santuario y el tabernáculo de reunión y el altar, hará traer el macho cabrío vivo” Levítico 16. 20 Hemos visto la manera como Aarón, Sumo Sacerdote de Israel, debía proceder con el becerro y con uno de los dos machos cabríos que debía presentar ante Dios, sacrificándolos en expiación por los pecados de Aarón y del pueblo, respectivamente, y rociando de la sangre de aquellos sobre el propiciatorio, que era la tapa dorada del arca que se encontraba entre las tablas de la ley y la nube de la presencia de Dios, y que apuntaba a ese sacrificio perfecto de Cristo, quien intercedió por los pecados de Su amada iglesia, ofreciendo Su propia vida como expiación, término que, debemos recordar, hace referencia a eliminar la culpa de alguien a través del sacrificio de un tercero. Pero hoy, hablaremos del otro cabrío, aquel que no había sido elegido para el sacrificio expiatorio, con respecto al cual, Aarón debía proceder así: “pondrá Aarón sus dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo, y confesará sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, todas sus rebeliones y todos sus pecados, poniéndolos así sobre la cabeza del macho cabrío” (Levítico 16. 21-22), acción por medio de la cual, Aarón estaba cargando sobre la inocente víctima todos la perversidad del pueblo, haciendo sobre él toda una transferencia de aquel mal que hasta aquel momento reposaba sobre Israel. Mas era responsabilidad de Aarón hacer aún algo más, pues luego de esta transferencia de pecados, debía enviar al cabrío “al desierto por mano de un hombre destinado para esto. Y aquel macho cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos a tierra inhabitada; y dejará ir el macho cabrío por el desierto.” (Levítico 16. 20) ¿Puedes imaginar aquella imagen? Allí iba, el cabrío inocente, cargando sobre sí el pecado de todo el pueblo, caminando por el desierto en absoluta soledad y condenado para siempre al olvido. Pero, por mas que esta imagen resultara impactante, lo cierto es que tan solo era un símbolo que apuntaba al verdadero olvido de los pecados del pueblo, que solo se ejecutaría, 1400 años después, en la persona de Cristo, el anunciado vicario del pueblo de Dios, quien no solo fue sacrificado por causa de los pecados de su pueblo, sino que además, con su perfecta obra, condenó para siempre al olvido a los pecados de Su iglesia. Por tanto, no existe para Dios aquel proverbio mundano que dice “yo perdono pero no olvido”, sino que, si estás en Cristo, tus pecados no solo son perdonados, sino que además son completamente olvidados, eternamente. Por tanto, no importa el pecado que hayas cometido en tu pasado, o lo grave que éste pueda parecer a los ojos de los hombres, pues si vienes a Cristo hoy en verdadero arrepentimiento y fe “Él volverá a tener misericordia de nosotros; sepultará nuestras iniquidades, y echará en lo profundo del mar todos nuestros pecados” (Miqueas 7. 19), pues Dios dice: “Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados.” (Isaías 43. 25). ¡Qué gran refrigerio debe proveer a nuestras almas que el Señor haya hecho esto por nosotros, y que ahora nuestros pecados yazcan inhallables en las profundidades del mar, a donde ni siquiera tú tienes permiso de ir a buscarlos! Si estás en Cristo, así están tus pecados, olvidados, tal y como era olvidado aquel cabrío portador de los males de Israel, quien se perdía entre la densa bruma de las tormentas de arena del desierto, para no tener memoria nunca más de él.
“Y Jehová dijo a Moisés: Di a Aarón tu hermano, que no en todo tiempo entre en el santuario detrás del velo, delante del propiciatorio que está sobre el arca, para que no muera; porque yo apareceré en la nube sobre el propiciatorio.” Levítico 16. 2 Como habíamos visto antes, el arca de la ley consistía en un cofre de acacia recubierto de oro por dentro y por fuera, el cual poseía una tapa de oro macizo, llamada Propiciatorio, de la cual se desprendían dos arcángeles labrados a martillo, dispuestos uno frente al otro con sus rostros inclinados hacia abajo, hacia el Propiciatorio (o “silla de la misericordia”). Pero, por otro lado, hemos hablado ya sobre dos de los tres elementos que contenía este arca del pacto, llegando hoy el turno al tercero de ellos: Las tablas de la ley. Estas tablas, debemos recordar, consistían en dos lozas de piedra sobre las cuales, Dios había escrito el decálogo de mandamientos que regirían la vida y conducta de aquel pueblo recién liberado; tablas acerca de las cuales ordenó Dios que fuesen almacenadas en el corazón del arca como testimonio perpetuo a todo Israel. Mas, como vimos también, el lugar santísimo que alojaba el arca, era un recinto al cual Aarón solo podía acceder una vez por cada año, más exactamente en el día de la expiación, en donde Dios se aparecería ante él, a modo de nube entre los dos arcángeles dorados, justo por encima del Propiciatorio (Levítico 16. 2). Aquel día, Aarón debía presentarse delante de Dios con un becerro y dos machos cabríos (aunque hoy solo hablaremos de uno de estos cabríos), los cuales debía sacrificar Aarón para expiación, así: El becerro por los pecados propios de Aarón, y el macho cabrío por los pecados del pueblo entero; con cuya sangre, debía Aarón rociar el Propiciatorio dorado, con lo cual, sumado a otras labores, Aarón y el pueblo entero de Israel eran hechos limpios de pecado ante los ojos de Dios. Pero todo esto, como podemos imaginar, no era una ceremonia que salvara en sí misma, sino que toda ella apuntaba a un día en específico, al verdadero día de la Gran Expiación ¿De qué manera? Bueno en primer lugar todo ello apuntaba a enseñarnos a través de aquella nube, que Dios está sobre nosotros, como testigo incluso de lo que hacemos en secreto, quedando al descubierto ante sus ojos nuestra desobediencia continua a las tablas de la Ley, a esos diez mandamientos que día tras día quebrantamos, haciéndonos culpables y dignos de eterna condenación. Pero, aun cuando esta escena nos habla del juicio de Dios, ella también nos muestra la maravillosa gracia de Dios, pues Él, en su infinita misericordia quiso interponer entre su santa ira y nuestra rebeldía, un propiciatorio o silla de la misericordia, sobre la cual debía rociarse sangre inocente, para perdón de nuestros pecados, y esa sangre es, por supuesto, la sangre de Cristo. Cristo, como gran Sumo Sacerdote (que a diferencia de Aarón no tuvo que ofrecer ningún sacrificio por sus pecados, pues él nunca pecó), entregó su propia vida inocente en rescate por los pecados del pueblo, esto es, de toda persona que ha creído en él como su único Señor y Salvador, rociando Su propia sangre en la cruz, para satisfacer de este modo la santa ira de Dios por causa de nuestra rebeldía. ¡Cuán dolorosa habría sido nuestra eternidad en juicio, si Dios no hubiera decidido hacer algo por nosotros! “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5. 8). Pero aun hay mas, pues volviendo a Aarón, Dios hizo algo adicional con respecto a nuestros pecados, lo cual veremos representado en una próxima oportunidad, cuando hablemos del destino del otro macho cabrío.
“Tras el segundo velo estaba la parte del tabernáculo llamada el Lugar Santísimo, el cual tenía un incensario de oro y el arca del pacto cubierta de oro por todas partes, en la que estaba una urna de oro que contenía el maná, la vara de Aarón que reverdeció, y las tablas del pacto” Hebreos 9. 3-4 Ayer vimos como el Arca del pacto, aquel cofre dorado alojado en el lugar santísimo, contenía, entre otras cosas, una muestra del maná que apuntaba a ese verdadero Pan del cielo, que es Cristo. Pero hoy, nos concentraremos en otro de los elementos allí contenidos: La vara de Aarón. Nos cuenta la Escritura que un día, mientras Israel transitaba por el desierto, doscientos cincuenta varones se rebelaron contra el liderazgo de Moisés y de Aarón, diciendo: “Basta ya de vosotros! Porque toda la congregación, todos ellos son santos, y en medio de ellos está Jehová; ¿por qué, pues, os levantáis vosotros sobre la congregación de Jehová?” (Números 16. 3), a causa de lo cual vino un gran juicio de Dios sobre el pueblo, pereciendo la tribu de Coré devorada por la tierra, junto a otras casi 15.000 personas; mortandad que cesó una vez Aarón ofreció expiación delante de Dios por el grave pecado del pueblo. Pero nos sigue contando el libro de Números que luego de este dramático hecho, dijo el Señor a Moisés: “Habla a los hijos de Israel, y toma de ellos una vara por cada casa de los padres, de todos los príncipes de ellos, doce varas conforme a las casas de sus padres; y escribirás el nombre de cada uno sobre su vara. Y escribirás el nombre de Aarón sobre la vara de Leví; porque cada jefe de familia de sus padres tendrá una vara. Y las pondrás en el tabernáculo de reunión delante del testimonio, donde yo me manifestaré a vosotros. Y florecerá la vara del varón que yo escoja, y haré cesar de delante de mí las quejas de los hijos de Israel con que murmuran contra vosotros” (Números 17. 2-5), y Moisés lo hizo así, aconteciendo que, al día siguiente, tan solo la vara de Aarón había reverdecido, produciendo flores, renuevos y almendras. Con esta vara reverdecida, Dios había resaltado, ante los ojos del pueblo, Su soberana elección, enseñándoles que Su nombramiento a Aarón como único Sumo Sacerdote, era innegociable, y que dicho llamamiento seguía en firme, pues no era potestad del hombre elegirlo por democracia, sino potestad exclusiva del Dios que reina. ¡Cuán grande lección nos deja esta rebelión de la tribu de Coré! Para que nosotros hoy, no hagamos lo mismo para nuestro propio mal, queriendo poner a otro en el lugar prominente que Dios solo ha concedido a Uno por elección soberana, pues dice la Biblia: “Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión (…) Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4. 14-16). Retengamos pues nuestra profesión de fe, puesto que solo Cristo, es esa perfecta vara que, al tercer día de haber sido sepultada, reverdeció en gloria, dando eterna flor, renuevo y almendras en todo aquel, que a él entrega en vida, su alma y corazón.
“Y dijo Moisés a Aarón: Toma una vasija y pon en ella un gomer de maná, y ponlo delante de Jehová, para que sea guardado para vuestros descendientes” Éxodo 16. 33 Pero en ese trayecto de nuestro levita de afuera hacia adentro del tabernáculo, hemos llegado hasta el velo que separaba el lugar santo del lugar santísimo, el cual, como hemos visto, solo podía ser traspasado por el Sumo Sacerdote, una vez por cada año. Así que, debemos despedirnos por un momento de nuestro levita guía para proseguir nuestra travesía, bajo los ojos de Aarón, rumbo al corazón mismo del tabernáculo. Así pues, corriendo el velo de casi ocho centímetros de espesor, y entrando en el lugar santísimo, encontraríamos el arca del pacto, el cual, consistía en un cofre de madera de acacia forrada en oro, con una tapa de oro macizo llamada Propiciatorio de la cual emergían dos querubines dorados (uno a cada lado), y en cuyo interior reposaban tres elementos: Las tablas de la Ley, la vara de Aarón y una porción del maná. Con respecto al maná, debemos recordar que se trataba de un alimento blanco similar a hojuelas con sabor a miel, el cual Dios hizo descender del cielo con el fin de sostener a Su pueblo en su transitar por el desierto, a lo largo de los 40 años que duró aquel peregrinar rumbo a la tierra prometida. Mas Dios, queriendo recordar al pueblo acerca de esta muestra de Su fidelidad, poder y gracia, ordenó a Moisés con respecto al maná, diciendo: “Llenad un gomer de él, y guardadlo para vuestros descendientes, a fin de que vean el pan que yo os di a comer en el desierto, cuando yo os saqué de la tierra de Egipto” (Éxodo 16. 32), por lo que Moisés tomó de aquel maná, tal y como le había sido ordenado, y lo depositó en el arca del testimonio para bendición de las futuras generaciones. Hoy nosotros, como descendientes espirituales de aquel pacto a Moisés, no contamos precisamente con aquel maná del arca, del mismo modo en que tampoco contamos con el arca, ni con muchas cosas materiales que el Señor decidió no preservar a lo largo de la historia, quizá para salvaguardarnos de no convertir esos elementos en nuestro objeto de idolatría. Pero, para bendición eterna de nuestras almas, sí contamos hoy con el verdadero maná al cual apuntaba ese imperfecto del antiguo testamento, pues dice el Señor Jesús, señalándose a sí mismo: “Este es el pan que descendió del cielo; no como vuestros padres comieron el maná, y murieron; el que come de este pan, vivirá eternamente” (Juan 6. 58). Y así es como ahora entendemos por Su palabra, que además de habernos liberado de ese Egipto nuestro que era nuestra vieja y pecaminosa manera de vivir, Dios nos ha asegurado, desde el cielo, de un alimento que para siempre saciará el hambre y la sed de nuestra alma, a lo largo de todo nuestro transitar por este desierto, que es nuestra vida terrenal. Por lo cual, no hay razón para temer que en cualquier momento pudiéramos quedar tendidos en la arena a medio camino sin haber recibido lo prometido. No. Eso no sucederá, pues este verdadero Pan del cielo ha dicho que, en Su gracia, nos sostendrá hasta el final en nuestro peregrinar rumbo a la verdadera Tierra Prometida, que es aquella herencia celestial preparada para todos aquellos que, por medio de la fe, han comido del perfecto maná, de Cristo, y han vivido para siempre.
“Harás asimismo un altar para quemar incienso; de madera de acacia lo harás” Éxodo 30. 1 Ya hemos acompañado al levita en su travesía de afuera hacia adentro del tabernáculo, donde primero cruzamos el atrio (encontrando en su orden el altar y el lavatorio), para entrar luego en el lugar santo, donde hallaríamos tres muebles: La mesa de los panes, el candelabro dorado y un tercero del que nos ocuparemos a continuación, el altar de incienso. Este altar, consistente en un mueble de madera cubierto de oro puro que se localizaba al fondo, justo delante del velo que separaba el lugar santo del lugar santísimo, sería el lugar donde Aarón y su descendencia debería quemar incienso aromático cada mañana y cada noche, de generación en generación. La mezcla, utilizada para este incienso, debía cumplir ciertas particularidades, dentro de las cuales se encontraban una estricta composición, pero aun más llamativo que aquello, era su exclusividad, la cual podemos observar en la siguiente instrucción del Señor, quien mandó, diciendo: “Os será cosa santísima. Como este incienso que harás, no os haréis otro según su composición (...) Cualquiera que hiciere otro como éste para olerlo, será cortado de entre su pueblo” (Éxodo 30. 36-38). Por otro lado, para efectos de su combustión, este incensario debía ser encendido por medio de las brasas ardientes tomadas del altar de los sacrificios (Levítico 16.12), cuyo contacto con el perfume aromático molido le permitían desprender un humo exquisito que entraba en contacto directo con el velo, el cual actuaba como un límite absoluto para nuestro levita, pues aquel velo solamente podía ser traspasado por el Sumo sacerdote, y solamente, una vez por cada año. Éste era, a modo muy resumido, el altar de incienso, acerca de cuyo simbolismo es mucho lo que podríamos decir, pues a lo largo de las escrituras, el incienso representa, nada más y nada menos que a las oraciones de los santos (Apocalipsis 5. 8). Así pues, tenemos delante del grueso velo divisor, a las oraciones del pueblo de Dios, las cuales Dios celaba diciendo que aquella mezcla de incienso aromático no podría ser utilizado para nadie más, pues debía ser considerada cosa santísima, de donde podemos comprender que nuestros ruegos y plegarias deben ser exclusivos para Él, pues no aceptará el Señor que sean dirigidos a nadie más. Por otro lado, también podemos ver en la actividad continua de este altar perfumado, la importancia de la oración sin cesar del pueblo de Dios, llamado a encender en sus almas aquel incienso santo, mañana y noche, día tras día, de generación en generación. Pero aun mas glorioso que todo lo anterior, es la oportunidad que tenemos de ver a Cristo a través de este altar aromático, pues, del mismo modo en que aquel incienso solo podía ser encendido gracias a las brasas ardientes del altar del sacrificio, nuestras oraciones ascienden al Padre como olor fragante, no por causa de nuestra elocuencia, sino únicamente gracias a la obra expiatoria de nuestro bendito Salvador en la cruz, quien no solo enciende esas oraciones por nosotros, sino que además les ha abierto libre acceso al Padre, de una vez y para siempre, pues en el mismo momento en el que el Cordero fue inmolado “el velo del templo se rasgó por la mitad” (Lucas 23. 45), concediéndonos, inmutable y plena entrada a ese maravilloso lugar Santísimo, al sublime corazón del tabernáculo, no una vez al año como Aarón, sino cada día, cada hora, cada minuto y cada segundo de nuestra existencia. ¡Oremos hermanos! ¡Oremos este santo incienso sin cesar! Pues gracias a Cristo, podemos hoy tener la suma certeza y privilegio de que Dios Padre, en su gracia, siempre nos oye y que eternamente, nos oirá.
“Hizo asímismo el candelero de oro puro, labrado a martillo; su pie, su caña, sus copas, sus manzanas y sus flores eran de lo mismo. De sus lados salían seis brazos; tres brazos de un lado del candelero, y otros tres brazos del otro lado del candelero” Éxodo 37. 17-18 Pero demos aun un paso más en la travesía del levita por el lugar Santo, donde además de la mesa con los panes de la proposición, nos encontraremos con un segundo mueble, el candelero dorado. Este hermoso candelero, brillante y muy adornado, encendido constantemente por medio del suministro de aceite puro, estaba compuesto, en su estructura básica, por un tronco encendido principal, del que a su vez se desprendían 6 ramas encendidas, 3 a cada lado del tronco. Pero ¿Por qué habría de existir esta estructura luminosa en el lugar Santo? Bueno, la luz, no solo en este contexto, sino en cualquier parte de la Escritura hace referencia a la Revelación de Dios, por lo que aquí tenemos este precioso símbolo dentro del tabernáculo señalando a aquella máxima expresión de la Revelación Divina acerca de la cual, habló el Apóstol Juan, diciendo: “Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo”. Dios hecho hombre había venido en cumplimiento de la palabra antigua de los profetas, a morar en este mundo de tinieblas, y “en él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres” (Juan 1. 1-9). Cristo era el cumplimiento pleno de aquel candelero espléndido del tabernáculo que nunca cesaba de brillar. Pero aún hay algo adicional, e igualmente hermoso, acerca del simbolismo de este precioso candelero dorado, pues sus ramas laterales, representaban esa dependencia de sus redimidos al tronco central del candelero, las cuales se extendían a partir de allí, sin tocar el suelo, para llevar aquella Luz a todos lados. Este hecho, debe recordarnos inmediatamente aquella imagen enseñada por el Señor cuando dijo a sus discípulos: “Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15. 4-5) En ese candelero de oro, las seis ramas laterales son la representación gráfica de su iglesia, de cada uno de sus miembros, de ti y de mí, llamándonos no solo a permanecer aferrados a nuestra Luz maravillosa que es Cristo en medio de este mundo de oscuridad, sino también, moviéndonos a pensar en cuán necesario es que, decididamente, llevemos el Evangelio de esperanza a todo lado donde vayamos, alumbrando el mundo, pero sin tocarlo, como aquellas ramas del candelero que solo pendían firmes del tronco central, pero sin entrar nunca en comunión íntima con el suelo. ¡Qué mayor privilegio éste! que Cristo nos haya llamado a brillar con su Luz admirable, diciéndonos: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.” (Mateo 5. 16). Permite, Oh Dios, que brille Cristo en el corazón de tu pueblo con una intensidad tal, que no le quede mas remedio que alumbrar, y siempre alumbrar en este mundo de oscuridad, hasta que se encuentre contigo en tus nubes de gloria, en aquella maravillosa Luz de eternidad, que hará que del sol y de la luna ya no exista mas necesidad. Amén.
“Pondrás también sobre cada hilera incienso puro, y será para el pan como perfume, ofrenda encendida a Jehová” Levítico 24. 7 Ya hablamos acerca del altar (que significaba el justo Juicio), y del lavatorio (que simbolizaba la pureza). Pero ahora, siguiendo nuestra travesía del levita, desde afuera hacia adentro del tabernáculo, pasaremos del patio externo o atrio, al lugar santo, donde nos encontraremos con tres muebles, uno de los cuales se denominaba la mesa de los panes de la proposición. Dios había mandado al pueblo por medio de Moisés diciendo: “Tomarás flor de harina, y cocerás de ella doce tortas; cada torta será de dos décimas de efa” (Levítico 24. 5), panes que debían ser puestos “continuamente en orden delante de Jehová, en nombre de los hijos de Israel, como pacto perpetuo” (Levítico 24. 8). Pero además, estos doce panes, que simbolizaban a las doce tribus de Israel, al pueblo entero de Dios, debían ser renovados cada día de reposo y consumidos por Aarón y sus hijos, los levitas, a quienes Dios mandó comerlos en “lugar santo; porque es cosa muy santa para él” (Levítico 24. 9). Esos panes, también llamados en el original panes de los rostros o panes de la presencia, nos permiten entender que con ellos se representaba esa comunión perpetua de Dios con Su pueblo, proveyéndoles tiernamente de todo lo necesario en Su presencia a lo largo de todo aquel transitar por el desierto hacia la tierra prometida. Por lo tanto, estos panes del lugar santo harían un llamado al pueblo a vivir en constante contentamiento, fe, alabanza y gratitud hacia Dios por sus misericordias y cuidados. Y como hemos venido observando, es de suponer, por supuesto, que los panes de la proposición eran tan solo la sombra de algo más excelente que vendría, de Cristo, de Aquel pan del cielo que siendo la presencia misma de Dios entre nosotros, vendría, no solo a proveer lo necesario para nuestras almas (como lo veremos más adelante cuando hablemos acerca del maná que se alojaba en el lugar santísimo), sino a cuidar también de nuestros cuerpos, de día y de noche, proveyéndonos del pan y del abrigo necesario en nuestro transitar por esta vida en camino hacia la Tierra Prometida celestial y eterna. Por tanto, Cristo, trayendo a colación estos panes de la proposición, no solo nos dejó el mandato de orar “el pan nuestro de cada día, dánoslo hoy” (Mateo 6. 11), sino que también nos mandó, diciendo: “No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir” (Mateo 6. 25), invitándonos a ver como Él cuida y sostiene a la hermosa naturaleza, día tras día, sin necesidad de nosotros, desviando el Señor nuestra mirada del afán y la ansiedad, para ayudarnos a fijarla en donde sí debemos, diciendo: “mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mateo 6. 33). En un tiempo tan difícil como éste que vivimos, esta mesa con los doce panes de la proposición en el lugar santo del tabernáculo, nos debe recordar a Cristo, a aquel proveedor de todo cuanto tenemos y necesitamos para esta vida presente y eterna como pueblo Suyo, para que así podamos alejar de nosotros todo temor, dando lugar en nuestros corazones a una actitud constante de contentamiento y gratitud, porque el Señor es fiel, y él ha dicho: “No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino” (Lucas 12. 32).
“Harás también una fuente de bronce, con su base de bronce, para lavar; y la colocarás entre el tabernáculo de reunión y el altar, y pondrás en ella agua” Éxodo 30. 18 Ayer hablamos acerca del altar, el primer mueble del tabernáculo y que simbolizaba el Justo juicio de Dios. Pero ahora, siguiendo esa travesía del levita de afuera hacia adentro, el siguiente mueble que encontraría en su paso por el atrio o patio externo, sería el lavatorio, una estructura de bronce que simbolizaba la pureza y la limpieza. En él, Aarón y sus hijos debían lavar sus manos y pies, para que no murieran cuando se acercaran al altar de Dios a quemar en él las ofrendas. Y como imaginarás, esta hermosa fuente de agua hecha de bronce también apunta a Cristo ¿De qué manera? Te lo explicaré a continuación en palabras del propio Señor Jesús. Es bien conocido aquel pasaje del nuevo testamento, en el cual, el Señor, habiendo celebrado la última cena, se levantó y comenzó a lavar los pies de sus discípulos. Pero acontece en dicha escena que, al disponerse a lavar los pies de Pedro, el apóstol se opone y dice: “No me lavarás los pies jamás” a lo que el Señor le responde: “Si no te lavaré, no tendrás parte conmigo”, por lo que de inmediato Pedro, en una de sus muchas muestras de impulsividad, se lanza rápidamente al otro extremo respondiendo: “Señor, no solo mis pies, sino también las manos y la cabeza”. Pedro, al parecer, no había comprendido aun el propósito espiritual de aquel lavamiento de pies, pero, el procurar ser luego lavado de pies a cabeza deja en evidencia que para aquel momento, de paso, tampoco había del todo que era el sacrificio del Cordero de Dios y ninguna otra cosa, lo que lo haría coheredero con Cristo, por lo que el Señor le dice: “El que está lavado, no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio; y vosotros limpios estáis” (Juan 13 10). Pero, si el propósito de este lavamiento de pies no era salvífico ¿Qué significado espiritual tenía entonces este acto de limpieza de pies realizada por el Señor? Bueno, en aquella época, aunque las personas aseaban su cuerpo, era costumbre que los judíos lavaran sus pies al entrar a un lugar, pues el caminar con sandalias descubiertas por las empolvadas calles de la ciudad, sin duda alcanzaban a ensuciar los pies, por lo que, aunque ya estuviesen todos limpios, era cortesía, siempre, el lavarse los pies. En un sentido espiritual, tú puedes haber sido ya lavado completamente al ser redimido en Cristo, pero sin duda, tu andar por este mundo requiere que, de día en día, Él lave tu pecado remanente por medio de Su Espíritu y del agua de Su palabra, quitando todo aquello originado en el mundo, en tu carne y en Satanás que logra acaso ensuciar tus pies espirituales al caminar. Esto nos recuerda que los creyentes necesitamos del Evangelio no solo para entrar por la puerta estrecha, sino también para caminar por esa senda angosta que lleva a la Nueva Jerusalén, en ese continuo proceso de santificación que solo Cristo puede efectuar en nosotros, y sin el cual, nadie verá a Dios. Por tal razón, Aarón, sus hijos, Pedro, tú y yo, necesitamos de ese Lavatorio, pero no de aquel del antiguo testamento, sino del real, de Cristo, quien día tras día nos limpia en Su sangre preciosa, pues el que comenzó en nosotros la buena obra, ha prometido que “la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Filipenses 1. 6).
“Harás también un altar de madera de cinco codos de longitud, y de cinco codos de anchura; será cuadrado el altar, y su altura de tres codos” Éxodo 27. 1 El antiguo testamento apunta a Cristo en cada una de sus letras, permitiéndonos verlo a través de figuras o símbolos que señalaban, desde aquel mismo momento, a ese perfecto Rey, Sacerdote y Profeta que vendría a redimir, de una vez y para siempre, a Su pueblo amado. Una de esas figuras, es el tabernáculo, el cual poseía varias partes: Un patio externo hasta donde podía llegar el pueblo; un patio interno y un lugar santo a los cuales podían ingresar solamente los levitas; y finalmente, el lugar Santísimo, al cual tenía acceso exclusivo el sumo Sacerdote, una vez al año, en el día de la expiación. Pero además de ser distintas en sus características, estas cuatro áreas, tenían cada una, su mobiliario particular, y así es como, si hubiésemos sido un levita de aquel tiempo, lo primero que habríamos encontrado al entrar al patio interno, habría sido el altar, una hermosa estructura fabricada esencialmente de madera de acacia y de bronce. Aquel altar, sería el lugar en donde se llevarían a cabo los sacrificios expiatorios, en el cual se requería del ofrecimiento diario de animales sin defecto que actuarían como sustitutos de la condenación de cada uno de los integrantes del pueblo por causa de los pecados individuales, familiares y nacionales. ¿Puedes imaginar aquella sangrienta escena sacrificial? Dice Jack Scott que “con base en el censo registrado en Números, debe haber habido cerca de dos millones y medio de personas en Israel durante su estancia en el desierto. Cuando pensamos en un número tan grande de personas, y en el gran número de sacrificios que se debían hacer diariamente, la realidad supera toda posible imaginación. Añadamos a esto (...) que todos los sacrificios debían ser realizados en un solo lugar escogido por Dios.” En serio te digo que si hubieras sido un levita de aquellos días, no habrías dado abasto para lo que aquella tarea expiatoria requería. Y entonces es bueno preguntarse: ¿Por qué habría diseñado Dios un sistema de sacrificios prácticamente imposible de cumplir? Bueno, por varias razones: Para mostrar al hombre su obstinada y diaria pecaminosidad. Para mostrar al hombre su completa incapacidad para limpiarse de su pecado por medio de sus propios esfuerzos. Pero aun mas, para mostrarle al hombre que era necesario un sacrificio mucho mas glorioso y solemne que el de la sangre de los toros y de los machos cabríos: El Sacrificio de su Amado Hijo, Emanuel. Como vemos, el altar, con su mezcla de madera y metal, cargado de sacrificios expiatorios insuficientes y ofrecidos por unos sacerdotes falibles, eran tan solo la sombra imperfecta del Altar bendito de Aquel Cordero sin mancha que en una cruz de madera, fijado a ella de pies y manos con astillas de metal, entregaría su vida como ofrenda y como Gran Sumo Sacerdote, para expiar, de una vez y para siempre, los pecados de Su amado pueblo. Cristo es el único Altar al cual podemos acudir en busca de Salvación, pues no tiene sentido creer que ofreciendo diariamente nuestras obras y sacrificios humanos, podremos si acaso igualar a la obra perfecta del Hijo de Dios, porque en cualquier caso, seríamos pecaminosamente insuficientes. Ya podemos descansar, porque lo eterno ya nos ha sido concedido por Sus méritos. Consumado es. Somos libres del pecado, y ya no hay nada que podamos agregar, pues solo Él, entrando en el mundo dijo a su Padre: “Sacrificio y ofrenda no quisiste; mas me preparaste cuerpo (...) he aquí que vengo, Oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10. 5-14). Nuestro altar perfecto de justo juicio es Jesucristo ¡Gloria sea a nuestro bendito Salvador, ayer, ahora y por la eternidad!
“y aconteció que bendiciéndolos, se separó de ellos, y fue llevado arriba al cielo” Lucas 24. 51 Una persona responde: “En el cielo. Jesucristo está en el cielo. Las Escrituras cuentan con total claridad que una vez crucificado y resucitado, el Señor ascendió victorioso para sentarse a la diestra del Padre, donde está orando e intercediendo incesantemente por cada una de sus ovejas delante del Santo Padre, como nos cuenta Romanos 8. 34.” Pero de pronto, su interlocutor responde, también con absoluta seguridad: “No. Cristo está aquí, presente, en el corazón de cada creyente, y en medio de su iglesia, que aun a la distancia por causa de esta cuarentena, se congrega en un mismo Espíritu en Su nombre, pues dice el Señor acerca de Él mismo que: Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mateo 18. 20). Si el Señor Jesús estuviera en el cielo ¿Cómo podrían ser ciertas sus palabras cuando dijo: He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén?” (Mateo 28. 20).” Y tú solo observas atentamente ¿Complicada discusión, no lo crees? Pero aún mas complicado se torna todo, cuando de inmediato, los dos amigos, se vuelven a ti, y te dicen: “¿y tú? ¿Dónde crees que está Cristo?” Y bueno, la verdad es que sería imposible redargüir a cualquiera de ellos, pues ambos tienen la razón en lo que defienden ¿Verdad? Sin embargo, puesto que la Biblia es clara en ambas perspectivas, sería imposible defender tan solo uno de aquellos puntos de vista, pues, por la Palabra de Dios entendemos que Cristo está tanto en el Cielo, a la diestra del Padre, como también entendemos que está justo aquí, al lado nuestro, en cada momento y en cada circunstancia, fiel e inmutable hasta el fin del mundo. Cristo Jesús está en ambos lados al mismo tiempo. Pero ahora, para tu propia bendición y asombro quiero complicarte aun mas las cosas, y preguntarte: ¿En dónde estas tú? Si Cristo ha dicho “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo” (Juan 17. 24) ¿Dónde estás tú con Cristo? ¿Estás con Cristo aquí o estás con Cristo en el cielo? ¿En ambos lugares al tiempo? ¿Puedes ver la gloria que Dios Padre le ha dado al Hijo tanto en tu transitar corto por esta tierra, como en la herencia maravillosa y eterna que ya posees en Él? ¡Dios permita que así sea! Dios permita que puedas vivir esta vida entendiendo que, aunque estas aquí, por la obra de Cristo también estás allá, pues Cristo está en el Cielo y a tu lado al mismo tiempo, y Él ha pedido a su Padre que en el nombre del Amor eterno que Dios ha tenido por Él, le conceda que tú estés con Él SIEMPRE, dondequiera que Él esté ¿Puedes verlo? ¿Puedes palpar el esplendor del inquebrantable Amor de Dios por ti, estableciendo por medio de la fe una unión íntima y absolutamente sobrenatural entre Cristo y tu propia alma? ¿Puedes notar cómo es por medio de Cristo que tú puedes experimentar la vida eterna desde ahora mismo? Si has creído en Cristo, no hay nada que pueda romper esa unión que tienes con Él, y en esa unión que tienes con Él, cuando Dios te ve, ve al hijo que ha amado desde la eternidad pasada hasta la futura, con todo el corazón con el que Dios Padre puede amar a Dios Hijo. ¿Lo puedes imaginar? No, no puedes aun ni imaginarlo, y por más de que te esfuerces, en esta vida jamás lo lograrás, mas sin embargo ¡Hazlo! ¡Esfuérzate a vivir tu presente bajo la perspectiva de que en este mismo momento, por la gracia de Dios tú estás aquí, pero también estás Allá!
“a la iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro” 1 Corintios 1. 2 ¡Qué versículo difícil de entender! ¿Los creyentes de la iglesia de Corinto eran santos gracias a Cristo, o debían aún esforzarse por ser santos? ¿Puede una persona santificada… santificarse? Bueno, intentaré explicarlo para ti, pero para esto es necesario empezar definiendo la palabra “santo”, la cual, hace referencia a todo aquello que ha sido apartado de todo lo demás, para darle un uso especial. Por ejemplo, cuando destinas un traje para usarlo únicamente en situaciones especiales, has santificado a ese traje en tu closet, no en el aspecto religioso claro, sino en el sentido material, puesto que has elegido ese traje, por encima de todos los demás, para darle un uso especial. Para ti, ese traje es diferente, apartado, santo. Ahora, cuando trasladamos ese mismo término al campo de Cristo, no estamos hablando en ningún momento de algún proceso de canonización u obra hecha por hombres a favor de los vivos o de los muertos; ni de los ídolos de madera con poderes especiales. Cuando hablamos de “santo” según la Biblia, nos referimos a esa acción que hace Dios de tomar a algunas personas, de entre todos los seres humanos del mundo, para apartarlos con el objetivo de darles un uso especial. Cuando una persona cree en Cristo Jesús como Su único Señor y Salvador, es declarado de manera inmediata “santo” por Dios, apartado de todo lo demás, con el fin de que ya no sirva más a su carne, al mundo y a Satanás, sino que ahora, sea siervo de la justicia, obteniendo, por pura gracia, segura entrada al Reino de los Cielos por toda la eternidad. Todos los creyentes somos entonces “santificados en Cristo Jesús.” Pero, eso no significa que un creyente verdadero no deje de luchar, sino que, por el contrario, a partir de que un creyente viene a los pies de Cristo, inicia una guerra sin cuartel en su corazón, pues se da origen a un proceso de divorcio con todo aquel pecado que antes amaba, al tiempo que se da inicio a una relación de amor íntima con Cristo. Para este proceso de santificación Dios nos dota de su Santo Espíritu, capacitándonos así para combatir, intensamente y a lo largo de toda nuestra vida contra el pecado, transformándonos de día en día, y permitiéndonos cumplir aquel llamado a “ser santos con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo”. ¿Quién nos santifica completamente? ¡Cristo! Pero ¿Quién es esforzado por la fe en Cristo para apartarse responsablemente del mundo a lo largo de toda esta vida? ¡Nosotros, los creyentes! En todo, como vemos, es Jesucristo quien es digno de toda la gloria, pues ninguno de nosotros, como santos de Dios que somos, merecemos la alabanza de nadie. Pero, a modo de posdata ¿Significa este apartamiento, o llamado a ser santo, que debes entonces considerar mudarte a un monasterio como hermitaño? Por supuesto que no ¿Pues cómo podrías ser luz en el mundo si no estás brillando en él? Vive en este mundo, pero apartado para Dios dentro de él, con tus pies sobre la tierra, pero con tu corazón latiendo en la eternidad.
“Salomón hizo parentesco con Faraón rey de Egipto, pues tomó la hija de Faraón, y la trajo a la ciudad de David, entre tanto que acababa de edificar su casa, y la casa de Jehová, y los muros de Jerusalén alrededor.” 1 Reyes 3. 1 El rey Salomón había heredado toda la gloria del reino de David, su padre, recibiendo una enorme cantidad de dones, sabiduría, riquezas y poderío cual nunca la hubo en el pueblo de Dios. Pero, nada de esto sirvió para sostener al reino de Israel en pie, pues siempre fue el corazón de Salomón su gran piedra de tropiezo, lo cual, empieza a hacerse evidente, desde muy temprano, con su unión en yugo desigual con la hija pagana del Faraón, “gentes de las cuales Jehová había dicho a los hijos de Israel: No os llegaréis a ellas, ni ellas se llegarán a vosotros; porque ciertamente harán inclinar vuestros corazones tras sus dioses” (1 Reyes 11. 2). Esta es la parte oscura de este versículo. Pero por el otro lado, tenemos la aparente parte clara de la historia, pues en ese mismo versículo observamos a Salomón acabando de edificar “su casa, y la casa de Jehová, y los muros de Jerusalén”, por lo que a simple vista, cualquiera podría ver en Salomón a un hombre apasionadamente entregado a la obra de Dios. Y entonces, uno se pregunta ¿puede sostenerse tal contradicción en la vida de una persona? ¿Puede una persona amar al mundo y amar a Dios al mismo tiempo sin ninguna consecuencia? Pues bien, este versículo reúne en pocas líneas, lo blanco y lo negro del rey Salomón, cuya desobediencia con aparente piedad entretejió gravísimas consecuencias, pues debido a que las mujeres paganas que amaba Salomón efectivamente “inclinaron su corazón tras dioses ajenos”, Dios sentenció: “Por cuanto ha habido esto en ti, y no has guardado mi pacto y mis estatutos que yo te mandé, romperé de ti el reino, y lo entregaré a tu siervo.” (1 Reyes 11. 11) Lo cual se cumplió con la división violenta del Reino que aconteció posteriormente. El yugo desigual del rey Salomón fue el principio del fin del reino unido de Israel, el cual nunca jamás volvió a ser el mismo. Con esto quiero mostrarte amado joven, hombre o mujer, soltero de cualquier edad, que no hay riqueza, poder, gloria, ni humana sabiduría que sirvan para evitar las nefastas consecuencias del yugo desigual, pues ellas siempre llegarán, y tarde o temprano tocarán a tu puerta y con dolor tú mismo les abrirás ¡Por favor, no sigas pensando que tu situación será diferente! ¡No sigas pensando que tu caso es especial! ¿Crees que tú si podrás evadir las advertencias de Dios? Es imposible que puedas amar y servir de corazón a Dios, cuando pretendes amar al mundo al mismo tiempo, exponiéndote además a ti mismo al riesgo de que tu corazón sea muy pronto desviado hacia los ídolos, cayendo en la apostasía y en muerte eterna ¿Vale la pena correr un riesgo así? Escucha la palabra que Dios te da por tu propio bien: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos; porque ¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas?” (2 Corintios 6. 14). Aparta tu corazón de iniciar cualquier relación sentimental que no esté basada en Cristo; mas si ya estás en medio de una que no haya llegado al matrimonio, recuerda que hay gracia para ti, arrepiéntete, corta aquello de raíz y no entregues más tu corazón al mundo de los ídolos. El Señor te cela, y pide de ti, no una parte, sino todo tu corazón. Dios nos de sabiduría, para oír y obedecer, para su gloria y nuestro bien. Amén.
“Y habrá allí calzada y camino, y será llamado Camino de Santidad; no pasará inmundo por él, sino que él mismo estará con ellos; el que anduviere en este camino, por torpe que sea, no se extraviará.” Isaías 35. 8 Isaías 35 es una preciosa canción de esperanza, dedicada en principio al desierto y al yermo, haciendo referencia esta última palabra a un terreno estéril en el cual no crece fruto ni vegetación. Y aunque nadie pudiera creerlo, para este desierto y yermo anuncia el profeta buenas noticias, pues les sería dada la gloria del Líbano, del Carmelo y del Sarón, lugares próximos a corrientes de aguas que les conferían un carácter sumamente fructífero y exuberante; pero aun mas que eso, anuncia el profeta que estas tierras marginadas por las que ningún hombre daría nada, tendrían el gozo y el privilegio supremo de contemplar un día la gloria y la hermosura del Señor. Entendemos luego que este desierto y este yermo representan a almas cansadas y frágiles, a corazones apocados y temerosos, a quienes Dios promete que pronto vendría a ellos, y los salvaría, con lo cual, los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirían, de par en par, tal y como ocurrió ya a plenitud con la venida de nuestro Señor Jesucristo, por cuya palabra de esperanza, aguas fueron cavadas en el desierto y torrentes de luz en la soledad. Y dentro de toda esta canción, tu corazón era aquel desierto y yermo, aquel ser frágil, cansado, apocado, temeroso, ciego y sordo, de quien no brotaba nada sino aridez y soledad. Mas a ti vino Él, permitiéndote ver la gloria Suya y supliéndote con las aguas de Su palabra alrededor para adornarte de sus dones, para convertirte entonces, en un manadero de Sus manantiales sin fin ante Su presencia. ¡Y cuán bendito serías si esta canción terminara aquí! Pero no te vayas aun, porque el raudal de esta profecía sigue su curso imparable, pues no te ha abandonado a tu suerte tu precioso Redentor, sino que ha hecho además calzada y camino, el cual es llamado Camino de Santidad, para que a lo largo de esta vida transites por él, teniendo la plena seguridad de que Su vara y Su cayado te guiarán por buenos pastos aun a pesar de tu torpeza y debilidad. Como amada oveja suya, estás resguardada por siempre sobre Sus hombros y nunca te extraviarás. No habrá león ni fiera que puedan interrumpir tu andar en este mundo que procurará a toda costa tu tropiezo. Por lo cual, tú andarás esforzadamente, con fe, en esperanza contra esperanza, porque tu Señor ha trazado desde la eternidad los pasos por los cuales hará transitar en victoria a sus redimidos. ¡Y cuán bendito serías si esta canción terminara aquí! Pero no te vayas, pues aún hay más, puesto que Dios ha prometido, que esa Santa senda de la que ninguna oveja se extravía, tiene como único destino el conducirte a una Nueva Jerusalén llena de alegría, en la que el Señor pondrá gozo perpetuo sobre la cabeza de sus redimidos, apartando para siempre la tristeza y los gemidos. Esta es la canción biográfica de toda alma desértica que ha renacido en el Señor, canción por la cual solo Él merece la gloria, la alabanza y el honor, pues fue su soberana elección, haber escogido tu desértico corazón, para hacer de él como el Líbano, el Carmelo y el Sarón.
"Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido." Isaías 53. 4 Tal vez pienses que ambas palabras son sinónimas pero, como verás, hay una ostensible diferencia entre ellas, pues mientras simpatía significa sufrir con alguien sus tribulaciones, empatía significa sufrir por dentro las tribulaciones de otros. Para mayor claridad, ilustraré a continuación ambos términos para ti, por medio de algunos ejemplos. Santiago nos muestra una expresión de simpatía cuando nos relata el siguiente caso: "Y si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha?" (Santiago 2. 15-16). Cómo vemos aquí, el pecado de estas personas a las que Santiago se dirige, no está en que hayan dicho: "Id en paz, calentaos y saciaos"; sino que lo malo está en que, estando en capacidad de haber hecho mucho más, no hicieron nada más que eso. Ellos sintieron simpatía por su hermano en necesidad, pero no empatía, pues en ningún momento hicieron propio aquel dolor. Y así mismo, nosotros podemos decir cosas tales como: "oraré por ti", de labios hacia afuera, pero sin cumplirlo realmente; o "Dios te ayude", pero sin buscar ninguna manera para materializar aquella bendición que nuestro hermano requiere. Pero, en contraste con lo anterior, encontramos en la Biblia varios ejemplos de empatía, uno de los cuales nos lo provee el Apóstol Pablo, quien describe la conducta de la iglesia de Macedonia de la siguiente manera: "Pues doy testimonio de que con agrado han dado conforme a sus fuerzas, y aun más allá de sus fuerzas… y no como lo esperábamos, sino que a sí mismos se dieron primeramente al Señor, y luego a nosotros por la voluntad de Dios" (2º de Corintios 8. 3-5). La iglesia de Macedonia, siendo aún muy pobre, no solo expresó palabras de compasión hacia la atribulada iglesia de Jerusalén, sino que además se apropió de ese dolor, y lo puso sobre sus lomos, ofrendando con alegría, incluso a partir de su profunda pobreza, por amor a sus hermanos en la fe. Como podemos notar en estos pasajes, hay una diferencia enorme, entre el actuar con simpatía y el actuar con empatía, mas si queremos conocer un sumo ejemplo de lo que la empatía es, miremos a Cristo, "el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz." (Filipenses 2. 6-8) ¿Para qué? ¿Para qué hizo todo eso? Para salvarnos, a ti y a mí, cuando éramos enemigos suyos que no teníamos ninguna esperanza ni oportunidad de un futuro eterno diferente al infierno. Cristo conoció nuestra condición y sufrió dentro de sí nuestros dolores. Cristo sufrió dentro de sí el merecido infierno que nos esperaba. Cristo no vino a darnos comprensivas palmadas de simpatía en la espalda, sino que, como glorioso y valiente Rey, Sacerdote y Profeta Divino, tomó la iniciativa, nos amó eternamente y se puso en nuestro lugar, dándose a sí mismo, de una manera victoriosa y preciosa, en rescate por nosotros. Esto es empatía verdadera, y ese es el mismo sentimiento que nosotros debemos, con la ayuda del Espíritu, perseguir. ¿Simpatía o empatía? Ante las dificultades físicas o espirituales de los demás ¿Cuál de ellas te caracteriza hoy?
"Entonces él les dijo: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?" Lucas 2. 49 Tal vez te llamará la atención este título tan peculiar, pero quiero que me des la oportunidad de mostrarte algo que tal vez no sepas acerca de estas dos palabras tan comunes. Empezaré por mostrarte que ambas palabras están íntimamente ligadas, debido a que la una se opone a la otra, pues la palabra negocio, es la negación del ocio, significando entonces "no - ocio". Pero ahora, sería bueno preguntarnos ¿Qué es ocio? Bueno, ocio para nosotros por lo general tiene una connotación de pereza o pasividad, atribuyéndose en muchas circunstancias al hecho mismo de no realizar nada. Pero en Roma, dicha palabra no hacía necesaria referencia a esto, sino que se consideraba ocio a todo aquello que se hacía sin recibir ninguna recompensa a cambio. Dicho esto, ya nos será fácil deducir que la palabra negocio, hacia referencia entonces, por el contrario, a todo aquello que se realizaba para obtener a cambio alguna recompensa. Ahora sí, teniendo estos conceptos en mente, nos cuenta el Evangelio de Lucas, en el contexto de nuestro versículo de hoy, que el Señor Jesús tenía 12 años, cuando sus padres fueron a Jerusalén a celebrar la Pascua; y que, al regresar, empezaron a buscar con afán a Jesús entre la multitud migrante, pero que luego de un día de búsqueda exhaustiva, no lo hallaron, por lo que decidieron regresar urgentemente a Jerusalén, para continuar su búsqueda allí. "Y aconteció que tres días después le hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores de la ley, oyéndoles y preguntándoles, y todos los que le oían, se maravillaban de su inteligencia y de sus respuestas." (Lucas 2. 46-47) Ya podrán imaginarse la desesperación de María y José, luego de 4 días de no tener ninguna noticia del paradero de su hijo, de Aquel sobre quién se había profetizado que sería el Redentor prometido del pueblo de Dios, por lo que es humanamente entendible que, "cuando le vieron, se sorprendieron; y le dijo su madre: Hijo, ¿por qué nos has hecho así? He aquí, tu padre y yo te hemos buscado con angustia." (Lucas 2. 48), a lo que Jesús les respondió: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?" (Lucas 2. 49), palabras que sus padres no entendieron. El Señor Jesús, tenía en aquel entonces doce años, y era plenamente consciente en su Divina humanidad, de que él no debía estar nunca ocioso, sino que antes, debía estar en los negocios de Su Padre, haciendo aquello que le daría a cambio algún fruto, recompensa o provecho espiritual. Y si Él, siendo el Verbo hecho carne, la palabra humanada de Dios, allí estaba, buscando con anhelo y diligencia desde niño la voz escrita de Su Padre, dándole prioridad a ello por encima de cualquier otra necesidad ¡Cuánto más deberíamos nosotros, débiles pecadores, estar buscando involucrarnos, por encima de cualquier cosa, en los negocios de nuestro Padre! Pero nos distraemos. Nos distraemos en el ocio propio de los negocios de este mundo, manteniéndonos ocupadamente ociosos, y lejos del único negocio que tiene fruto presente y eterno, lejos de aquella buena parte que no nos será quitada. El Señor Jesús, siendo Dios, buscaba estudiar la Palabra de Su Padre, oraba intensamente y sin cesar, amaba estar entre Su pueblo y cantaba himnos ¿Y nosotros? ¿Qué acerca de ti? ¿Qué acerca de mí? ¿No sabemos que en los negocios de nuestro Padre nos es necesario estar? El Señor nos conceda de su poder, para que crezcamos en sabiduría y en gracia, para con Dios y con los hombres. Amén.
“Y sucedía que cuando alzaba Moisés su mano, Israel prevalecía; mas cuando él bajaba su mano, prevalecía Amalec” Éxodo 17. 11 En el pasaje de hoy, los amalecitas habían decidido venir en contra del pueblo de Israel, por lo que Moisés dijo a Josué: “Escógenos varones, y sal a pelear contra Amalec; mañana yo estaré sobre la cumbre del collado, y la vara de Dios en mi mano” (Éxodo 17. 9). Y entonces, resultó que “cuando alzaba Moisés su mano, Israel prevalecía; mas cuando él bajaba su mano, prevalecía Amalec” (Éxodo 17. 11), pues como era de esperarse, los hombros de Moisés se cansaban con el paso del tiempo, y entonces sus brazos caían, con lo que el pueblo de Dios, consecuentemente, empezaba a flaquear también. Al ver entonces que Moisés se agotaba, nos cuenta la Escritura que “tomaron una piedra, y la pusieron debajo de él, y se sentó sobre ella; y Aarón y Hur sostenían sus manos, el uno de un lado y el otro de otro; así hubo en sus manos firmeza hasta que se puso el sol” (Éxodo 17. 12), con lo cual, Josué destruyó a Amalec, y Moisés construyó un altar allí que llamó Jehová-nisi, que significa: Jehová es mi estandarte. El pueblo de Israel había triunfado, y habían dejado todo aquello escrito para memoria perpetua, hasta nosotros, crónica que al ser leída de manera superficial podría dar la impresión de que tal victoria Israelita se había debido al poder mágico de los brazos levantados de Moisés, pero eso no sería justo ni cierto, pues la victoria sobre Amalec se debió, únicamente, gracias a que Dios fue el estandarte de Moisés por medio de la ayuda de Aarón y Hur, quienes lo esforzaron en su ministerio cuando él estuvo cansado y próximo a desfallecer. Y entonces, trayendo esta historia a mi presente, debo confesarte que nunca pensé que llegaría hasta este día aún escribiendo estas reflexiones bíblicas, pues nunca imaginé, en mi ignorancia, que la cuarentena fuera a extenderse mas allá de cuatro meses. Pero, por la pura misericordia y providencia de Dios, así ha sido, y quiero revelarte lo mucho que he sido edificado por medio de este trabajo; no por causa de mis reflexiones bíblicas en sí mismas, sino por los versículos y pasajes bíblicos que las han inspirado. El Señor, en todo esto, me ha edificado de una manera tal que mi limitada mente jamás habría llegado a concebir. Pero, al ver estos escritos acumulados, alguien podría pensar que se ha tratado tan solo del fruto de mi esfuerzo humano; mas eso no sería justo ni cierto, pues este pequeño trabajo, sin duda ha dependido en gran parte de la obra del Espíritu en muchos hermanos y hermanas amadas que, detrás de cámaras, han sido movidos por el Señor en distintos tiempos, a animarme constantemente, a aconsejarme, a orar por mí y por el futuro de estas “Palabras de consuelo para mi iglesia en refugio”. Ellos me han enseñado lo que significa en la práctica que Jehová-nisi. Y entonces, al descubrir esto, me he dado cuenta de lo valioso que es animar a otros en Su servicio al Señor y en lo eficaz que puede llegar a ser la oración a favor de cada uno de ellos. ¡Cuántas veces he fallado yo en ser aquel soporte a los brazos de otros! Y ruego al Señor que en Su infinita gracia me perdone por ello. Pero quiero aprovechar mi falta para motivarte a ser tú ese Aarón y ese Hur que soporten los brazos humanos de nuestros pastores y maestros, que en cualquier momento de esta guerra pueden cansarse, como Moisés, y necesitar de esas palabras de ánimo, de gratitud y de oración que les recuerde, día tras día, que el Señor es su Jehová-nisi, porque eso se verá representado en nuestra victoria espiritual, como iglesia, sobre Amalec.
"Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto." Mateo 5. 48 Alguien que conozco decía: "el objetivo de la vida es llegar al día del juicio Divino con la menor cantidad de pecados posible", y es una frase que me encanta, porque resume en pocas palabras lo que la mayoría de personas cree erróneamente acerca de la justicia de Dios. De alguna manera la tradición popular y el humanismo han creado un dios al que podemos conquistar, como el galán conquista o reconquista, por mérito propio, a su bella doncella. Pero, la justicia del Dios de la Biblia es trascendentalmente diferente, pues si quieres ganar por ti mismo el amor de Dios, debes hacer esto: "Perfecto serás delante de Jehová tu Dios" (Deuteronomio 18. 13), y ahora, mientras meditas en lo que significa ser perfecto como Dios, te pregunto ¿Has sido perfecto? ¿Has cumplido desde tu nacimiento hasta hoy cada uno de los puntos de Su palabra en absoluta totalidad? Y estoy seguro de que, si eres honesto con tu consciencia, sabrás que no has sido perfecto como Dios, que has fallado, y por tanto, este es el veredicto justo del Señor para ti: estás "destituido de la gloria de Dios" (Romanos 3. 23). No hay manera de entrar al Cielo, con la "menor cantidad de pecados posible", porque no hay lugar allí para los "medio" perfectos (si es que eso existe); y no hay obra, misas, ni penitencia por medio de las cuales puedas reconquistar el amor de Dios, pues ha dicho el Señor que la única manera en que puedes salvarte a ti mismo es siendo "perfecto", como Él, a lo largo de toda tu vida. Y para esto ¿Quién es suficiente? ¿Quién de nosotros podría obedecer a cabalidad, a lo largo de toda su existencia, toda la palabra de Dios para poder entonces salvarse a sí mismo? Y aún más ¿Quién podría salvarse a sí mismo por medio de su obediencia, para estar luego en la capacidad de pagar con su vida por los pecados de otros? Nadie. Ninguno de nosotros está en capacidad de algo así, pues nuestra vida da testimonio de que estamos incapacitados para obedecer a plenitud a Dios, por lo que nos es imposible salvarnos a nosotros mismos, y mucho más salvar a otros. Mas Cristo sí, pues Él vino a complacer a Dios en todo, y lo logró de manera perfecta, de tal modo que estando sin deuda delante de Dios, con su cuenta de pecados en cero, pudo entregar Su Vida en sacrificio perfecto delante de Dios, poniendo a su cuenta todos los pecados de aquellos que creen verdaderamente en Él. Cuando crees en Cristo, tu cuenta de pecados queda automáticamente en ceros, y así permanece por siempre. Y si has creído en Cristo, así es como, por la obra Suya a tu favor, Dios te ve como siempre perfecto. Ahora sí puedes celebrar que Dios te ama, con el mismo amor infinito con el que ha amado eternamente a Su Hijo, Jesucristo, con quién eres coheredero de Su gloria. Eres salvo, no por algo que tú hayas hecho, sino por algo que Él hizo por ti, cuando tú no podías hacerlo. ¿Podrá haber una canción de Amor más maravillosa en esta existencia que el Evangelio de Dios? Como vemos, las obras humanas no están hechas para recuperar el amor de Dios, sino para demostrarle nuestro amor a un Dios que, en Cristo, ya nos ama. Y entonces, ahora sí, siendo tú tan amado como lo has sido en Cristo, con el Espíritu Santo morando en tu corazón, escribe a Dios con tu propia vida tu carta de amor, con este papel y lápiz: "Si me amáis, guardad mis mandamientos." (Juan 14. 15).
”Y procurad la paz de la ciudad a la cual os hice transportar, y rogad por ella a Jehová; porque en su paz tendréis vosotros paz” Jeremías 29. 7 La impenitente y obstinada rebeldía del pueblo de Judá lo había conducido a caer bajo el dominio de Babilonia, quienes obligaron a sus pobladores a dejarlo todo atrás: El templo, sus tierras y sus posesiones. Y ahora, allí estaban todos, exiliados en Babilonia, lejos de todo aquel esplendor y bendición que habían caracterizado a la primera parte de la era salomónica, rodeados ahora por una cultura pagana que día tras día, los presionaba insistentemente a amoldarse a ella, a sus dioses y a sus costumbres. Así las cosas, era imposible no sentirse extraño e incompleto, siendo un extranjero en una tierra tan diferente y en la cual la abundancia del deleite pecaminoso brotaba de manera legal por los poros de cada centímetro de la tierra. Y en estas circunstancias, uno pensaría que la dirección de la oración del pueblo cautivo debería ser porque finalmente éste tomara fuerza para levantarse en armas, como un solo hombre, para destrucción perpetua de la endemoniada Babilonia. Pero, para nuestro asombro y sorpresa, el profeta Jeremías insta en este punto al pueblo de Dios a orar por algo muy distinto, ordenándoles de parte del Señor lo siguiente: “procurad la paz de la ciudad a la cual os hice transportar, y rogad por ella a Jehová” (Jeremías 29. 7a). ¿Procurar la paz? ¿Orar por ella? ¡Pero si ellos son nuestros enemigos! ¡Cuán diferente era el propósito de la oración que pedía Dios de lo que cualquiera de nosotros habría querido orar en aquella misma circunstancia! Pero allí estaba Dios, extendiendo a Su pueblo Su misericordia en medio del juicio, llamándolo a procurar la paz de Babilonia, porque “en su paz tendréis vosotros paz” (Jeremías 29. 7b). Teniendo esto en mente, quiero decirte, que si en este mundo te has sentido insatisfecho, extraño, extranjero o incompleto, es precisamente porque por causa de Adán, hemos vivido hasta hoy en el exilio, morando en un lugar al que no pertenecemos, viviendo en una Babilonia a la cual no nos debemos acostumbrar, y anhelando con toda nuestra alma aquella completa Redención que veremos una vez Cristo nos lleve en Su gloria. Pero por lo pronto aquí estamos, transitando como peregrinos en este mundo, siendo conscientes de que no pertenecemos, ni perteneceremos, a esta Babilonia. Mas estando aquí, cautivos en una Babilonia seductora, y bajo la incertidumbre de una pandemia que no sabemos si algún día acabará, nuestro llamado es a procurar la paz de esta ciudad en la cual Dios nos ha puesto, rogando por ella a Dios, y por cada uno de sus dirigentes, pues en su paz, nosotros tendremos paz, mientras esperamos la llegada de aquel glorioso día en que el Señor se manifieste. Dios nos conceda entonces el discernimiento santo y sabio que requerimos, para poder vivir como Daniel en medio de esta Babilonia en la que estamos cautivos, procurando su paz, pero sin conformarnos a su pecado; orando a Dios por el bien de esta ciudad terrenal pagana, pero dando valiente testimonio y defensa de nuestra fe por medio de nuestros labios y de nuestras obras, y nunca amistándonos con ella; sometiéndonos obedientemente a las normas de Babilonia, dando ejemplo de sujeción, siempre y cuando estas no atenten contra la absoluta Palabra de Dios; y siendo plenamente conscientes, de que lo que nos espera a nosotros en los cielos no se comparará jamás a ninguna cosa vista, pues la Gloria de Dios en quien está escondida nuestra herencia, es algo que ningún hombre ha contemplado, ninguno, excepto Aquel maravilloso Cordero Divino que compró con Su santa sangre preciosa nuestra ciudadanía eterna, convirtiéndonos, por pura gracia, en los Israelitas verdaderos de La Nueva Jerusalén Celestial.
"No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano." Éxodo 20. 7 Casi siempre pensamos que entendemos el corazón de cada uno de los mandamientos, hasta que dejamos que la Biblia, y no el mundo ni nuestro engañoso corazón, nos los explique. Y así es como, por ejemplo, casi todo el mundo cree que jamás ha cometido homicidio en su vida, hasta que lee Mateo 5. 22 y descubre que homicidio no solo implica el hecho físico de quitarle la vida a alguien, sino que también incluye el hecho mismo de guardar en nuestro corazón odio o rabia en contra de alguien, así sea por un momento; lo cual nos termina haciendo culpables del sexto mandamiento. Otras personas creen, por ejemplo, que nunca han cometido adulterio, y así se mantienen, hasta que leen Mateo 5. 28, donde el Señor enseña con absoluta claridad que todo aquel que codicia a una persona en su corazón, que no sea su cónyuge, ya es culpable de adulterio; y es entonces cuando se dan cuenta de que han roto el séptimo mandamiento. Y así mismo puede llegar a ocurrirnos con el tercer mandamiento, pues es verdad que muchas personas moralistas podrían llegar a nunca proferir una maldición o un perjurio haciendo uso del nombre de Dios. Pero eso, como veremos, no los exime de este pecado, pues este mandamiento abarca muchísimo más que tan solo el hecho de no pronunciar en vano el nombre de Dios. Para lo cual, empezaremos diciendo, que este mandamiento puede ser también leído como: "no llevarás el nombre de Jehová tu Dios en vano", en lugar de “no tomarás”, y esto, ya nos empieza a dejar ver su alcance verdadero, pues nos conduce a entender que llevamos el nombre de Dios en vano, cuando decimos que somos Su pueblo mientras nuestros hechos no lo evidencian. Se cumple cuando decimos creer en Dios, para simplemente seguir actuando como si no existiera. Se cumple cuando nos presentamos ante el mundo como cristianos, pero vivimos igual que como el mundo, haciendo lo que él hace, vistiendo como él, pensando como él, hablando como él, reaccionando como él, divirtiéndonos como él, etc. Esto es todo lo que implica el hecho de tomar, o llevar, el nombre de Dios en vano, y así es como podemos descubrir con asombro entonces, que este mandamiento implica mucho más que lo que pensábamos. Ante esto, te pregunto ¿Eres inocente de este pecado? ¿Y qué tal acerca de todos los demás mandamientos? ¿Eres inocente al pararte frente al espejo de la Verdad? Tu consciencia te lo mostrará. Y, si eres como yo, habrás descubierto entonces cuán pecador eres, al tiempo que tendrás una respuesta a tu pregunta de “¿Por qué el planeta entero está así de destrozado como está?”, lo cual nos deja sin excusa, tan solo expectantes a la llegada de ese terrible día del justo juicio eterno de Dios. Pero, si al verte en este espejo de la Verdad, descubres para tu bien, que ante Dios no eres esa persona buena que creías que eras, y que has llevado el nombre de Dios en vano, debes saber que aún hay esperanza para ti, pues si crees en Cristo y te sometes a Su Palabra, podrás gozar perpetuamente de Su perdón, siendo capacitado por Él mismo, para que día tras día, luches contigo mismo y con tu pecado, de tal modo que puedas llevar Su Nombre en tu frente y en tu corazón (por pura Gracia), no en vano, sino en Espíritu y en verdad.
"Mira que te he puesto en este día sobre naciones y sobre reinos, para arrancar y para destruir, para arruinar y para derribar, para edificar y para plantar" Jeremías 1. 10 Un pueblo necio, sin oídos, y sin corazón, fue el pueblo que Dios ordenó al profeta Jeremías enfrentar, encomendándole la ejecución de varias tareas: En primer lugar, Jeremías debía arrancar y destruir toda aquella idolatría nueva que estaría empezando a desarrollarse entre el pueblo, comenzando por sus propios dirigentes. Para ello, el profeta, cual agricultor que descubre una nueva plaga entre sus cultivos, no solo debía arrancar esa maleza, sino que también debía echarla en el fuego hasta lograr su completa erradicación. Pero, en segundo lugar, Jeremías debía también arruinar y derribar todo el pecado viejo y enquistado desde tiempo atrás en Jerusalén, echando abajo todo aquel mal que ya se encontraba tan fuertemente establecido y desarrollado en aquel pueblo de consciencia cauterizada, que nadie consideraría para ese momento que aquellas cosas perversas se tratarían de verdaderos pecados. El profeta debía entonces tomar todo ese edificio de maldad y derribarlo por medio de la predicación fiel del Evangelio de Dios, de la misma forma como arrasaban en aquel entonces los grandes imperios a las naciones menores, no dejando hombre, animal, ni ladrillo en pie, sino solo ruinas. ¿Difícil labor, no lo crees? Sin duda, esto explica el intenso odio que despertó Jeremías dentro de su sociedad, pues había llegado súbitamente el profeta, a amargar la pecaminosa y autodestructiva fiesta del mundo rebelde. Y si te parece difícil esta encomienda, prepárate, porque así tal cual como Jeremías fue llamado en sus días a ejercer estas valerosas acciones por medio de la predicación fiel de la palabra del Señor, nosotros también somos llamados en este tiempo a hacer exactamente lo mismo: No solo arrancando y destruyendo decididamente todas aquellas nuevas filosofías que el mundo de nuestros días se ha esmerado en ir sembrando como maleza en nuestras mentes, en nuestros hogares, en nuestros hijos e incluso en nuestras iglesias; sino que también hemos sido llamados a arruinar y derribar todo tipo de mal que ya se encuentre plenamente edificado e instituido, en formas de pecado a las que el mundo ya está tan acostumbrado, que algunos "moralistas" hasta podrían llegar a considerarlas normales. Pero, la misión de Jeremías no terminaba allí, pues él debía cumplir aún una tercera acción que, de igual manera, nos involucra a todos nosotros: La misión de edificar y plantar. El profeta no debía simplemente derribarlos a todos e irse, sino que además debía esforzarse por sembrar en los corazones que le oían, el mensaje del arrepentimiento y de la gracia: El mensaje de las Buenas noticias de Salvación. Así es como de este versículo podemos aprender que tanto la mala noticia, como la buena, son de igual forma necesarias si queremos esforzarnos realmente por hacer nuestra parte en la extensión del Reino de Dios, no olvidando que una buena noticia sin una mala, es engaño; y que una mala noticia sin una buena, es tortura; pero solamente una noticia mala seguida de inmediato por una buena, es verdadero Evangelio, y eso es lo que debemos predicar. Dios nos ayude entonces a cumplir esta importante y difícil misión en medio de este mundo malo; una labor que sin duda traerá a nuestra vida grandes dificultades y enemistades, y para la cual, debemos luchar por mantener nuestro corazón lleno de la Palabra de Dios, al tiempo que hacemos nuestras aquellas palabras del Señor a Jeremías, animándolo y diciéndole: "No temas delante de ellos, porque contigo estoy para librarte, dice Jehová" (Jeremías 1. 8)
"Y alabó el amo al mayordomo malo por haber hecho sagazmente; porque los hijos de este siglo son más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de luz." Lucas 16:8 Éste es un pasaje impresionante, en el cual Cristo nos relata la parábola de un hombre rico que un día descubre que su mayordomo lo ha estado estafando, por lo cual, le advierte que dentro de muy poco, sería despedido de su cargo. Ante esta amenaza, el mayordomo infiel realiza un plan, y antes de ser expulsado, empieza a modificar corruptamente las cuentas que varios deudores tenían pendientes con su amo, disminuyéndolas, con el objetivo de ganar la amistad de todos aquellos acreedores, y así posibilitar que luego estos lo recibieran en sus casas cuando fuera despedido. Y entonces, nos cuenta la parábola que al conocer el amo la astucia con la que había procedido su ex-mayordomo, quedó encantando con su conducta, y lo alabó por causa de su sagacidad. Y en este punto, es totalmente válido si llegara a pasar por tu cabeza un pensamiento como el siguiente: ¡Qué historia más terrible! ¿No entiendo cómo aplica esto a mí, que soy un creyente verdaderamente temeroso del Señor? Pero el mismo versículo nos enseña con claridad la aplicación que esta parábola tiene para nosotros, la cual es ésta: "los hijos de este siglo son más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de luz" (Lucas 16. 8b) El mayordomo, usando toda su sagacidad, diseñó un plan tan efectivo, que no solo logró alcanzar su objetivo perverso, sino que además terminó hasta siendo admirado por el amo engañado; y así de apasionado y perseverante como el mayordomo, son todos los demás hijos de este siglo para hacer el mal. Pero, infortunadamente, los hijos de luz no suelen ser así de sagaces para hacer el bien, pues conociendo la Verdad y teniendo una inmensa cantidad de dones provistos por el mismísimo Espíritu Santo morando en sus corazones, no actúan en muchos casos con tal astucia, disciplina, perseverancia ni esfuerzo, ni para beneficio de sus semejantes, ni para bien de las almas perdidas de este mundo caído. Por alguna extraña razón, mientras el mundo se esmera en usar sus dones, intelecto y capacidades de manera constante y desvergonzada para lograr sus malos propósitos; el pueblo de Dios en ocasiones parece más bien adormecido, avergonzado, adoptando tan solo una conducta pasiva, expectante y distraída. Ahora, no se puede entender de ninguna manera que lo que se quiere enseñar aquí es que la iglesia deba actuar como el mundo, ni que deba adoptar sus estrategias engañosas y manipuladoras; sino que, por el contrario, se trata de que la iglesia, decidida y diligentemente, sea como una luz puesta en lo alto sobre un candelero para alumbrar a este mundo oscuro (Mateo 5. 15), esforzándose por ganar amigos eternos por medio de todo recurso que Dios le ha confiado para ello, pues "el que es fiel en lo muy poco, también en lo más es fiel; y el que en lo muy poco es injusto, también en lo más es injusto." (Lucas 16. 10) Y si tal vez, al oír este mensaje, sientes que en verdad no estás dando todo de ti para hacer el bien como deberías (de tal manera que tus obras hicieran justicia a todo los recursos que Dios te ha encargado administrar en Su Reino), nunca olvides que en Cristo hay gracia y perdón, y que su Espíritu morando en ti puede esforzarte a hacer grandes cosas, desde hoy mismo, sin importar tu edad, para Gloria de Su Nombre, para bendición de Su iglesia, y para que muchos oigan de esa misma esperanza que tú tienes, por medio de tus redimidos labios.
"Viéndole ellos andar sobre el mar, pensaron que era un fantasma, y gritaron; porque todos le veían, y se turbaron. Pero en seguida habló con ellos, y les dijo: ¡Tened ánimo; yo soy, no temáis!" Marcos 6. 49-50 El Señor había mandado a los discípulos a adelantarse y a cruzar el mar de Galilea hasta la otra ribera. Pero ahora, en obediencia a esa orden, la noche había llegado y los discípulos aún estaban en la barca, atrapados por el intenso viento en la mitad del mar, remando con gran fatiga y luchando en contra de las olas que azotaban la embarcación. Al leer esto, es posible que no alcancemos a vislumbrar la gravedad de la escena, ni el terrible riesgo que corría la vida de los discípulos del Señor, pues no es una situación que resulte común a nuestro contexto. Pero tal vez pueda ilustrarnos un poco, el hecho de que varios de los discípulos eran pescadores experimentados, que manejaban con destreza los obstáculos propios de la navegación, pero que, a pesar de ello, estaban en una situación extrema que los superaba. Y estando los discípulos en medio de esta lucha a muerte contra la enfurecida naturaleza, Cristo aparece, caminando sobre las agitadas aguas del mar, ya llegada la madrugada y pasando en proximidad a los exhaustos discípulos. Podemos imaginar entonces el cuadro de los discípulos con sus remos en mano observando a alguien que se aproxima hacia ellos, caminando sobre el mar, para entender mejor la razón de porqué humanamente se llenaron de inmenso miedo al punto tal que empezaron a gritar y a teorizar que se trataría, lo más seguro, de un "un fantasma" (Mateo 14. 26). Por un momento entonces, olvidaron su temor a la tormenta, para fijarlo ahora en algo que les resultaba aún más desconocido y poderoso. Y así es como luego, podemos ver a nuestro misericordioso Señor revelándoles Su identidad, diciéndoles, "¡Tened ánimo; yo soy, no temáis!" (Marcos 6. 50), posterior a lo cual sube con ellos en la barca, con lo que el fiero viento se calma, ante los ojos estupefactos de los discípulos, quienes apenas podían decir: "verdaderamente eres Hijo de Dios" (Mateo 15. 33). En estas palabras de Cristo podemos aprender como el ánimo se presenta como un antídoto contra el temor. Pero en ellas debemos tener en cuenta también algo muy importante, y es en qué objeto está fundamentado ese ánimo que nos puede ayudar a sobrellevar las diversas crisis. En este versículo aprendemos que nuestro ánimo debe estar únicamente fundamentado en Cristo, y en quién es Él. El Señor Jesús, al pronunciar ese gran "Yo soy", traería de inmediato a la memoria de los discípulos el Nombre de aquel Dios que siempre ha estado, está y estará con su amado pueblo, en medio de toda prueba o tormenta. Así como los discípulos, podemos sentirnos en esta pandemia como remando a media noche, solos, a contracorriente, con un viento que nos es contrario, lidiando con olas enfurecidas y sin saber si en algún momento llegaremos al otro lado del mar. Pero Cristo, siempre ha caminado esta tormenta con nosotros, y nunca nos ha dejado abandonados a nuestra propia suerte. De la manera como hicieron los discípulos, sigamos remando con fuerza y prudencia (haciendo caso atento a las normativas dictadas por nuestras autoridades sanitarias), pero no fundamentemos nuestro ánimo en los remos, ni en nuestras fuerzas, ni en los recursos humanos, ni en los otros hombres. Rememos juntos como iglesia, pero también oremos, y busquemos el rostro de Cristo en medio de esta prueba, y: "Tengamos ánimo; El es y El está, no temamos", pues el que camina en victoria al lado nuestro sobre esta tormenta "verdaderamente es El Hijo de Dios".
"Mirad, pues, con diligencia cómo andéis, no como necios sino como sabios, aprovechando bien el tiempo, porque los días son malos" Efesios 5. 15-16 Nuestros latidos están contados por parte de Dios de una manera tan precisa como lo están nuestros cabellos. Ante esto, no importa si eres niño, joven o viejo, pues en cualquier momento, tu tiempo en esta vida puede terminar, en ese marchar implacable de los segundos que rigen el transcurrir de este fragmento de la eternidad. Y por eso es que cada minuto que vives, es un valioso tesoro que debes aprovechar al máximo, porque es un precioso regalo de Dios, pues no te imaginas la infinita cantidad de cosas asombrosas que deben ocurrir a cada momento en tu vida para que tú puedas existir, sin que ni siquiera te enteres. Piensa no más en uno de los glóbulos rojos que habitan en tu cuerpo, que aún cuando tú duermes, sigue trabajando, de sol a sol, viajando por tu sangre, para poder transportar el oxígeno que necesitas para poder vivir. Y así como este pequeño glóbulo rojo sirve a Dios, millones de otras células trabajan día tras día para que tú puedas existir. ¿Y quién da vida a esas células? Cristo, aquel que "sustenta todas las cosas por la palabra de su poder" (Hebreos 1. 3). Cómo puedes ver, tu vida entera pertenece a Dios, y por tanto, cada segundo en que tu corazón late, debe ser atesorado y bien utilizado para Su gloria. Por tanto, es saludable siempre preguntarte ¿Cómo estás invirtiendo ese tiempo que Dios te concede? Te invito a que te examines hoy delante de Dios, y mires si acaso no estás desperdiciando tu vida, al desaprovechar minutos que nunca volverán, pues todo tiempo desperdiciado, es tiempo que nunca podremos recuperar ni comprar. Y así, con este mismo propósito, revisa por ejemplo con sensatez el tiempo que pasas durmiendo, el tiempo que inviertes a las redes sociales, a la televisión, a Internet, a la vanidad, al streaming, a los videojuegos o a muchas otras actividades que puedan estar siendo para ti como una sanguijuela silenciosa que va succionando tu vida hasta conducirte a la anemia y aún hasta la muerte, sin que te des cuenta de ello. Más no solo eso, sino examina también cuánto tiempo estás dedicando verdaderamente al Señor, y cuánto de tu vida y talentos estás invirtiendo en edificar a Su iglesia, puesto que, como vemos en el versículo de hoy, no es necesario esperar a que las circunstancias sean las ideales para poder empezar a servir, pues el versículo nos exhorta con claridad a ser útiles precisamente porque los días son malos. Con respecto a esto, piensa también que aún cuando hay muchas cosas legítimas que podemos hacer, solo aquellas obras que hagas en el plano espiritual, solo aquello que hagas por Cristo y por Su esposa, perdurarán aún más allá de la muerte, por la eternidad, pues todo lo demás, aunque no sea malo en sí mismo, será quemado en el día del Juicio como madera, heno y hojarasca (1 Corintios 3. 10-15). Vivamos entonces esta cuarentena, como sabios, y no como necios, "aprovechando bien el tiempo, porque los días son malos", e impulsándonos a ofrendar todos aquellos talentos que Dios nos ha dado, para poder entonces devolvérselos multiplicados una vez el Señor venga a pedirnos cuenta por ellos. De seguro, no entregaríamos nuestra sangre a las sanguijuelas, pero tampoco lo hagamos así con el tiempo y dones que Dios nos da, para que no lleguemos a un punto de nuestra existencia, en que como reprendía John Piper, miremos hacia atrás nuestra vida, y digamos entre lágrimas: "la he desperdiciado".
"Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados." Efesios 5. 1 En nuestro versículo de hoy, el Espíritu Santo nos exhorta a ser imitadores, y hasta allí todo parecería medianamente fácil, de no ser porque a Quien debemos imitar es a Dios, a Aquel ser incomprensible e infinito; santo y justo; todopoderoso e inmutable; a Él es a quien, a lo largo de toda esta vida, nosotros debemos reflejar. Y ante la magnitud de este mandamiento, alguien, con toda razón, podría preguntarse ¿Cómo lograr algo así? Pero, por la misericordia del Señor, el mismo versículo nos ofrece luz, al revelarnos que debemos imitar a Dios como hijos, por lo que es bueno detenernos a meditar un poco en lo que significa aquella relación paternal. ¿Has visto como son, por lo general, los niños pequeños con sus papás? Un hijo pequeño, al igual que un actor, se esfuerza por estudiar a su padre, lo analiza detalladamente en sus movimientos, en sus gustos y disgustos, en su manera de vestir y de actuar, y luego, decididamente se deleita en poner en práctica, aún de manera torpe, todos esos conocimientos, imitando aquello que ha adquirido por medio de la observación, y adoptándolo luego como parte de sí mismo. Así es precisamente como tú y yo, si estamos en Cristo, somos llamados a imitar a Dios en todo, a lo largo de esta vida, conociéndole día tras día, porque no hemos sido llamados a improvisar nuestro actuar de acuerdo a un dios imaginario y subjetivo, sino a imitar a un Dios que se ha revelado objetivamente en las Escrituras, y eso, implica pasar horas, días, meses, años, y toda esta vida presente, exponiéndonos a Su Palabra y conociendo de manera personal a Cristo, quien es la Palabra encarnada, Dios con nosotros. Pero aún hay algo más, pues también nos dice este versículo que debemos imitar a Dios como hijos amados, haciendo énfasis en que no debemos seguir las pisadas de Dios con el objetivo de ganar Su amor, sino que debemos seguirlas porque en Cristo ya somos Sus hijos amados, en aquella misma manera como lo declara el Apóstol Juan, diciendo: "Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero." (1º de Juan 4. 19). Solo así, como hijos amados, podremos llegar a ser fieles imitadores, aún de manera torpe, de aquel Padre maravilloso y perfecto en el que creemos y al que adoramos, no olvidando tampoco que el cristianismo verdadero no consiste tan solo en recitar de memoria una serie de versículos y doctrinas bíblicas, sino en creerlos y en llevarlos a la práctica a lo largo de toda esta obra Divina que llamamos vida presente, siendo imitadores de Él en todo, en cualquier circunstancia en la que nos podamos encontrar, y no solo en las que nos resultan favorables. En conclusión, debemos esforzarnos cada día por conocer a Dios, porque es imposible imitar a alguien que no conocemos. Pero también debemos esforzarnos cada día por imitar a Dios, porque es imposible decir que le conocemos si no lo imitamos. En ambos casos, somos de todas maneras insuficientes, por tanto, que sea su Espíritu avivando Su obra en nosotros, para que a lo largo de esta pandemia, y luego de ella, lejos de ser imitadores del mundo, podamos ser cada día mejores imitadores de Dios, como hijos amados.
“Aquel día yo cumpliré contra Elí todas las cosas que he dicho sobre su casa, desde el principio hasta el fin. Y le mostraré que yo juzgaré su casa para siempre, por la iniquidad que él sabe; porque sus hijos han blasfemado a Dios, y él no los ha estorbado.” 1 Samuel 3. 12-13 No tengo hijos, pero tal vez la paternidad sea una de las relaciones humanas con mayor potencial para traer inmensa alegría o inmenso dolor, según el caso, al corazón de una persona. Mas no solo eso, sino que, además, el ejercicio de la paternidad en armonía con lo que Dios manda, implica una enorme dosis de responsabilidad, paciencia, fe y perseverancia en amor, dado que involucra muchísimo mas que el cuidado físico, extendiéndose a un campo mucho mas profundo y espiritual, acerca de lo cual encontramos instrucción en Deuteronomio 6. 6, donde Dios se dirige a su pueblo, diciendo: “Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte y cuando te levantes”. Pero, como siempre ocurre, nos es posible encontrar en la Biblia casos de personas que, al desatender el Consejo de Dios, terminaron cosechando las consecuencias de su desobediencia y de su falta de carácter. Así es como encontramos el ejemplo del sacerdote Eli, quien recibiría un duro juicio de parte de Dios debido a que a pesar de estar perfectamente enterado de que sus hijos estaban blasfemando el nombre del Señor, él simplemente, por comodidad, pereza, incredulidad, indiferencia, o quien sabe por que otra razón, decidió deliberadamente ignorar la situación de sus hijos, para no disciplinarlos. Eli había faltado al mandamiento de Deuteronomio 6, y, por tanto, debía recoger el amargo fruto de su desobediencia, viendo el castigo que Dios traería sobre él y sobre sus propios hijos rebeldes. Una de las maneras mas evidentes en que un padre puede demostrar el amor hacia su hijo es instruyéndolo en el Señor, y disciplinándolo cuando es debido, aun a pesar de las incomodidades y tristezas que eso pueda traer al ambiente de hogar; y esto debe ser así no solo porque Dios mismo nos manda que así debe ser, sino porque Dios mismo lo hace así con nosotros, “porque el Señor, al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo” (Hebreos 12.6) Pero, así como vemos el triste ejemplo de Eli, también encontramos el ejemplo de Samuel, hombre piadoso de quien no encontramos tacha a lo largo de las Escrituras, pero cuyos hijos, “no anduvieron en los caminos de su padre, (sino que) antes se volvieron tras la avaricia, dejándose sobornar y pervirtiendo el derecho” (1 Samuel 8. 3). Que duro habría sido para Samuel algo así ¿verdad? Pero aquí vemos con claridad que el desvío de sus hijos no fue necesariamente producto de la falta de diligencia de Samuel en atender, como padre, a Deuteronomio 6, sino a la dureza propia de los corazones de sus hijos. En este ejemplo entendemos entonces, que aun cuando un padre pueda esmerarse por mostrar a sus hijos la senda correcta, finalmente será responsabilidad de los hijos el seguirla. Dios ayude entonces a todos aquellos padres y madres, no solo para que sean diligentes en esta difícil y preciosa labor; sino también para que puedan descansar el resultado salvífico de sus hijos en la soberana decisión del Señor. Pero de igual modo, Dios ayude a los hijos, no solo a valorar y atender de todo corazón a la grandiosa bendición que implica el poder contar con padres piadosos y esforzados; sino también a ser conscientes de que la responsabilidad de creer en Cristo para salvación recae en últimas en cada alma, de manera individual.
“Alégrate, joven, en tu juventud, y tome placer tu corazón en los días de tu adolescencia; y anda en los caminos de tu corazón y en la vista de tus ojos; pero sabe, que sobre todas estas cosas te juzgará Dios” Eclesiastés 11. 9 Una gran cantidad de incrédulos, al no tener una adecuada comprensión del propósito de los mandamientos de Dios y del Evangelio en general, creen que el cristianismo consiste en la auto-imposición de una larga lista de prohibiciones aburridas que terminará menoscabando su anhelo de ser felices, por lo que muchos jóvenes acaban argumentando algo como lo siguiente: “Yo por ahora, quiero ser feliz, yo quiero vivir; y tal vez, cuando ya sea mayor creeré en Dios”. Mas no solo esto, sino que también hay muchos adultos que al día de hoy consideran que es absolutamente esperable y hasta deseable que un joven cometa toda clase de atropellos, imprudencias y tonterías, pues para estos adultos, neurona joven necesariamente es lo mismo que neurona torpe. Y así, dado que el mundo ya ha diagnosticado que ser joven es lo mismo que estar poseído por una incurable enfermedad que les impide auto controlarse, han decidido brindarle a esta extraña raza todo tipo de tratamientos paliativos, ofreciéndoles por ejemplo anticonceptivos desde niños, abortos, drogas, o cambios de sexo, abrazando el anhelo de que tal vez, la adultez llegue a rescatar de la rebeldía sus cerebros (Como si no existiesen también adultos sin dominio propio). Pero, de lo que no se habla mucho, es acerca de los respectivos frutos que estos “tratamientos paliativos” producen, los cuales el joven estará condenado a cosechar, teniendo por tanto que invertir su adultez, y en ocasiones su vida entera, en intentar sobrellevar las nefastas consecuencias de sus actos juveniles, que los perseguirán durante toda su existencia, bien sea a modo de dificultades o penalidades tangibles, o bien sea a modo de imborrables pensamientos de culpa. Y si a esto se refiere el mundo cuando dice que quiere ser feliz, yo preferiría entonces no serlo. ¡Cuan tristes son las consecuencias que se han recogido del hecho de rechazar a Dios, Quien anhela nuestro pleno gozo y nuestra paz! En nuestro versículo de hoy, el predicador invita a la juventud a estar alegre, y a aprovechar toda aquella energía y talentos propios de esta edad antes de que pase el tiempo y le sean quitados, pero, guardando siempre en la mente y en el corazón aquella Ley de Dios que busca que seamos verdaderamente felices. Si un soldado tiene un mapa que le indica donde están escondidas las minas, de seguro lo usará, pues sería irracional que dijera: “No, siento que este mapa me quita libertad, yo mejor quiero andar sin él por donde yo quiera”. De igual manera, los mandamientos de Dios no son una soga a tu cuello que buscan asfixiarte, sino que, por el contrario, ellos son un precioso regalo dado por Dios, que procuran tu bienestar en esta vida, concediéndote libertad del pecado y de sus consecuencias. Pero, sería irreal pedirte que cumplas con todos los mandamientos de Dios, pues soy humano como tú, y sé que no puedes hacerlo, por lo cual, lo que en verdad te diría, antes que todas las cosas, sería: “Cree en Cristo”; pues es solamente por medio de Su Espíritu que puedes ser capacitado para amar realmente la Ley de Dios, y para ser feliz en el hecho de glorificar a Dios cada día en tu propia vida por medio de la obediencia a Su Palabra… y eso, te lo garantizo, siempre hará bien a tu alma, incluso en aquellos momentos en que necesariamente debas pasar por diversas pruebas a lo largo de este peregrinar. ¡Cree en Cristo, y alégrate!
"Y deteniéndose él, los varones asieron de su mano, y de la mano de su mujer y de las manos de sus dos hijas, según la misericordia de Jehová para con él; y lo sacaron y lo pusieron fuera de la ciudad." Génesis 19:16 Cuando nuestros ojos prevalecen sobre nuestra fe, nuestra capacidad para tomar decisiones sabias puede verse grandemente comprometida, y por lo que conocemos de Lot, este fue su constante problema. Lo vemos por primera vez cuando Abraham le da la oportunidad de elegir la tierra en que desearía morar, ante lo cual Lot opta por rechazar la tierra de Canaán, escogiendo vivir en una preciosa llanura sin importarle que esta estuviese en íntima vecindad con el aberrante y pecaminoso pueblo de Sodoma. Y ahora, Lot estaba en problemas, cosechando el fruto de su elección, pues el pueblo de Sodoma había llegado hasta su casa para abusar de él, de su familia, y de los ángeles que hospedaba. Para aquel momento, Dios ya había determinado el juicio sobre Sodoma y Gomorra, por lo cual Dios había enviado precisamente a aquellos ángeles con la misión de advertirle a Lot que debía dejar todo atrás, su casa y posesiones, y escapar inmediatamente del fuego y del azufre que llovería. Pero aquí, nuevamente, vemos a Lot dubitativo ¿Dejarlo todo? ¿Huir? La tardanza de Lot fue tal, que "al rayar el alba, los ángeles daban prisa a Lot, diciendo: Levántate, toma tu mujer, y tus dos hijas que se hallan aquí, para que no perezcas en el castigo de la ciudad." (Génesis 19. 15) hasta que finalmente tuvieron los ángeles que asir "de su mano, y de la mano de su mujer y de las manos de sus dos hijas, según la misericordia de Jehová para con él" (Génesis 19. 16) para poder sacar a Lot de Sodoma antes de la llegada del juicio Divino. ¿Que necedad la de Lot, no te parece? ¡Cuánto le costó obedecer a los ángeles en procura de su bien, quienes tuvieron que sacarlo obligado según la misericordia de Dios! Éste juicio de Sodoma y esa duda de Lot me recuerda el actual tiempo en que vivimos, una situación sobre la cual hemos sido avisados y sobreavisados. Se nos ha indicado de manera reiterada que usemos nuestros tapabocas bien puestos en determinadas circunstancias, que nos lavemos las manos frecuentemente, que no nos automediquemos y que guardemos el distanciamiento social. Pero dudamos ¡Dudamos de tantas maneras! basándonos en nuestros ojos, como Lot, en nuestra propia percepción de todo lo que perderemos (o hemos perdido) si hacemos caso; lo cual se ha visto agravado por la exagerada atención y credibilidad que hemos dado a cada persona que aparece en redes sociales atribuyéndose algún conocimiento ¡Hemos caído en la fascinación de las teorías conspirativas al punto tal que en muchos casos nos hemos visto tentados a ir en contra de la autoridad! Que pueda sospecharse de la veracidad de algunas cosas, no relativiza nuestro llamado a someternos a la autoridad establecida por Dios, la cual ha ordenado medidas que hasta la presente se ha demostrado que contribuyen a disminuir nuestro riesgo de contagio, y que para nada van en contra de la expresa Voluntad de Dios. Pero aún así, suponiendo que al final llegase a descubrirse que todo es falso (cuyas víctimas mortales son clara evidencia de lo opuesto) tendremos la tranquilidad de que, a lo largo de todo este tiempo, dimos testimonio al mundo incrédulo de obediencia, prudencia y sujeción. En esta pandemia que nos azota, no empeoremos las cosas actuando como Lot.
“Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” Romanos 8. 18 Por lo general, cuando pensamos en el sacrificio de Cristo, pensamos en los latigazos sobre su cuerpo, en la humillación, en los escupitajos, en la tortura de llevar la cruz hasta su lugar, en la desnudez, en la corona de espinas clavada en su cabeza; y posteriormente en los clavos perforando sus manos y pies, en la intensa sed, en el ahogo propio de la crucifixión, en el desangramiento y en la agonía que lo condujo finalmente hasta la muerte. Pero si tan solo nos centramos en ello, en los padecimientos puramente físicos, nos estaríamos perdiendo del eje principal de este glorioso sacrificio, ya que el Hijo de Dios sufrió muchísimo más que todo lo que acabamos de enumerar, pues Cristo experimentó, en Sí mismo, toda la ira de Dios propia del Juicio eterno que merecía no uno, sino cada uno de los creyentes pertenecientes a Su iglesia universal. Aquel día, Dios tomó a Su amado Hijo, quien no había conocido pecado, y en la cruz lo hizo pecado, para que nosotros pudiéramos ser justos por medio de Él (2 Corintios 5. 21), y así fue como Cristo nos redimió de la maldición de la ley, haciéndose maldito a sí mismo por nosotros (Gálatas 3. 13a), y aquello lo hizo mientras todos nosotros éramos abiertos enemigos Suyos, agradándonos en quebrantar cada uno de sus mandamientos ¿Entregarías a tu amado hijo y le quitarías la vida para favorecer a tus enemigos? Imposible ¿Verdad? Bueno, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, definieron desde la eternidad pasada que así lo harían por amor a ti, si has creído en Cristo como tu único y suficiente Salvador. Cristo vivió en carne propia el indescriptible dolor de lo que significa recibir sobre sí mismo la ira eterna de Dios, algo que ningún ser humano conoce (excepto quienes ya están en el infierno), pues las aflicciones del tiempo presente, la pandemia, el dolor y la enfermedad, por intensas que sean, no son comparables con experimentar en carne propia el Juicio eterno de Dios. Pero también hay una maravillosa contraparte, pues para aquellos que hemos creído en Cristo, “las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Romanos 8. 18), pues no hay padecimiento, dolor, pandemia o enfermedad que se equiparen en intensidad al deleite inmensurable que experimentará todo creyente una vez despierte en la presencia del Señor eternamente. Haz tan solo el intento, y piensa en como será aquel Cielo lleno de gozo indescriptible, y luego de haberlo hecho, date cuenta que en todo caso lo habrás subestimado, pues tu Herencia celestial es Dios mismo, y no puedes imaginar a Dios (ni tampoco deberías hacerlo). Pero no tienes que esperar hasta que dejes esta vida para poder experimentar aquel extraordinario deleite… alégrate desde hoy, desde hoy mismo, fijando tu mirada en Cristo, pues como está escrito: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Corintios 2. 9)
"Quizá haya cincuenta justos dentro de la ciudad: ¿destruirás también y no perdonarás al lugar por amor a los cincuenta justos que estén dentro de él?" Génesis 18. 24 El pecado de Sodoma había encendido la ira de Dios, por lo que un duro juicio, cual nunca se había visto desde el Diluvio, caería sobre aquella ciudad. Pero Abraham, al enterarse de lo que el Señor planea hacer, se acerca a Él y empieza a interceder, intentando persuadirlo de abortar su justo juicio, diciéndole: "¿Destruirás también y no perdonarás al lugar por amor a los cincuenta justos que estén dentro de él?" (Génesis 18. 24) a lo que Dios responde mostrándole que en Sodoma no hay 50 justos gracias a los cuales pueda acceder a su petición de perdonar a la ciudad entera. Al oír esto, entonces Abraham aprovecha, y rápidamente baja su apuesta, diciendo: "Quizá faltarán de cincuenta justos cinco; ¿destruirás por aquellos cinco toda la ciudad?" (Génesis 18. 28a), pero Dios le muestra que en esa ciudad tampoco había, ni aún, 45 justos por los cuales la ciudad pudiera ser perdonada. Y tal vez en este punto Abraham se haya empezado a dar cuenta de que su argumento no estaba funcionando mucho, mas sin embargo, él no se da por vencido, y sigue regateando, bajando sucesivamente el margen de su apuesta de 40 justos a 30, y de 30 justos a 20, y de 20 justos a 10, entendiendo al final, por boca de Dios, que ni aún había 10 justos en toda Sodoma, por lo que finalmente Abraham decide callarse, e irse a su casa. Todo el esfuerzo de Abraham, abogando con el objetivo de salvar a la ciudad entera del juicio, en virtud de los creyentes que estaban allí, no había funcionado, y finalmente él se había marchado con un claro mensaje de Dios en su mente: No había ni siquiera 10 personas que hubieran sido alcanzadas por el Evangelio en toda la ciudad, por lo cual, ya no había reversa, Sodoma merecía ser destruída. ¿Que falló en el plan de Abraham? Abraham había invertido todo su esfuerzo en una intercesión equivocada, porque como nos dice Jack Scott: "La tarea del creyente en un mundo que está bajo juicio, no es la de tratar de salvarlo, sino de sacar a los hombres de él", y que bien nos cae a nosotros esta frase hoy, pues estamos justamente viviendo un duro juicio, y nuestra tarea no debe ser tanto pedirle a Dios que no ejerza Su Juicio sobre el mundo (como lo pretendía Abraham), sino que nuestra misión es esforzarnos por sacar a los hombres del mundo, compartiendo diligentemente con ellos el mensaje del Evangelio. Concluimos entonces, que el mundo no necesita creyentes que los salven del Coronavirus, tan urgentemente como necesita creyentes que los saquen del mundo, porque enfrentar a Dios sin Cristo es eternamente peor que morir de COVID-19. Podemos, como Abraham, invertir nuestros esfuerzos orando que Dios detenga pronto esta pandemia en virtud del sufrimiento de los creyentes que están en esta Sodoma que llamamos mundo, pero esa no debe ser tanto nuestra oración, como que Dios haga Justicia y que permita que muchos vengan hoy a los pies de Cristo por medio de la predicación de nuestros labios, porque cuando venga el Juicio Final, ya no habrá más oportunidad de interceder ni de evangelizar a nadie.
“Rasgad vuestro corazón, y no vuestros vestidos, y convertíos a Jehová vuestro Dios; porque misericordioso es y clemente, tardo para la ira y grande en misericordia, y que se duele del castigo.” Joel 2. 13 Hay una enorme diferencia entre el remordimiento y el arrepentimiento, aun cuando ambas son respuestas que se presentan ante el pecado humano: El remordimiento consiste en un dolor natural que experimenta una persona cuando descubre que finalmente ejecutó aquel mal del que pensó que nunca sería capaz, y entonces, al tener que enfrentar las consecuencias de sus actos, se entristece, llora, rasga sus vestidos y se castiga a sí mismo, intentando incluso reparar el daño, esforzándose por calmar de alguna manera su consciencia. La demostración física y emocional de esta persona podría hacer pensar a cualquiera que en verdad ha ocurrido un cambio en su corazón, cuando en verdad lo único que podría esperarse es que aquella persona reincida en su pecado, o que dicho pecado mute hacia otras formas de mal. Pero el arrepentimiento es algo absolutamente diferente, pues aunque también conlleva dolor, su origen es completamente sobrenatural, producto de la obra de regeneración efectuada por Dios en el alma de un hombre, que lo conduce a entristecerse por su pecado, a rasgar su corazón, y a buscar con urgencia la misericordia de Dios, dando un giro de 180 grados a su vida, lo cual implica un cambio de mente y de voluntad, un divorcio de sus pecados, y un anhelo creciente por amar y servir al Señor por medio de su obediencia. Como vemos, el hecho de que nuestro pecado nos entristezca, y de que incluso nos haga llorar, no puede ser tomado como una garantía de que necesariamente ha tenido lugar un verdadero arrepentimiento en nosotros, pues el verdadero arrepentimiento es algo íntimo e invisible, algo que empieza adentro, en lo profundo del corazón, y que luego se hace evidente, por medio de un cambio hacia afuera; a diferencia del remordimiento, que se basa puramente en demostraciones externas, una “rasgadura de vestiduras” que nunca va mas profundo que eso. En el versículo de hoy, vemos como Dios dice a Su pueblo: “Rasgad vuestro corazón, y no vuestros vestidos”, es decir, arrepiéntanse y no simplemente expresen remordimiento, porque solamente es por medio del arrepentimiento que podemos ser objeto de la misericordia y de la paz de Dios. Piensa no más en la imagen gráfica de lo que significa rasgar tu propio corazón, para que puedas entender entonces lo que representa en la práctica arrepentirnos verdaderamente. Mas si acaso no sabes como hacer esta delicada cirugía, te la voy a explicar: Toma la espada, que es la palabra de Dios, e introdúcela en tu corazón profundamente, para que puedas entonces examinar tu vida a la luz de Sus mandamientos, lo cual te será suficiente para hacer evidentes tus pecados, y te advierto que eso dolerá ¡Pero no te quedes solamente así, porque entonces puedes morir! Ven luego urgentemente, y trae tu corazón, así rasgado como está, y ponlo en las manos del Señor, quien será amplio en perdonarte, en renovarte y en transformarte, de una manera sobrenatural.
“Y clamando a gran voz, dijo: ¿Qué tienes conmigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Te conjuro por Dios que no me atormentes. Porque Jesús le decía: Sal de este hombre, espíritu inmundo” Marcos 5. 7-8 Aquí tenemos un fragmento del conocido relato del endemoniado gadareno, el cual nos cuenta la historia de un hombre que había sido poseído por una legión de espíritus malignos que lo habían esclavizado a permanecer entre los sepulcros, dotándolo además de una aterradora agresividad y fuerza. Para aquel entonces no habría poblador de Gadara que no conociera de él, ni que no temiera a este peligroso sujeto, que de día y de noche andaba gritando entre los montes y entre los cementerios, hiriéndose a sí mismo con piedras, y a quien, hasta el momento, nadie había podido atar ni dominar, pues su rudeza era tal, que con sus manos hacía pedazos las cadenas que en tantas ocasiones habían intentado poner sobre él. La situación era simplemente desoladora, incierta e incontrolable. Pero, un día aconteció, que el endemoniado gadareno vio desde lejos a Jesús llegar en una barca, por lo que de inmediato salió corriendo hacia donde Él estaba, y habiéndose aproximado, se arrodilló ante Jesús, diciendo: “¿Qué tienes conmigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Te conjuro por Dios que no me atormentes” (Marcos 5. 7)… y no sé si lo notaste, pero aquí ocurre algo inaudito… pues en este versículo tenemos a una legión de demonios rogando al Hijo de Dios, que en el nombre de Dios no los torture… es decir, tenemos a un ejército de hijos de Satanás orando (si es que los demonios oran), pidiéndole a Dios Padre que no deje que Dios Hijo les haga daño. Y no sé tú, pero a mí esto me genera entre gracia y asombro. Los demonios estaban aterrados ante Jesús, pero en lugar de acudir en busca de ayuda ante su padre y líder, Satanás, acuden es a su enemigo, a Dios, apelando a Su bondad, a Su misericordia y a Su poder a manera de súplica. Este es simplemente uno de esos testimonios bíblicos maravillosos que nos muestra que definitivamente el mal y Satanás, con todas sus legiones, no tienen ninguna oportunidad de victoria delante de Jesucristo (teniendo en cuenta además que, para aquel momento, la victoria de la Cruz todavía no se había sellado). Como vemos entonces, a nivel espiritual, no hay ninguna lucha equilibrada de la que debamos como creyentes temer. No hay ninguna razón para que un cristiano esté a la expectativa de que tal vez Dios pueda perder en cualquier momento esta batalla entre el bien y el mal, porque esa batalla siempre ha estado ganada. Y este Dios ante Quien los demonios temen, suplican y tiemblan es también el Dios Creador de toda la humanidad, lo cual es una moneda de dos caras, pues si no has creído en Cristo, tú aún eres Su enemigo; pero si ya has creído en Él, este Dios todopoderoso, no solo no es tu enemigo, sino que además es tu amoroso Padre. ¿Ves lo grandioso que esconde este versículo? Hoy tenemos suelto en las calles a un endemoniado gadareno llamado Pandemia, que anda agrediendo, asustando, gritando y llevándose vidas, y a quien nadie hasta el momento ha sabido dominar o detener. Pero, como pueblo creyente, no debemos temer, porque esta legión de virus no ha escapado jamás del control soberano de Dios. Y cuando digo que no debemos temer, no estoy diciendo que debemos ser temerarios, ni descuidados, ni mucho menos estoy aconsejando a alguien ir en contra de las normas sanitarias que nuestras autoridades nos han dictado, pues escrito está: “No tentarás al Señor tu Dios” (Mateo 4. 7). Pero lo que sí estoy diciendo es que, si estamos en Cristo, nuestro nombre está escrito en el corazón de ese Dios maravilloso, y de allí no hay demonio ni virus que pueda borrarnos jamás.
“Y sucedió que puesto el sol, y ya oscurecido, se veía un horno humeando, y una antorcha de fuego que pasaba por entre los animales divididos.” Génesis 15. 17 Abram se encontraba temeroso y desanimado, pues habiendo pasado un tiempo desde que Dios le había prometido que sería padre de una gran descendencia, el Señor aún no le había concedido hijos, por lo que Dios, aquella noche, lo llevó afuera y le dijo: “Mira ahora los cielos, y cuenta las estrellas, si las puedes contar. Y le dijo: Así será tu descendencia” (Génesis 15. 5), mas no solo esto, sino que también le prometió una tierra por heredad, a lo que Abram respondió: “Señor Jehová, ¿en qué conoceré que la he de heredar?” (Génesis 15. 8). Ante esta pregunta, nos cuenta la Escritura que Dios mandó a Abram a sacrificar unos animales y a partirlos en dos partes, posterior a lo cual Abram vio en visión una antorcha de fuego pasando entre los animales sacrificados y divididos, mientras oía la voz de Dios reiterando su promesa de concederle una innumerable descendencia y una perpetua heredad. Tal vez no lo sepas, pero en aquel tiempo era costumbre que los pactos fueran acompañados por un sacrificio, en el cual, las personas que juraban, pasaban caminando entre los animales divididos admitiendo así públicamente que, si ellos llegaban a incumplir el pacto, serían ellos los que deberían ser sacrificados como aquellos animales. Y allí tenemos a Dios, pasando a manera de antorcha entre los animales, jurando por Sí mismo que cumpliría su promesa a Abram. Luego de esto, vemos a Dios diciendo a Abram: “En cuanto a ti, guardarás mi pacto, tú y tu descendencia después de ti por sus generaciones” (Génesis 17. 9). Y tal como sabemos por la Escritura, Dios cumplió fielmente cada letra de su promesa establecida en aquel Pacto de la antorcha con Abram, pero preguntémonos que pasó con la fidelidad por parte de Abram, y de Moisés, y de David, y con la tuya, y con la mía… ¿Qué pasó con nuestra fidelidad? Que todos fallamos, todos hemos sido infieles a Dios de diversas maneras, entonces ¿Quién debía ahora ser sacrificado y partido en dos como aquellos animales? Nosotros, tu y yo, merecíamos esa condenación por causa de nuestra desobediencia y rebeldía, pues aquel pacto clamaba desde lo profundo de la tierra ser saldado con justicia. Pero, si la gracia de Dios te ha alcanzado, ya sabes entonces quién se ofreció voluntariamente a ser partido en dos en lugar tuyo ¿Verdad? Cristo, Dios mismo, el eternamente amado Hijo de Dios, quien cumplió a cabalidad en Su cuerpo cada uno de los mandamientos de Su Padre, fue enviado también, como Cordero, para pagar en la cruenta cruz, con dolor en su cuerpo y angustia en su alma, por causa de tu incumplimiento, por tu deuda y por tu infidelidad. Si has creído en Cristo, esa Fe te ha justificado delante de Dios, porque ya no tienes deuda con tu Creador… ¡ya no!... ya puedes respirar eternamente tranquilo, pues Él juró, Él cumplió, tú incumpliste, Él puso tu deuda sobre su Hijo, y Él la pagó por ti, eres parte de la descendencia de Abraham y te aguarda en los Cielos una heredad perpetua, simplemente por Gracia… ¡Oh sublime gracia!… por el amor eterno que determinó darte libremente aquel Dios trino desde la eternidad pasada. Respira, eres totalmente libre para dedicar tu entera existencia a alabarle, pues no hay condenación para ti, porque el Cordero ha dicho a tu favor: “Consumado es”
“Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar.” Génesis 3. 15 Tal vez puedas llegar a ver este versículo que leí tan distante a tu historia (como puede llegar a ocurrirnos equivocadamente con todo el antiguo testamento) que no logres darte cuenta de cómo este corto verso conecta de un modo tan profundo contigo. El contexto aquí es que Adán había acabado de pecar luego de haber sido tentado por la serpiente, trayendo, por medio de su rebeldía, eterna condenación y maldición sobre él y sobre la humanidad que de él descendería. Pero en medio de este panorama tan desolador y tan justo a la vez, Dios anuncia una maravillosa esperanza para la humanidad, a medida que pronuncia estas palabras de maldición sobre la serpiente, diciéndole: la simiente de la mujer, es decir, el Hijo de la mujer, “te herirá en la cabeza, y tú lo herirás en el talón”, palabras proféticas que fueron ya cumplidas a la perfección, como te mostraré a continuación. Jesús fue hijo, humanamente hablando, tan solo de la mujer (es decir, de María, sin intervención de José), concebido por el Espíritu Santo, siendo, de este modo, totalmente humano y totalmente Dios. Jesús es entonces la simiente de la mujer. Este Hijo de Dios fue herido por la serpiente en su talón, viendo esto cumplido en el hecho de que Jesús fue humillado, maltratado y asesinado en la cruz por mano de la humanidad pecadora derivada de Adán y de Satanás mismo. Pero, aun cuando ellos creían haber derrotado a Dios matando a su Hijo, Cristo, al tercer día resucitó de entre los muertos, asestando de este modo un letal golpe sobre la cabeza de la serpiente, venciendo así a la muerte, al pecado y a Satanás para siempre. De esta manera es como podemos ver cumplidas en nuestro glorioso Jesucristo, cada una de las palabras de Dios prometidas en Génesis 3. 15. Pero ¿En qué se relaciona esto contigo? En que como vimos, tú naces siendo un descendiente de Adán, y por tanto, llevas en tus venas, desde el mismo momento en que vienes a la vida, este virus del pecado, que te dota de una capacidad innata de desobedecer a cada uno de los mandamientos de Dios, sin que nadie jamás te lo haya enseñado a hacer. Como constancia de ello, puedes analizar a consciencia tu propia vida, y observar si no ha ocurrido esto contigo, desde que eras un pequeño niño, hasta hoy. Pero así como Adán escuchó esas palabras Divinas de juicio, también escuchó aquellas palabras de esperanza descritas en Génesis 3. 15, prometiendo la venida de un Salvador, y esas palabras también fueron plasmadas allí para ti. Solo Jesús puede cambiar tu paternidad espiritual de hijo de Adán condenado a Hijo de Dios adoptado, y aquí es donde todo esto conecta contigo. Solo Cristo puede revertir esa maldición de Adán que persigue a todo ser humano desde que nace, para devolvernos entonces ese precioso estado de paz con Dios que teníamos en Edén antes de la entrada del pecado en el mundo. Solo Jesús puede hacerte nacer de nuevo… ¡Cree en Él!… pues es el momento justo para que pienses acerca de quién quieres que te represente delante de Dios una vez cierres tus ojos para siempre ¿Adán o Cristo?
“y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aun estáis en vuestros pecados” 1 Corintios 15. 17 Imagina que un día abres tus ojos y descubres que nada ha sido real, que la iglesia no existe, que no hay Palabra revelada por Dios, que no hay buenas noticias de Salvación, y que lo único real es este mundo conmocionado por una pandemia desconocida, por una economía en crisis, por una incertidumbre política, por una sociedad que persigue una espiral degradante, por la culpa que te oprime por causa de tus propios pecados y por una invasión emergente de langostas en Suramérica ¿Cómo te sentirías? Si eres un creyente en Cristo, lo más seguro es que te encontrarías a ti mismo devastado, tal como supuso el apóstol Pablo que cualquier cristiano se sentiría ante la condición hipotética de que Cristo no hubiese resucitado, diciendo: “Porque si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó vana es también vuestra fe… aun estáis en vuestros pecados… Entonces también los que durmieron (murieron) en Cristo perecieron. Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres” (1 Corintios 15. 13-19). ¿Con qué esperanza enfrentarías esta tribulación sin el amor y el consuelo que te proveen los brazos de Cristo y de su Esposa, la iglesia local y universal? Difícil llegar a imaginarlo ¿Verdad? ¡Gracias a Dios sabemos que lo que acabo de narrarte no pasaría de ser tan solo un mal sueño para ti! pues Cristo ya ha resucitado de entre los muertos para darnos una esperanza inmarcesible llena de gozo indescriptible en la presencia del Dios Padre. Pero piensa que bajo la perspectiva de aquel mal sueño que te conté, hay muchas personas ahora mismo, allá afuera, enfrentando esta pandemia y todas las demás situaciones que surgen en la humanidad como consecuencia del pecado. Piensa en almas, de todas las edades, encadenadas a sus pecados que están sufriendo y muriendo en ellos, tan solo a la expectativa de resucitar a un cuerpo indestructible que será por toda la eternidad mortificado en justo juicio. No tengo palabras para expresarte entonces cuan bendecido por Dios debes entender que eres en este crítico momento. No estás a la deriva en medio de esta tormenta marítima humanamente incontrolable, sino que el Señor está allí, justo a tu lado, cuidando de ti, porque Él resucitó. Afirma tu entrega y amor a la iglesia de Cristo en este tiempo, continúa congregándote a pesar de la distancia, preocúpate por cada miembro y cuídalo, porque cada uno de ellos es parte de tu mismo cuerpo, y de manera concertada, remen con fe juntos a través de esta prueba, con la plena confianza de que tienen al Hijo de Dios como cabeza y victorioso capitán. Pero ten presente también aquel mal sueño que te describí al principio, y que es la continua realidad de aquellos que no han creído, para que, en misericordia, mientras la vida te alcance, vayas y compartas con este mundo tan necesitado aquella sublime gracia que tú mismo, sin merecer, un día recibiste.
"Nadie hay tan osado que lo despierte; ¿Quién, pues, podrá estar delante de mí?" Job 41:10 ¿Sabes lo que es un Leviatán? Si has leído Job 41, habrás sabido de primera mano las características de esta temible criatura, porque en este capítulo, su Autor, Dios mismo, se dedica a describirnos con lujo de detalles la magnificencia de este incomparable e indómito animal. En este pasaje el Creador resalta del Leviatán, entre otras cosas, la absoluta incapacidad del hombre para cazarlo o dominarlo, las espantosas hileras de sus dientes, la rigidez de su carne, su increíble tamaño, la intensidad de su furia y la dureza de sus escamas blindadas al efecto de toda arma humana. Lee sobre él, y estarás de acuerdo conmigo en que jamás hubieras querido encontrarte de frente con uno de estos titánicos seres, de quienes Dios mismo decía: "pon tu mano sobre él; te acordarás de la batalla, y nunca más volverás" (Job 41. 8) Pero por más de que puedas hoy en día saber de la existencia pasada del Leviatán y hacerte una idea en tu cabeza de lo temible que él era, ya nunca podrás experimentar lo que realmente significaba conocer de frente a un Leviatán, su poder, la fuerza de sus golpes y mordeduras, ni el terror que te inspiraría presenciar tan solo el vapor saliendo a través de su nariz. Hoy podemos decir entonces que tú sabes del Leviatán, pero no conoces al Leviatán. Esto nos lleva a descubrir la enorme diferencia que existe entre saber de algo, y conocer algo, o la enorme diferencia que existe entre saber de alguien y conocer a alguien... y esto mismo aplica a nuestra relación con Dios. Una persona puede saber mucho de Dios, tener una licenciatura en teología, o una maestría con honores que le lleve a escribir muchos libros acerca de la fe cristiana... Pero eso no garantiza que esa persona ha conocido realmente a Dios, porque conocer al Señor implica mucho más que un profundo saber intelectual. Conocer a Dios, al igual que en mi ilustración del Leviatán, implica encontrarse frente a frente con Él. Conocer a Dios implica dialogar con Él. Conocer a Dios involucra nuestros sentidos... Involucra una experiencia íntima, cotidiana y disciplinada con el Creador mediada por la fe (sin referirme con esto a la necesidad de pasar por ningún tipo de trance emocional, extraño o fantasioso, sino por el contrario, a una experiencia viva y totalmente real). Conocer a Dios implica ver la vida por medio de Sus ojos, y no de los nuestros; saborear con el alma el significado de cada uno de sus Atributos; palpar Su presencia en cada acontecer; percibir la fragancia de la Gracia y de la Justicia de Cristo a lo largo de las Escrituras; y oír con un corazón obediente todo lo que Su Palabra nos manda por amor a su Nombre. No estoy diciendo con todo esto que no debemos anhelar el hecho de saber cada día más acerca de Dios. Por el contrario, estudia y esfuérzate por aumentar ese saber, pero sé consciente de que el solo intelecto no te salvará, pues la vida eterna no está en solo saber de Dios, sino en conocerlo, como bien dice el Señor en Su Palabra: "Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado." (Juan 17. 3) Ya no podemos conocer al Leviatán porque Dios no quiso que en nuestro tiempo lo conociéramos (afortunadamente), pero sí podemos conocer a Dios, porque Dios mismo quiso revelarse plenamente a nosotros por medio de su amado Hijo ¡Qué enorme privilegio este que tenemos de poder conocer en vida y personalmente al Rey y Creador de todo el Universo! A la luz de esto, examina tu corazón por favor, y respóndete ¿Al día de hoy conoces realmente a Dios, o tan solo sabes de Él?
"Cuando Pedro entró, salió Cornelio a recibirle, y postrándose a sus pies, adoró. Mas Pedro le levantó, diciendo: Levántate, pues yo mismo también soy hombre." Hechos 10. 25-26 El trabajo de predicar, enseñar o incluso de escribir estas pequeñas reflexiones implica meditar en la palabra de Dios y ser auto-exhortado en lo más profundo del corazón por medio de dichas meditaciones antes de hacerlas públicas, pues el hecho de predicar una verdad no significa necesariamente que ya la estemos viviendo a plenitud, sino que más bien lo que predicamos resulta ser aquello que constantemente anhelamos para el bien nuestro y de la iglesia, y por lo cual luchamos en las fuerzas del Espíritu, con el fin de hacer realidad esas verdades en nuestra vida, diariamente, de una mejor manera cada vez, para la gloria de Dios. En relación a esto C.S. Lewis decía: "Aquellos como yo, cuya imaginación excede en mucho a su obediencia, están expuestos a un justo castigo; imaginamos fácilmente condiciones mucho más altas que las que jamás hemos alcanzado. Si describimos lo que hemos imaginado podemos hacer creer a otros, y a nosotros mismos, que realmente hemos estado allí", y en ese aspecto es que debemos ser conscientes del carácter humano de todos aquellos creyentes de quienes aprendemos, porque ellos están obligados delante de Dios a predicar la Verdad con fidelidad, pero eso no significa que no estén luchando por alcanzarla... Ellos mismos, también son hombres. Por esta razón Pedro no podía aceptar la adoración de Cornelio, porque, a pesar de toda la autoridad que Dios le había delegado, el apóstol era consciente de que él era tan solo un ser humano, con las mismas luchas y limitaciones de cualquier otro cristiano. Y aquí hay algo importante: Ser honesto acerca de cuánto nos falta para alcanzar la medida de lo que predicamos, no nos hace hipócritas, nos hace cristianos realistas, porque la medida plena de la Verdad solo la alcanzaremos hasta que Cristo vuelva por nosotros. Hipócrita no es entonces un siervo que consuela y anima a otros en su caminar a medida que les permite ver que también tiene luchas y debilidades, sino que hipócrita es aquel líder que, buscando ser alabado por los suyos, "ata cargas pesadas y difíciles de llevar, y las pone sobre los hombros de los hombres; pero él ni con un dedo quiere moverlas", (Mateo 23:4) aunque aparenta, e insiste en atribuirse, una obediencia intachable. Por tanto, tengamos una sana perspectiva acerca de nuestros líderes, y mientras su predicación sea fiel a la Palabra Divina, démosle la honra que merecen y aún esforcémonos por imitar sus conductas piadosas, pero no dejemos de orar por ellos, pues como hombres que son, están sujetos a nuestras mismas debilidades. Y si en algún momento, alguno que predica la Verdad, llegase a caer, como ocurrió en el caso del rey David por ejemplo, tengamos en cuenta que en tal situación, el que falló fue David mas no la Verdad que David predicaba. En conclusión, evangelicemos con fidelidad, y no temamos a hablar la Verdad aun cuando seamos conscientes de cuánto nos falta por alcanzarla, pues finalmente lo que predicamos es gracia, no obras; pero en ese camino, tengamos cuidado de tampoco irnos al extremo de llegar a justificar nuestra falta de diligencia espiritual, en el hecho de decir que "tan solo somos humanos". Por último, los que escribimos, los que enseñamos, los que evangelizamos, los que creemos en Cristo, es decir, todos nosotros como iglesia, somos nuevas criaturas que luchan, santas y salvas, si, pero no somos dioses, y por tanto, no merecemos la adoración de nadie, porque solo existe uno que merece ser adorado, y ese es únicamente Jesucristo.
“Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí.” Juan 14.6 “Todos los caminos conducen a Roma” decían en aquel tiempo sus orgullosos ciudadanos debido a que el poderoso imperio había construído cerca de 400 vías, representadas en casi 85.000 kilómetros de longitud, que servían para comunicar a las distintas provincias de todo el extensísimo territorio conquistado, con la imponente ciudad de Roma. Pero, poco a poco, dicho refrán, además de irse extendiendo por el planeta al ser traducido en varios idiomas, fue perdiendo su significado original, tomando un carácter cada vez mas genérico. Y esta es la razón por la cual, cuando alguien nos dice hoy que “Todos los caminos conducen a Roma”, por lo general ya no pensamos ni en los caminos… ni en Roma, sino que de inmediato entendemos que lo que nos quieren decir es que simplemente hay muchas maneras como podemos hacer algo para conseguir un mismo resultado. Y bueno, aunque no es la interpretación original, es una interpretación que nos resulta útil, pues la verdad es que muchas veces hay distintos métodos disponibles para conseguir una misma cosa… pero no debemos dejar de lado el hecho de que en muchos otros casos, este dicho, simplemente, no funciona. Piensa por ejemplo en alguien que aplicando incorrecta y forzadamente el antiguo refrán romano visita a un integrante del Estado Islámico y le expresa un argumento tan popular como el siguiente: “todos los dioses son iguales, llámese Alá, Krishna, energía o Cristo… lo que pasa es que simplemente tienen distintos nombres, pero al final todos conducen al mismo lugar”… y bueno, ni es necesario describirte lo que de inmediato pasaría con la cabeza de aquella persona. Si todas las religiones fueran iguales, entonces, ¿por qué mueren en medio oriente tantos cristianos en manos de musulmanes fieles? Si todas son iguales ¿por qué en India hay leyes que prohíben y penalizan las “conversiones inapropiadas” a religiones distintas del hinduismo? Si todas son iguales ¿por qué China persigue tan agresivamente a la iglesia cristiana? Si todas son iguales ¿por qué muchos consideran que en una conversación civilizada la religión y la política son tabú? ¿Por qué ocurre este conflicto? Pues precisamente porque no todas las religiones son iguales. Piensa no más en esta diferencia medular que existe entre el cristianismo y todas las demás religiones (incluyendo a la religión del ateísmo): Mientras todas ellas te exigen el cumplimiento de ciertos ritos, obras y sacrificios frecuentes de los que dependes para poder ser limpio, salvo o iluminado; la religión Cristiana es la única que te ofrece Salvación y Vida Eterna gratuita, inmediata y definitiva tan solo por medio de la Fe. Y entonces analicemos… si Verdad solo hay una (así como no hay verdad alternativa en el hecho de que 1+1=2), y todas las religiones se presentan como verdades que al compararlas entre sí resultan tan diferentes, entonces todas las religiones deben estar mintiendo, menos una ¿Verdad? Bueno, Cristo te ha dicho hoy: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí”, y en estas Palabras no hay lugar para interpretaciones ni subjetivismos. Cristo te ha dicho con toda claridad que Él es “La Verdad”, y que no hay manera de ser salvo si no es por medio de la Fe en Su precioso Nombre. Ahora ya sabes que no todos los caminos conducen a la Salvación, y que solo uno es el verdadero… Cuéntame entonces... sabiendo esto ¿Qué piensas hacer ahora?
Eclesiastés 12.1 Un profesor mío, que pasaba los 80 años, decía ocasionalmente: “Es increíble ver cuán rápido se van envejeciendo los demas”, para, de un modo gracioso, simular ante sus oyentes que él permanecía siempre igual de joven, mientras que los demás se iban haciendo mayores irremediablemente. Pero a pesar de esto, lo cierto es que, como bien dicen “los años no pasan solos”, ante lo cual uno podría preguntarse: ¿A qué edad puede decirse que empezamos a envejecer?... Y, claro, esta es una pregunta que se vuelve algo subjetiva (pues por lo general estimamos la edad de los demás tomando como patrón de juventud la edad nuestra), pero no debemos engañarnos, pues en todo caso, el inicio de la vejez llega biológicamente más pronto de lo que pensamos, encontrando por ejemplo estudios que indican que nuestro cerebro empieza a envenejecer a partir de los 20 años de edad, por lo que debemos entender que en gran parte es cierto que vivimos mas tiempo de nuestra existencia siendo “viejos” que “jóvenes”. En este capítulo de Eclesiastés, el Predicador, de una manera cruda y directa hace, entre los versículos 2 al 7, todo un análisis de los cambios inevitables a los que todo cuerpo humano en esta vida se verá enfrentado por causa del paso del tiempo, a lo cual le antecede, en el versículo 1, un fuerte llamado de atención del Predicador a los jóvenes, a quienes exhorta, diciendo: “Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud, antes que vengan los días malos”, es decir, antes que vengan todos aquellos días en los cuales tengas una multitud de cambios en tu cuerpo que te roben la energía, habilidades y muchas oportunidades. Amados jóvenes en Cristo, no piensen jamás que aún están demasiado jóvenes como para empezar a servir a la causa del Señor, porque el tiempo pasa muy muy rápido, y pronto nuestros años “pasan, y volamos” (Proverbios 90.10). Recuerden que el problema principal en la iglesia no es que haya muchos haciendo poco, sino que, por el contrario, el problema siempre ha sido que “la mies es mucha, mas los obreros pocos” (Mateo 9.37). Sería terrible si en medio de una guerra en la que oyes zumbar las balas que pasan próximas a tus oídos, te quedas inmóvil con tu arma en la mano mientras llamas al soldado vecino que está herido y luchando, y le preguntas que es lo que se supone que debes hacer con el rifle; pero aún peor sería quedarte inmóvil esperando a que alguien simplemente se acerque y te diga "¿Perdón por incomodarte, serías tan gentil de disparar?". Si estás en Cristo, te aseguro que tienes al menos un talento en tus manos, y estamos en una franca guerra espiritual, así que, no te preguntes si deberías estar usando aquel don, ni tampoco esperes a que alguien se acerque a preguntarte si tal vez quisieras hacerlo, porque es evidente que voluntariamente deberías ser tú el primero en dar ese paso, ofreciéndote intencionalmente a otros para la gloria de Dios y la extensión de su Reino, porque entre otras cosas, eres responsable delante del Señor del uso diligente o negligente que des a aquellos talentos que te ha dado por medio de Su Espíritu. Escucha la Palabra de Dios: “Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud, antes que vengan los días malos”, y ya no puedas servirle como quisieras, o como en retrospectiva hubieras querido hacerlo si no hubieras desperdiciado tantas oportunidades mientras eras más joven. Finalmente quiero aclarar, que este mensaje no va tan solo para aquellos creyentes jóvenes en edad, sino que va también para todos aquellos que sin importar la década de la vida en la que se encuentren, son rejuvenecidos de día en día en su corazón por medio de la obra del Espíritu Santo a su favor. Si estás en Cristo, tienes dones, y la iglesia los necesita, no importa tu edad. Escuchemos todos entonces, jóvenes, niños y ancianos, desde hoy y hasta que el Señor nos llame: Acordémonos de nuestro Creador.
"Por esto fue llamado el nombre de ella Babel, porque allí confundió Jehová el lenguaje de toda la tierra, y desde allí los esparció sobre la faz de toda la tierra." Génesis 11:9 La historia de Babel nos recuerda con claridad, pero a escala global, lo que significan las palabras de proverbios 16.18, dónde dice: "Antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu." Los pobladores de la tierra del tiempo de Génesis se habían unido decididamente alrededor del plan de elevarse por encima de Dios, creando una gran torre con el objetivo idolátrico de adorarse a sí mismos. Y a l ver Dios a la humanidad empeñada irremediablemente en llevar adelante su proyecto de pecado, dijo: "Ahora, pues, descendamos, y confundamos allí su lengua, para que ninguno entienda el habla de su compañero." (Génesis 11:7), por lo cual, los hombres, sumamente confundidos al no poder entender el idioma de su compañero, dejaron de construir la torre y fueron dispersados por la faz de la tierra. La historia mundial de los últimos años ha estado marcada por una clara agenda antropocéntrica, y por lo tanto anticristiana, que ha logrado unificar a grandes masas, (lamentablemente compuestas en gran parte por jóvenes), cuyo objetivo consiste en imponer a fuerza de ley y violencia, sus propias religiones, las cuales insisten en hacer llamar ideologías. Y en este contexto en el que el mundo se unió para elevarse por encima de Dios, hizo su aparición un virus no invitado que envío radicalmente a cada hombre, sumamente confundido, a su propia casa. La pandemia actual y la torre de Babel nos recuerdan de igual manera, que Dios sigue siendo el soberano Dios que ha sido y será por siempre, y que por más que el hombre quiera un día levantar su insignificante puño contra Él, y unirse en concierto con millones de otros, la Voluntad de Dios siempre prevalecerá. No obstante, cualquiera podría pensar que esta crisis tan dura que estamos viviendo como juicio de Dios, llevará a la humanidad entera a recapacitar y a girar sus ojos en pos de Él, pero asombrosamente eso no pasará, porque el hombre incrédulo, que pretende tapar con un dedo a Dios, no aprenderá de este tipo de lecciones y siempre alojará en su corazón rebelde el deseo de hacerse su propia torre de Babel, para ir de juicio en juicio, hasta que el Señor venga de una vez por todas y ya no haya oportunidad de arrepentimiento, pues en Aquel día final, terrible y glorioso, quienes hayan creído lo seguirán haciendo, y quienes no hayan creído ya no podrán hacerlo. Y es dura esta palabra de hoy, lo sé. Pero precisamente la he hablado, para buscar que muchos de los que ahora me escuchan, puedan por la misericordia de Dios oírme, no de oídos sino de corazón, y dejando a un lado los ladrillos de sus torres de Babel vengan a Cristo en arrepentimiento y Fe para recibir el precioso don del perdón, de la vida y de la salvación eterna... ¡Interpreta bien los tiempos por favor¡ ¿Por qué seguir en esa resistencia? Ya basta de confiar en aquello que te destruye. Busca a Dios... busca al Señor en sincera oración, pues Él ha dicho: "Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera." (Juan 6:37)
"Pero Jehová tenía preparado un gran pez que tragase a Jonás; y estuvo Jonás en el vientre del pez tres días y tres noches." Jonás 1:17 El profeta Jonás se había negado a la orden de Dios de ir a predicar Su Palabra a los pobladores de un pecaminoso lugar llamado Nínive, por lo cual, Jonás tomó un barco buscando huir lo más lejos que pudiese de la presencia del Señor. Pero, como nadie puede escapar jamás de Dios, y como Su voluntad siempre se cumple, el Señor levantó una gran tempestad que obligó a la tripulación a echar al mar al rebelde profeta, con lo que de inmediato, se calmó la tormenta. Y ahora allí estaba el rebelde Jonás, en medio del mar, en la mitad de la nada, sin ninguna probabilidad de sobrevivir. Pero Dios, en su infinita misericordia "tenía preparado un gran pez que tragase a Jonás; y estuvo Jonás en el vientre del pez tres días y tres noches" (Jonás 1:17) ¿Puedes imaginar lo dramático que esto fue? Espero que sí, porque por lo general tenemos una imagen muy romántica de Jonás muy cómodo dentro de una ballena, pero la verdad es que esto fue algo horroroso para Jonás, a tal punto que el profeta creyó que finalmente había llegado la hora de su muerte. Pero, a pesar de todo esto, aquel encierro dentro del vientre del pez fue el lugar escogido por Dios para que el profeta recapacitara y se acercara al Señor, en medio de lo cual el profeta arrepentido oró, dentro de muchas cosas, lo siguiente: "Cuando mi alma desfallecía en mí, me acordé de Jehová, y mi oración llegó hasta ti en tu santo templo. Los que siguen vanidades ilusorias, Su misericordia abandonan, mas yo con voz de alabanza te ofreceré sacrificios; pagaré lo que prometí. La salvación es de Jehová." (Jonás 2.7-9) y en ese mismo instante, por orden de Dios, el pez vomitó a Jonás, sano y salvo, en tierra. Entonces el profeta, puesto en pie y ya libre de todo aislamiento, fue a Nínive en obediencia a la orden que Dios desde un principio le había dado y predicó allí, diligentemente, la Palabra de Dios. A nosotros hace tres meses nos tragó un pez preparado por Dios y hoy estamos refugiados en el vientre de nuestro hogar temiendo tal vez por muchas cosas pertenecientes a esta vida, experimentando de un modo u otro las palabras de Jonás quien desde el interior del pez decía "Las aguas me rodearon hasta el alma, rodeóme el abismo; el alga se enredó a mi cabeza" (Jonás 2:5). Pero, así como el pez fue el lugar escogido por Dios para que Jonás se acercara más a Él y se arrepintiera de su pecado, debemos evaluar si no es esta Cuarentena el pez que Dios escogió para nosotros con esos mismos propósitos, y si así lo es, entonces, al igual que Jonás, nunca abandonemos la misericordia de Dios y recordemos siempre, que dondequiera que estemos Él nos escucha, y que la Salvación es del Señor. No sabemos cuándo el pez nos vomitará a tierra firme en libertad, o si ese momento nunca llegará, pero si llega a hacerlo, que sea entonces para lanzarnos decididamente a obedecer con toda pasión y perseverancia todas aquellas instrucciones que Dios desde hace tiempo nos ha ordenado y a las cuales muy seguramente, como Jonás, le pusimos resistencia cuando tuvimos oportunidad de haberlas hecho mientras estábamos en libertad. Y mientras tanto, lo que podamos obedecer dentro del pez, empecemos a hacerlo de una buena vez, pues aunque el mundo está en incierta pausa, la vida espiritual nunca descansa. Y al final de cuentas, independientemente de que aquella libertad llegue o no, y que la crisis se agudice cada día más o que se aplaque, no olvidemos nunca que así como Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del pez, nuestro glorioso Señor Jesús, luego del tercer día de haber sido sepultado en el vientre de la tierra, resucitó de entre los muertos para darnos, una herencia en los Cielos que nadie nunca podrá quitarnos.
"Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente; no temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo en dondequiera que vayas." Josué 1:9 Bajo el liderazgo de Moisés, el pueblo de Israel había transitado durante décadas a través del desierto en camino a la Tierra Prometida por Dios, tierra donde fluía "leche y miel". Pero, cuando aún faltaba luchar y conquistar el último trayecto, Moisés murió. Podría haber sido entonces el final fallido de tan aguerrida campaña, pero Dios, cuya Palabra siempre cumple y cuya Fidelidad es inquebrantable, había preparado desde años atrás, y bajo la tutoría de Moisés, a un joven llamado Josué quien fue creciendo en valentía y piedad, y a quien ahora, siendo ya mayor, el Señor se acerca y le dice: "Mi siervo Moisés ha muerto; ahora, pues, levántate y pasa este Jordán, tú y todo este pueblo, a la tierra que yo les doy a los hijos de Israel." (Josué 1:2) ¡Era una responsabilidad enorme! Muchos enemigos desconocidos les esperarían en ese recorrido, sin contar que el ánimo del pueblo podría estar bastante afectado por causa de la muerte de su líder, y por si fuera poco, Josué, aunque piadoso y valiente, lo más seguro es que estaba consciente de que no estaba en la capacidad humana de reemplazar a un líder de la talla de Moisés. Pero el Señor, comprensivo, amoroso y misericordioso como es, se acerca a Josué y le dice: "Nadie te podrá hacer frente en todos los días de tu vida; como estuve con Moisés, estaré contigo; no te dejaré, ni te desampararé. Esfuérzate y sé valiente; porque tú repartirás a este pueblo por heredad la tierra de la cual juré a sus padres que la daría a ellos." (Josué 1:5-6) Es claro que en este momento, al igual que Josué, tenemos sobradas razones humanas para temer: Enemigos desconocidos en frente, incertidumbre de todo tipo y la tentación siempre presente de caer en la incredulidad y el desánimo. Pero no olvidemos nunca que, al igual que ocurrió con Josué y Moisés, Dios está con nosotros, y que tenemos una Tierra Prometida celestial a la cual nos dirigimos inevitablemente, y a la cual, sin ninguna duda llegaremos, pues fue Dios quien en Cristo prometió dárnosla, y Dios jamás miente. Por lo cual, si estás en Cristo, estas palabras de Dios a Josué son también para ti hoy... por favor, escúchalas con atención. Dice Dios: "Solamente esfuérzate y sé muy valiente, para cuidar de hacer conforme a toda la ley que mi siervo Moisés te mandó; no te apartes de ella ni a diestra ni a siniestra, para que seas prosperado en todas las cosas que emprendas. Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito; porque entonces harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien. Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente; no temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo en dondequiera que vayas." (Josué 1:7-9). En medio de este gigante reto que tenemos en frente, tengamos nuestros ojos muy firmes en aquella preciosa y deleitosa Tierra Prometida que es Cristo, porque es una herencia incorruptible que ya tenemos segura, pues nuestro enemigo más fuerte y poderoso, que era la muerte, ya fue vencido con poder para siempre cuando el Señor, al tercer día, nos regaló su propia tumba vacía.
Lucas 18:11 Aquí tenemos el caso de un fariseo, que no orando con el Señor, sino "consigo mismo", quería expresarle a Dios por medio de su discurso público todas aquellas razones que él consideraba suficientes para ser acreditado como una "buena persona", condiciones por las cuales, pensaba el fariseo, Dios debía fijar sus ojos en él. Al igual que este fariseo, muchas personas en nuestros días, paradójicamente encuentran obstáculo en venir a Cristo en el hecho mismo de que se consideran "buenas personas", en lo cual podemos considerar varias cosas importantes: La primera es ¿Con quién se están comparando ellos para decir que son buenas personas? Es altamente probable que muchos de los que oyen este audio, al igual que yo, aparezcamos como perfectos inocentes si nos comparamos por ejemplo con Hitler, pero allí está el autoengaño, porque Dios no nos llama a compararnos con la santidad ni el estado moral de otros, sino con la Santidad perfecta de Él mismo... Y bajo este criterio de evaluación, absolutamente nadie resulta ser "bueno" según Dios, el Juez justo de los corazones de los hombres. La segunda cosa que podemos ver es que nadie es bueno porque todos, en sana consciencia y honestidad, debemos reconocer que hemos quebrantado a lo largo de nuestra vida al menos un punto de los mandamientos de Dios, y que de este modo hemos aportado diligentemente nuestra cuota, en mayor o menor medida, al desastre que vive la humanidad y la creación entera. De cualquier modo, hemos atentado contra el Amor perfecto establecido por Dios y por tanto, somos merecedores de un justo castigo por ello, tanto humano, como Divino. Así pues, si pasamos nuestra vida por este segundo criterio de evaluación, el de los mandamientos, descubriremos de igual forma que absolutamente nadie es "bueno". Y en tercer lugar nadie es "bueno", porque Dios mismo dice que nadie lo es: "Todos se desviaron, a una se han corrompido; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno" (Salmos 14:3). Dios nos ha pasado por Su criterio de evaluación, que es santo, justo y perfecto, y el veredicto Suyo es que nadie es "bueno". El fariseo de nuestro versículo de hoy, creía que por su apariencia de piedad y "buenas obras" Dios estaba obligado a salvarlo, pero el Evangelio no funciona así, pues dice Romanos 2.8 que "por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe", es decir, nadie se salva pagándole a Dios algún tipo de fianza por medio de sus "buenas obras" sino que la Salvación es enteramente por medio de la Fe en Cristo, un regalo que Dios nos concede por pura gracia. De este modo, nadie, inmediatamente luego de morir, podrá presentarse entonces delante de Dios con sus "buenas obras" a decir "mira Dios, merezco ir al Cielo", porque el Señor, como Juez supremo y justo que es, no juzgará a nadie conforme a sus buenas obras, sino a sus malas obras. Y después de escuchar esto ¿Qué podemos hacer entonces? Lo primero que debemos hacer es ser honestos con nosotros mismos, y delante de Dios reconocer con valentía y humildad nuestro pecado contra Él y contra Su creación. No podemos vivir más culpando a los demás de todo, ni alivianar las consecuencias de nuestros actos para eximirnos disimuladamente de nuestra propia responsabilidad del mismo modo en que lo hizo el fariseo en nuestro versículo de hoy. Pero, lo segundo que debemos hacer, es venir a Cristo, y creer en Él como único y suficiente Salvador, pues, aunque nosotros no podemos comprar nuestra salvación por medio de nuestros "buenos" actos (como quedó demostrado atrás), Cristo sí la pudo comprar por medio de la Cruz a favor de todos aquellos que han creído, creen y creerán en Él ¡En Cristo, todos nuestros pecados pueden ser lavados, y cuando dejemos esta vida, podremos presentar delante de Dios las obras perfectas de Cristo en nuestro lugar! ¡Hay esperanza!
Isaías 1:18 Muchas personas hoy, deciden no venir a Cristo porque al evaluarse a sí mismos en comparación con otros, consideran que sus pecados pasados son demasiado graves o escandalosos como para contar con alguna oportunidad de perdón por parte de Dios. Y así, muchas de estas personas, al verse perseguidas por la culpa de sus pecados pasados y por la desesperanza que les produce el pensar que son imperdonables, terminan entonces siendo presa fácil de la tristeza, del aislamiento, del remordimiento, y de la vergüenza, para terminar además, en muchas ocasiones, optando por cavar aún más hondo en su pecado con el objetivo de acallar, de un modo desesperado pero infructuoso, a la consciencia que les acusa. Ahora, si nos detenemos a analizar este tipo de pensamiento, entenderemos al menos dos cosas. Lo primero es que esta clase de persona cree que la Salvación es algo que se puede llegar a merecer... algo que solo pueden comprar algunas personas que no son "tan malas" como ella. Lo otro que podemos deducir que esta persona cree, es que aunque la sangre de Cristo es efectivamente capaz de perdonar varias clases de pecados, ella no resulta ser lo suficientemente poderosa como para pagar toda clase de pecados, por lo cual los más graves no tienen ninguna oportunidad de perdón ni esperanza de restauración. Sin embargo, ambas creencias, como veremos a continuación, radican en una comprensión distorsionada del Evangelio, que por supuesto, es capaz de traer angustia a cualquier corazón necesitado. En primer lugar, el Señor Jesús dice en Su Palabra: "No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento." (Lucas 5:32). Cristo ha venido a salvar a aquellos que se sienten abrumados en lo más profundo de su corazón por causa de su propio pecado, y no a aquellos que sienten su consciencia limpia mientras pecan. En segundo lugar, la Salvación es completamente gratuita, por lo que es imposible creer que puede ser comprada solo por las personas aparentemente más buenas. Por esta razón leemos en Romanos 3.24 que por la misericordia de Dios somos "justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús". Y en tercer y último lugar, la sangre de Cristo cubre todos y no solo algunos de los pecados, pues para Dios la clasificación de pecados grandes y pequeños no existe, pues todos son graves delante de Él, y para todos ellos, el sacrificio de Cristo es perfectamente suficiente. Dice Miqueas 7:19 "El volverá a tener misericordia de nosotros; sepultará nuestras iniquidades, y echará en lo profundo del mar todos nuestros pecados.", y en este versículo la palabra "todos" significa literalmente "todos". Y si todo lo anterior describe tu caso particular, debes saber que no es razón para detenerte en tu camino hacia Cristo el simple hecho de decir "no soy digno del perdón de Dios", pues aunque en verdad no lo eres (como nadie en el mundo lo es nunca), el hecho de estancarte tan solo allí, insistiendo en ello, sin ir más allá, no solo manifiesta que no has entendido el Evangelio para entonces poder creerlo, sino que además está dejando en evidencia tu elevado orgullo, pues es muy orgulloso considerar que tu perdón es más costoso y exigente que el perdón que Dios ofrece por medio de la muerte de Su Amado Hijo en la Cruz. Por todo lo anterior, no importa que tan grave consideres tú que es tu propio pecado, ni que tan grave consideren las demás personas que tu pecado es, nunca estás tan lejos de Dios para no acercarte, y nunca estás tan cerca como para no seguirte acercando ¡Hay esperanza para ti! Trae tus pecados, así como son, rojos como el carmesí, y ponlos allí delante de Dios y cree en Cristo como tu único y suficiente Salvador, para que vengan a ser todos ellos como blanca lana y puedas experimentar el inmenso gozo de saberte eternamente reconciliado con Dios.
"Y él dijo: Mañana. Y Moisés respondió: Se hará conforme a tu palabra, para que conozcas que no hay como Jehová nuestro Dios." Éxodo 8:10 ¿Te producen impresión las ranas? Bueno, si eres valiente es incluso posible que no te inquiete compartir habitación con uno de estos fríos y húmedos anfibios, pero estoy totalmente seguro de que cambiarías de opinión si ves que se trata, no de una rana, sino de cientos, miles o millones de ellas saltando a tu alrededor y posando sobre tu cabeza. El contexto del versículo de hoy es que Egipto se encontraba literalmente cubierto de ranas, las cuales habían invadido las casas y los campos, llegando incluso hasta Faraón, todo lo anterior como consecuencia del juicio que Dios había traído en forma de plaga sobre Egipto debido a su obstinada resistencia a dejar al pueblo israelita en libertad. Pero, muy pronto, el tema de las ranas los condujo a la desesperación, por lo que Faraón, en una aparente muestra de rendición "llamó a Moisés y a Aarón, y les dijo: Orad a Jehová para que quite las ranas de mí y de mi pueblo, y dejaré ir a tu pueblo para que ofrezca sacrificios a Jehová" (Éxodo 8:8), a lo cual Moisés respondió: "Dígnate indicarme cuándo debo orar por ti, por tus siervos y por tu pueblo, para que las ranas sean quitadas de ti y de tus casas, y que solamente queden en el río" (Éxodo 8:9). Ahora, por un momento, ponte en los zapatos llenos de ranas de Faraón y piensa ¿Qué habrías respondido tú ante el ofrecimiento de Moisés? Muy probablemente habrías respondido: "Ora ya y quítamelas de encima ahora mismo" ¿Verdad? Pero, a cambio de eso, ante la pregunta de cuando quería que las ranas le fueran quitadas, Faraón simplemente respondió: "Mañana"... ¡Mañana! ¿Puedes creerlo? Faraón prefirió someterse a un día más de plaga, antes que pedir humildemente el pronto auxilio de Dios. Y bueno, a esta altura podríamos juzgar de inmediato a Faraón de ser un orgulloso atípico... Pero, la verdad es que no hay nada de atípico en Faraón... así somos todos... esto es lo típico de todo corazón humano, que de nacimiento se resiste a reconocer su pecado y a buscar con humildad la misericordia y pronto rescate de Dios. Por esta razón muchas personas naturalmente piensan: "Yo aún no creeré porque aún deseo seguir haciendo varias cosas que sé que la Biblia prohíbe... Yo aún quiero seguir conviviendo un poco más con los juicios de Dios, y sí, es cierto, me lastiman las consecuencias de mis pecados y las huellas indelebles que dejan en mi pasado, pero yo aún deseo pasar tan solo un día más con mis ranas, y a partir de mañana, seguro creeré" Sin embargo, las cosas lamentablemente no funcionan así, pues de Faraón podemos aprender que a pesar de que Dios le perdonó la vida luego de diez plagas, Faraón siguió endurecido en su corazón hasta que al final sucumbió cubierto por las aguas del Mar Rojo sin más oportunidad de arrepentimiento. Nuestro contexto actual, en el cual estamos sufriendo, al igual que Egipto, los estragos de una plaga, es una excelente oportunidad para reflexionar, no en la plaga, sino en nuestros pecados y en la necesidad que tenemos de acudir a Dios buscando su paz, orando además, no tanto porque las ranas nos sean quitadas de encima, sino porque muchos en este tiempo vengan a los pies de Cristo para salvación. Pero para esto, anunciemos el Evangelio... No esperemos a que la pandemia cambie a las personas, pues así como las diez plagas no fueron capaces de transformar el corazón de Faraón, el Coronavirus tampoco lo hará con ningún hombre hoy, pues el único que salva y transforma es Jesucristo... ¡Anunciemos Su Nombre con urgencia!... Porque la verdadera pandemia se llama pecado, y este es un virus que mata, no solo el cuerpo, sino también el alma por toda la eternidad.