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El flamante campeón de Roland Garros atendió a Manu Carreño en El Larguero un día después de levantar la Copa de los Mosqueteros en París.
Con el Amado Líder en su faceta de estrella del rock, Ivan vuelve para ponerse a la mesa con los habituales, Aïda i JJ para turrear sobre los estrenos, criticar a todo el mundo, incluida Zendaya para variar y espoilear a gusto, pero avisando, Sugar y Materia Oscura, las dos series mas recientes de Apple, y la secuela que nadie vio venir, Vigilante Nocturno: Los Demonios son para Siempre (Nightwatch: Demons are Forever)
Guillermo Balmori nos lleva hoy de viaje hasta 1948 para hablarnos de otro clásico del cine: Los tres mosqueteros
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo XXXIII Doncella y señora Entre tanto, como hemos dicho, pese a los gritos de su conciencia y a los sabios consejos de Athos, D'Artagnan se enamoraba más de hora en hora de Milady; por eso no dejaba de ir ningún día a hacerle una corte a la que el aventurero gascón estaba convencido de que tarde o temprano no podía dejar ella de corresponderle. Una noche que llegaba orgulloso, ligero como hombre que espera una lluvia de oro, encontró a la doncella en la puerta cochera; pero esta vez la linda Ketty no se contentó con sonreírle al pasar: le cogió dulcemente la mano. —¡Bueno! —se dijo D'Artagnan—. Estará encargada de algún mensaje para mí de parte de su señora; va a darme alguna cita que no habrá osado darme ella de viva voz. Y miró a la hermosa niña con el aire más victorioso que pudo adoptar. —Quisiera deciros dos palabras, señor caballero… —balbuceó la doncella. —Habla, hija mía, habla —dijo D'Artagnan—, te escucho. —Aquí, imposible: lo que tengo que deciros es demasiado largo y sobre todo demasiado secreto. —¡Bueno! Entonces, ¿qué se puede hacer? —Si el señor caballero quisiera seguirme —dijo tímidamente Ketty. —Donde tú quieras, hermosa niña. —Venid entonces. Y Ketty, que no había soltado la mano de D'Artagnan, lo arrastró por una pequeña escalera sombría y de caracol, y tras haberle hecho subir una quincena de escalones, abrió una puerta. —Entrad, señor caballero —dijo—, aquí estaremos solos y podremos hablar. —¿Y de quién es esta habitación, hermosa niña? —preguntó D'Artagnan. —Es la mía, señor caballero; comunica con la de mi ama por esta puerta. Pero estad tranquilo no podrá oír lo que decimos, jamás se acuesta antes de medianoche. D'Artagnan lanzó una ojeada alrededor. El cuartito era encantador de gusto y de limpieza; pero, a pesar suyo, sus ojos se fijaron en aquella puerta que Katty le había dicho que conducía a la habitación de Milady. Ketty adivinó lo que pasaba en el alma del joven, y lanzó un suspiro. —¡Amáis entonces a mi ama, señor caballero! —dijo ella. —¡Más de lo que podría decir! ¡Estoy loco por ella! Ketty lanzó un segundo suspiro. —¡Ah, señor —dijo ella—, es una lástima! —¿Y qué diablos ves en ello que sea tan molesto? —preguntó D'Artagnan. —Es que, señor —prosiguió Ketty— mi ama no os ama. —¡Cómo! —dijo D'Artagnan—. ¿Te ha encargado ella decírmelo? —¡Oh, no, señor! Soy yo quien, por interés hacia vos, he tomado la decisión de avisaros. —Gracias, mi buena Ketty, pero sólo por la intención, porque comprenderás la confidencia no es agradable. —Es decir, que no creéis lo que os he dicho, ¿verdad? —Siempre cuesta creer cosas semejantes, hermosa niña, aunque no sea más que por amor propio. —¿Entonces no me creéis? —Confieso que hasta que no te dignes darme algunas pruebas de lo que me adelantáis.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo XXXII Una cena de procurador Mientras tanto, el duelo en el que Porthos había jugado un papel tan brillante no le había hecho olvidar la cena a la que le había invitado la mujer del procurador. Al día siguiente, hacia la una, se hizo dar la última cepillada por Mosquetón, y se encaminó hacia la calle Aux Ours, con el paso de un hombre que tiene dos veces suerte. Su corazón palpitaba, pero no era, como el de D'Artagnan, por un amor joven e impaciente. No, un interés más material le latigaba la sangre, iba por fin a franquear aquel umbral misterioso, a subir aquella escalinata desconocida que habían construido, uno a uno, los viejos escudos de maese Coquenard. Iba a ver, en realidad, cierto arcón cuya imagen había visto veinte veces en sus sueños; arcón de forma alargada y profunda, lleno de cadenas y cerrojos, empotrado en el suelo; arcón del que con tanta frecuencia había oído hablar, y que las manos algo secas, cierto, pero no sin elegancia, de la procuradora, iban a abrir a sus miradas admiradoras. Y luego él, el hombre errante por la tierra, el hombre sin fortuna, el hombre sin familia, el soldado habituado a los albergues, a los tugurios; a las tabernas, a las posadas, el gastrónomo forzado la mayor parte del tiempo a limitarse a bocados de ocasión, iba a probar comidas caseras, a saborear un interior confortable y a dejarse mimar con esos pequeños cuidados que cuanto más duro es uno más placen, como dicen los viejos soldadotes. Venir en calidad de primo a sentarse todos los días a una buena mesa, desarrugar la frente amarilla y arrugada del viejo procurador, desplumar algo a los jóvenes pasantes enseñándoles la baceta, el passedix y el lansquenete[152] en sus jugadas más finas, y ganándoles a manera de honorarios por la lección que les daba en una hora sus ahorros de un mes, todo esto hacía sonreír enormemente a Porthos. El mosquetero recordaba bien, de aquí y de allá, las malas ideas que corrían en aquel tiempo sobre los procuradores y que les han sobrevivido: la tacañería, los recortes, los días de ayuno, pero como después de todo, salvo algunos accesos de economía que Porthos había encontrado siempre muy intempestivos, había visto a la procuradora bastante liberal, para una procuradora, por supuesto, esperó encontrar una casa montada de forma halagüeña. Sin embargo, a la puerta el mosquetero tuvo algunas dudas: el comienzo era para animar a la gente: alameda hedionda y negra, escalera mal aclarada por barrotes a través de los cuales se filtraba la luz de un patio vecino; en el primer piso una puerta baja y herrada con enormes clavos como la puerta principal de Grand Chátelet. Porthos llamó con el dedo: un pasante alto, pálido y escondido bajo una selva virgen de pelo, vino a abrir y saludó con aire de hombre obligado a respetar en otro al mismo tiempo la altura que indica la fuerza, el uniforme militar que indica el estado, y la cara bermeja que indica el hábito de vivir bien. Otro pasante más pequeño tras el primero, otro pasante más alto tras el segundo, un mandadero de doce años tras el tercero. En total, tres pasantes y medio; lo cual, para la época, anunciaba un bufete de los más surtidos. Aunque el mosquetero sólo tenía que llegar a la una, desde medio día la procuradora tenía el ojo avizor y contaba con el corazón y quizá también con el estómago de su adorador para que adelantase la hora.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo XXX Milady D'Artagnan había seguido a Milady sin ser notado por ella; la vio subir a su carroza y la oyó dar a su cochero la orden de ir a Saint-Germain. Era inútil tratar de seguir a pie un coche llevado al trote por dos vigorosos caballos. D'Artagnan volvió, por tanto, a la calle Férou. En la calle de Seine encontró a Planchet que se hallaba parado ante la tienda de un pastelero y que parecía extasiado ante un brioche de la forma más apetecible. Le dio orden de ir a ensillar dos caballos a las cuadras del señor de Tréville, uno para él, D'Artagnan, y otro para Planchet, y venir a reunírsele a casa de Athos, porque el señor de Tréville había puesto sus cuadras de una vez por todas al servicio de D'Artagnan. Planchet se encaminó hacia la calle del Colombier y D'Artagnan hacia la calle Férou. Athos estaba en su casa vaciando tristemente una de las botellas de aquel famoso vino español que había traído de su viaje a Picardía. Hizo señas a Grimaud de traer un vaso para D'Artagnan y Grimaud obedeció como de costumbre. D'Artagnan contó entonces a Athos todo cuanto había pasado en la iglesia entre Porthos y la procuradora, y cómo para aquella hora su compañero estaba probablemente en camino de equiparse. —Pues yo estoy muy tranquilo —respondió Athos a todo este relato—; no serán las mujeres las que hagan los gastos de mi arnés. —Y, sin embargo, hermoso, cortés, gran señor como sois, mi querido Athos, no habría ni princesa ni reina a salvo de vuestros dardos amorosos. —¡Qué joven es este D'Artagnan! —dijo Athos, encogiéndose de hombros. E hizo señas a Grimaud para que trajera una segunda botella. En aquel momento Planchet pasó humildemente la cabeza por la puerta entreabierta y anunció a su señor que los dos caballos estaban allí. —¿Qué caballos? —preguntó Athos. —Dos que el señor de Tréville me presta para el paseo y con los que voy a dar una vuelta por Saint-Germain. —¿Y qué vais a hacer a Saint-Germain? —preguntó aún Athos. Entonces D'Artagnan le contó el encuentro que había tenido en la iglesia, y cómo había vuelto a encontrar a aquella mujer que, con el señor de la capa negra y la cicatriz junto a la sien, era su eterna preocupación. —Es decir, que estáis enamorado de ella, como lo estáis de la señora Bonacieux —dijo Athos encogiéndose desdeñosamente de hombros como si se compadeciese de la debilidad humana. —¿Yo? ¡Nada de eso! —exclamó D'Artagnan—. Sólo tengo curiosidad por aclarar el misterio con el que está relacionada. No sé por qué, pero me imagino que esa mujer, por más desconocida que me sea y por más desconocido que yo sea para ella, tiene una influencia en mi vida. —De hecho, tenéis razón —dijo Athos—. No conozco una mujer que merezca la pena que se la busque cuando está perdida. La señora Bonacieux está perdida, ¡tanto peor para ella! ¡Que ella misma se encuentre! —No, Athos, no, os engañáis —dijo D'Artagnan—; amo a mi pobre Constance más que nunca, y si supiese el lugar en que está, aunque fuera en el fin del mundo, partiría para sacarla de las manos de sus verdugos; pero lo ignoro, todas mis búsquedas han sido inútiles. ¿Qué queréis? Hay que distraerse.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo XXXI Ingleses y franceses Llegada la hora, se dirigieron con los cuatro lacayos hacia el Luxemburgo, a un recinto abandonado a las cabras. Athos dio una moneda al cabrero para que se alejase. Los lacayos fueron encargados de hacer de centinelas. Inmediatamente una tropa silenciosa se aproximó al mismo recinto, penetró en él y se unió a los mosqueteros; luego tuvieron lugar las presentaciones según las costumbres de ultramar. Los ingleses eran todas personas de la mayor calidad, los nombres extraños de sus adversarios fueron, pues, para ellos tema no sólo de sorpresa sino aun de inquietud. —Pero a todo esto —dijo lord de Winter cuando los tres amigos hubieron dado sus nombres—, no sabemos quiénes sois, y nosotros no nos batiremos con nombres semejantes; son nombres de pastores. —Como bien suponéis, milord, son nombres falsos —dijo Athos. —Lo cual nos da aún mayor deseo de conocer los nombres verdaderos —respondió el inglés. —Habéis jugado de buena gana contra nosotros sin conocerlos —dijo Athos—, y con ese distintivo nos habéis ganado nuestros dos caballos. —Cierto, pero no arriesgábamos más que nuestras pistolas; esta vez arriesgamos nuestra sangre: se juega con todo el mundo, pero uno sólo se bate con sus iguales. —Eso es justo —dijo Athos. Y llevó aparte a aquel de los cuatro ingleses con el que debía batirse y le dijo su nombre en voz baja. Porthos y Aramis hicieron otro tanto por su lado. —¿Os basta eso —dijo Athos a su adversario—, y me creéis tan gran señor como para hacerme la gracia de cruzar la espada conmigo? —Sí, señor —dijo el inglés inclinándose. —Y bien, ahora, ¿queréis que os diga una cosa? —repuso fríamente Athos. —¿Cuál? —preguntó el inglés. —Nunca deberíais haberme exigido que me diese a conocer. —¿Por qué? —Porque se me cree muerto, porque tengo razones para desear que no se sepa que vivo, y porque voy a verme obligado a mataros, para que mi secreto no corra por ahí. El inglés miró a Athos, creyendo que éste bromeaba; pero Athos no bromeaba por nada del mundo. —Señores —dijo dirigiéndose al mismo tiempo a sus compañeros y a sus adversarios—, ¿estamos? —Sí —respondieron todos a una, ingleses y franceses. —Entonces, en guardia —dijo Athos. Y al punto, ocho espadas brillaron a los rayos del crepúsculo, y el combate comenzó con un encarnizamiento muy natural entre gentes dos veces enemigas. Athos luchaba con tanta calma y método como si estuviera en una sala de armas. Porthos, corregido sin duda de su excesiva confianza por su aventura de Chantilly, hacía un juego lleno de sutileza y prudencia. Aramis, que tenía que terminar el tercer canto de su poema, se apresuraba como hombre muy ocupado. Athos fue el primero en matar a su adversario: no le había lanzado más que una estocada, pero como había avisado, el golpe había sido mortal, la espada le atravesó el corazón.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo XXIX La caza del equipo El más preocupado de los cuatro amigos era, por supuesto, D'Artagnan, aunque D'Artagnan, en su calidad de guardia, fuera más fácil de equipar que los señores mosqueteros, que eran señores; pero nuestro cadete de Gascuña era, como se habrá podido ver, de un carácter previsor y casi avaro, aunque también fantasioso hasta el punto (explicad los contrarios) de poderse comparar con Porthos. A aquella preocupación de su vanidad D'Artagnan unía en aquel momento una inquietud menos egoísta. Pese a algunas informaciones que había podido recibir sobre la señora Bonacieux, no le había llegado ninguna noticia. El señor de Tréville había hablado de ello a la reina: la reina ignoraba dónde estaba la joven mercera y habría prometido hacerla buscar. Pero esta promesa era muy vaga y apenas tranquilizadora para D'Artagnan. Athos no salía de su habitación: había decidido no arriesgar una zancada para equiparse. —Nos quedan quince días —les decía a sus amigos—; pues bien, si al cabo de quince días no he encontrado nada mejor, si nada ha venido a encontrarme, como soy buen católico para romperme la cabeza de un disparo, buscaré una buena pelea a cuatro guardias de su Eminencia o a ocho ingleses y me batiré hasta que haya uno que me mate, lo cual, con esa cantidad, no puede dejar de ocurrir. Se dirá entonces que he muerto por el rey, de modo que habré cumplido con mi deber sin tener necesidad de equiparme. Porthos seguía paseándose con las manos a la espalda, moviendo la cabeza de arriba abajo y diciendo: —Sigo en mi idea. Aramis, inquieto y despeinado, no decía nada. Por estos detalles desastrosos puede verse que la desolación reinaba en la comunidad. Los lacayos, por su parte, como los corceles de Hipólito[149], compartían la triste pena de sus amos. Mosquetón hacía provisiones de mendrugos de pan; Bazin, que siempre se había dado a la devoción, no dejaba las iglesias; Planchet miraba volar las moscas, y Grimaud, al que la penuria general no podía decidir a romper el silencio impuesto por su amo, lanzaba suspiros como para enternecer a las piedras. Los tres amigos, porque, como hemos dicho, Athos había jurado no dar un paso para equiparse, los tres amigos salían, pues, al alba y volvían muy tarde. Erraban por las calles mirando al suelo para saber si las personas que habían pasado antes que ellos no habían dejado alguna bolsa. Se hubiera dicho que seguían pistas, tan atentos estaban por donde quiera que iban. Cuando se encontraban, tenían miradas desoladas que querían decir: ¿Has encontrado algo? Sin embargo como Porthos había sido el primero en dar con su idea y como había persistido en ella, fue el primero en actuar. Era un hombre de acción aquel digno Porthos. D'Artagnan lo vio un día encaminarse hacia la iglesia de Saint-Leu, y lo siguió instintivamente: entró en el lugar santo después de haberse atusado el mostacho y estirado su perilla, lo cual anunciaba de su parte las intenciones más conquistadoras. Como D'Artagnan tomaba algunas precauciones para esconderse, Porthos creyó no haber sido visto. D'Artagnan entró tras él; Porthos fue a situarse al lado de un pilar; D'Artagnan, siempre sin ser visto, se apoyó en otro. Precisamente había sermón, lo cual hacía que la iglesia estuviera abarrotada. Porthos aprovechó la circunstancia para echar una ojeada a las mujeres; gracias a los buenos cuidados de Mosquetón, el exterior estaba lejos de anunciar las penurias del interior: su sombrero estaba ciertamente algo pelado, su pluma descolorida, sus brocados algo deslustrados, sus puntillas bastante raídas, pero a media luz todas estas bagatelas desaparecían y Porthos seguía siendo el bello Porthos.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo XXVIII El regreso D'Artagnan había quedado aturdido por la horrible confesión de Athos; sin embargo, muchas de las cosas parecían oscuras en aquella semirrevelación; en primer lugar, había sido hecha por un hombre completamente ebrio a un hombre que lo estaba a medias, y no obstante, pese a esa ola que hace subir al cerebro el vaho de dos o tres botellas de borgoña, D'Artagnan, al despertarse al día siguiente, tenía cada palabra de Athos tan presente en su espíritu como si a medida que habían caído de su boca se hubieran impreso en su espíritu. Toda aquella duda no hizo sino darle un deseo más vivo de llegar a una certidumbre, y pasó a la habitación de su amigo con la intención bien meditada de reanudar su conversación de la víspera; pero encontró a Athos con la cabeza completamente sentada, es decir, el más fino y más impenetrable de los hombres. Por lo demás, el mosquetero, después de haber cambiado con él un apretón de manos, se le adelantó con el pensamiento. —Estaba muy borracho ayer, mi querido D'Artagnan —dijo—; me he dado cuenta esta mañana por mi lengua, que estaba todavía muy espesa y por mi pulso, que aún estaba muy agitado; apuesto a que dije mil extravagancias. Y al decir estas palabras miró a su amigo con una fijeza que lo embarazó. —No —replicó D'Artagnan—, y si no recuerdo mal, no habéis dicho nada muy extraordinario. —¡Ah, me asombráis! Creía haberos contado una historia de las más lamentables. Y miraba al joven como si hubiera querido leer en lo más profundo de su corazón. —A fe mía —dijo D'Artagnan—, parece que yo estaba aún más borracho que vos, puesto que no me acuerdo de nada. Athos no se fió de esta palabra y prosiguió: —No habréis dejado de notar, mi querido amigo, que cada cual tiene su clase de borrachera: triste o alegre; yo tengo la borrachera triste, y cuando alguna vez me emborracho, mi manía es contar todas las historias lúgubres que la tonta de mi nodriza me metió en el cerebro. Ese es mi defecto, defecto capital, lo admito; pero, dejando eso a un lado, soy buen bebedor. Athos decía esto de una forma tan natural que D'Artagnan quedó confuso en su convicción. —Oh, de algo así me acuerdo, en efecto —prosiguió el joven tratando de volver a coger la verdad—, me acuerdo de algo así como que hablamos de ahorcados, pero como se acuerda uno de un sueño. —¡Ah, lo veis! —dijo Athos palideciendo y, sin embargo, tratando de reír—. Estaba seguro, los ahorcados son mi pesadilla. —Sí, sí —prosiguió D'Artagnan—, y, ya está, la memoria me vuelve: sí, se trataba…, esperad…, se trataba de una mujer. —¿Lo veis? —respondió Athos volviéndose casi lívido—. Es mi famosa historia de la mujer rubia, y cuando la cuento es que estoy borracho perdido. —Sí, eso es —dijo D'Artagnan—, la historia de la mujer rubia, alta y hermosa, de ojos azules. —Sí, y colgada. —Por su marido, que era un señor de vuestro conocimiento continuó D'Artagnan mirando fijamente a Athos. —¡Y bien! Ya veis cómo se compromete un hombre cuando no sabe lo que se dice —prosiguió Athos encogiéndose de hombros como si tuviera piedad de sí mismo—. Decididamente, no quiero emborracharme más, D'Artagnan, es una mala costumbre.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo XXVII La mujer de Athos –Ahora sólo queda saber nuevas de Athos —dijo D'Artagnan al fogoso Aramis, una vez que lo hubo puesto al corriente de lo que había pasado en la capital después de su partida, y mientras una excelente comida hacía olvidar a uno su tesis y al otro su fatiga. —¿Creéis, pues, que le habrá ocurrido alguna desgracia? —preguntó Aramis—. Athos es tan frío, tan valiente y maneja tan hábilmente su espada… —Sí, sin duda, y nadie reconoce más que yo el valor y la habilidad de Athos; pero yo prefiero sobre mi espada el choque de las lanzas al de los bastones; temo que Athos haya sido zurrado por el hatajo de lacayos, los criados son gentes que golpean fuerte y que no terminan pronto. Por eso, os lo confieso, quisiera partir lo antes posible. —Yo trataré de acompañaros —dijo Aramis—, aunque aún no me siento en condiciones de montar a caballo. Ayer ensayé la disciplina que veis sobre ese muro, y el dolor me impidió continuar ese piadoso ejercicio. —Es que, amigo mío, nunca se ha visto intentar curar un escopetazo a golpes de disciplina; pero estabais enfermo, y la enfermedad debilita la cabeza, lo que hace que os excuse. —¿Y cuándo partís? —Mañana, al despuntar el alba; reposad lo mejor que podáis esta noche y mañana, si podéis, partiremos juntos. —Hasta mañana, pues —dijo Aramis—; porque por muy de hierro que seáis, debéis tener necesidad de reposo. Al día siguiente, cuando D'Artagnan entró en la habitación de Aramis, lo encontró en su ventana. —¿Qué miráis ahí? —preguntó D'Artagnan. —¡A fe mía! Admiro esos tres magníficos caballos que los mozos de cuadra tienen de la brida; es un placer de príncipe viajar en semejantes monturas. —Pues bien, mi querido Aramis, os daréis ese placer, porque uno de esos caballos es para vos. —¡Huy! ¿Cuál? —El que queráis de los tres, yo no tengo preferencia. —¿Y el rico caparazón que te cubre es mío también? —Claro. —¿Queréis reíros, D'Artagnan? —Yo no río desde que vos habláis francés. —¿Son para mí esas fundas doradas, esa gualdrapa de terciopelo, esa silla claveteada de plata? —Para vos, como el caballo que piafa es para mí, y como ese otro caballo que caracolea es para Athos. —¡Peste! Son tres animales soberbios. —Me halaga que sean de vuestro gusto. —¿Es el rey quien os ha hecho ese regalo? —A buen seguro que no ha sido el cardenal; pero no os preocupéis de dónde vienen, y pensad sólo que uno de los tres es de vuestra propiedad. —Me quedo con el que lleva el mozo de cuadra pelirrojo. —¡De maravilla!
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo XXVI La tesis de Aramis D'Artagnan no había dicho a Porthos nada de su herida ni de su procuradora. Era nuestro bearnés un muchacho muy prudente, aunque fuera joven. En consecuencia, había fingido creer todo lo que le había contado el glorioso mosquetero, convencido de que no hay amistad que soporte un secreto sorprendido, sobre todo cuando este secreto afecta al orgullo; además, siempre se tiene cierta superioridad moral sobre aquellos cuya vida se sabe. Y D'Artagnan, en sus proyectos de intriga futuros, y decidido como estaba a hacer de sus tres compañeros los instrumentos de su fortuna, D'Artagnan no estaba molesto por reunir de antemano en su mano los hilos invisibles con cuya ayuda contaba dirigirlos. Sin embargo, a lo largo del camino, una profunda tristeza le oprimía el corazón; pensaba en aquella joven y bonita señora Bonacieux, que debía pagarle el precio de su adhesión; pero, apresurémonos a decirlo, aquella tristeza en el joven provenía no tanto del pesar de su felicidad perdida cuanto de la inquietud que experimentaba porque le pasase algo a aquella pobre mujer. Para él no había ninguna duda: era víctima de una venganza del cardenal y, como se sabe, las venganzas de Su Eminencia eran terribles. Cómo había encontrado él gracia a los ojos del ministro, es lo que él mismo ignoraba y sin duda lo que le hubiese revelado el señor de Cavois si el capitán de los guardias le hubiera encontrado en su casa. Nada hace marchar al tiempo ni abrevia el camino como un pensamiento que absorbe en sí mismo todas las facultades del organismo de quien piensa. La existencia exterior parece entonces un sueño cuya ensoñación es ese pensamiento. Gracias a su influencia, el tiempo no tiene medida, el espacio no tiene distancia. Se parte de un lugar y se llega a otro, eso es todo. Del intervalo recorrido nada queda presente a vuestro recuerdo más que una niebla vaga en la que se borran mil imágenes confusas de árboles, de montañas y de paisajes. Fue así, presa de una alucinación, como D'Artagnan franqueó, al trote que quiso tomar su caballo, las seis a ocho leguas que separan Chantilly de Crèvecceur, sin que al llegar a esta ciudad se acordase de nada de lo que había encontrado en su camino. Sólo allí le volvió la memoria, movió la cabeza, divisó la taberna en que había dejado a Aramis y, poniendo su caballo al trote, se detuvo en la puerta. Aquella vez no fue un hostelero, sino una hostelera quien lo recibió; D'Artagnan era fisonomista, envolvió de una ojeada la gruesa cara alegre del ama del lugar, y comprendió que no había necesidad de disimular con ella ni había nada que temer de parte de una fisonomía tan alegre. —Mi buena señora —le preguntó D'Artagnan—, ¿podríais decirme qué ha sido de uno de mis amigos, a quien nos vimos forzados a dejar aquí hace una docena de días? —¿Un guapo joven de veintitrés a veinticuatro años, dulce, amable, bien hecho? —¿Y además herido en un hombro? —Eso es. —Precisamente. —Pues bien, señor sigue estando aquí. —¡Bien, mi querida señora! —dijo D'Artagnan poniendo pie en tierra y lanzando la brida de su caballo al brazo de Planchet—. Me devolvéis la vida. ¿Dónde está mi querido Aramis, para que lo abrace? Porque, lo confieso, tengo prisa por volverlo a ver. —Perdón, señor, pero dudo de que pueda recibiros en este momento. —¿Y eso por qué? ¿Es que está con una mujer? —¡Jesús! ¡No digáis eso! ¡El pobre muchacho! No, señor, no está con una mujer.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo XXV Porthos En lugar de regresar a su casa directamente, D'Artagnan puso pie en tierra ante la puerta del señor de Tréville y subió rápidamente la escalera. Aquella vez estaba decidido a contarle todo lo que acababa de pasar. Sin duda, él daría buenos consejos en todo aquel asunto; además, como el señor de Tréville veía casi a diario a la reina, quizá podría sacar a Su Majestad alguna información sobre la pobre mujer a quien sin duda se hacía pagar su adhesión a su señora. El señor de Tréville escuchó el relato del joven con una gravedad que probaba que había algo más en toda aquella aventura que una intriga de amor; luego, cuando D'Artagnan hubo acabado: —¡Hum! —dijo—. Todo esto huele a Su Eminencia a una legua. —Pero ¿qué hacer? —dijo D'Artagnan. —Nada, absolutamente nada ahora sólo abandonar París como os he dicho, lo antes posible. Yo veré a la reina, le contaré los detalles de la desaparición de esa pobre mujer, que ella sin duda ignora; estos detalles la orientarán por su lado, y a vuestro regreso, quizá tenga yo alguna buena nueva que deciros. Dejadlo en mis manos. D'Artagnan sabía que, aunque gascón el señor de Tréville no tenía la costumbre de prometer, y que cuando por azar prometía, mantenía, y con creces, lo que había prometido. Saludó, pues, lleno de agradecimiento por el pasado y por el futuro, y el digno capitán, que por su lado sentía vivo interés por aquel joven tan valiente y tan resuelto, le apretó afectuosamente la mano deseándole un buen viaje. Decidido a poner los consejos del señor de Tréville en práctica en aquel mismo instante, D'Artagnan se encaminó hacia la calle des Fossoyeurs, a fin de velar por la preparación de su equipaje. Al acercarse a su casa, reconoció al señor Bonacieux en traje de mañana, de pie ante el umbral de su puerta. Todo lo que le había dicho la víspera el prudente Planchet sobre el carácter siniestro de su huésped volvió entonces a la memoria de D'Artagnan que lo miró más atentamente de lo que hasta entonces había hecho. En efecto, además de aquella palidez amarillenta y enfermiza que indica la filtración de la bilis en la sangre y que por el otro lado podía ser sólo accidental, D'Artagnan observó algo de sinuosamente pérfido en la tendencia a las arrugas de su cara. Un bribón no ríe de igual forma que un hombre honesto, un hipócrita no llora con las lágrimas que un hombre de buena fe. Toda falsedad es una máscara, y por bien hecha que esté la máscara, siempre se llega, con un poco de atención, a distinguirla del rostro. Le pareció pues, a D'Artagnan que el señor Bonacieux llevaba una máscara, e incluso que aquella máscara era de las más desagradables de ver. En consecuencia, vencido por su repugnancia hacia aquel hombre, iba a pasar por delante de él sin hablarle cuando, como la víspera, el señor Bonacieux lo interpeló: —¡Y bien, joven —le dijo—, parece que andamos de juerga! ¡Diablos, las siete de la mañana! Me parece que os apartáis de las costumbres recibidas y que volvéis a la hora en que los demás salen. —No se os hará a vos el mismo reproche, maese Bonacieux —dijo el joven—, y sois modelo de las gentes ordenadas. Es cierto que cuando se pone una mujer joven y bonita, no hay necesidad de correr detrás de la felicidad; es la felicidad la que viene a buscaros, ¿no es así, señor Bonacieux? Bonacieux se puso pálido como la muerte y muequeó una sonrisa. —¡Ah, ah! —dijo Bonacieux—. Sois un compañero bromista. Pero ¿dónde diablos habéis andado de correría esta noche, mi joven amigo? Parece que no hacía muy buen tiempo en los atajos.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo XXIV El pabellón Alas nueve, D'Artagnan estaba en el palacio de los Guardias; encontró a Planchet armado. El cuarto caballo había llegado. Planchet estaba armado con su mosquetón y una pistola. D'Artagnan tenía su espada y pasó dos pistolas a su cintura, luego los dos montaron cada uno en un caballo y se alejaron sin ruido. Hacía noche cerrada, y nadie los vio salir. Planchet se puso a continuación de su amo, y marchó a diez pasos tras él. D'Artagnan cruzó los muelles, salió por la puerta de la Conférence[120] y siguió luego el camino, más hermoso entonces que hoy, que conduce a Saint-Cloud. Mientras estuvieron en la ciudad, Planchet guardó respetuosamente la distancia que se había impuesto; pero cuando el camino comenzó a volverse más desierto y más oscuro, fue acercándose lentamente; de tal modo que cuando entraron en el bosque de Boulogne, se encontró andando codo a codo con su amo. En efecto, no debemos disimular que la oscilación de los corpulentos árboles y el reflejo de la luna en los sombríos matojos le causaban viva inquietud. D'Artagnan se dio cuenta de que algo extraordinario ocurría en su lacayo. —¡Y bien, señor Planchet! —le preguntó—. ¿Nos pasa algo? —¿No os parece, señor, que los bosques son como iglesias? —¿Y eso por qué, Planchet? —Porque tanto en éstas como en aquéllos nadie se atreve a hablar en voz alta. —¿Por qué no te atreves a hablar en voz alta, Planchet? ¿Porque tienes miedo? —Miedo a ser oído, sí, señor. —¡Miedo a ser oído! Nuestra conversación es sin embargo moral, mi querido Planchet, y nadie encontraría nada qué decir de ella. —¡Ay, señor! —repuso Planchet volviendo a su idea madre—. Ese señor Bonacieux tiene algo de sinuoso en sus cejas y de desagradable en el juego de sus labios. —¿Quién diablos te hace pensar en Bonacieux? —Señor, se piensa en lo que se puede y no en lo que se quiere. —Porque eres un cobarde, Planchet. —Señor, no confundamos la prudencia con la cobardía; la prudencia es una virtud. —Y tú eres virtuoso, ¿no es así, Planchet? —Señor, ¿no es aquello el cañón de un mosquete que brilla? ¿Y si bajáramos la cabeza? —En verdad —murmuró D'Artagnan, a quien las recomendaciones del señor de Tréville volvían a la memoria—, en verdad, este animal terminará por meterme miedo. Y puso su caballo al trote. Planchet siguió el movimiento de su amo, exactamente como si hubiera sido su sombra, y se encontró trotando tras él. —¿Es que vamos a caminar así toda la noche, señor? —preguntó. —No, Planchet, porque tú has llegado ya. —¿Cómo que he llegado? ¿Y el señor? —Yo voy a seguir todavía algunos pasos. —¿Y el señor me deja aquí solo? —¿Tienes miedo Planchet? —No, pero sólo hago observar al señor que la noche será muy fría, que los relentes dan reumatismos y que un lacayo que tiene reumatismos es un triste servidor,...
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo XXIII La cita D'Artagnan volvió a su casa a todo correr, y aunque eran más de las tres de la mañana y aunque tuvo que atravesar los peores barrios de París, no tuvo ningún mal encuentro. Ya se sabe que hay un dios que vela por los borrachos y los enamorados. Encontró la puerta de su casa entreabierta, subió su escalera, y llamó suavemente y de una forma convenida entre él y su lacayo. Planchet, a quien dos horas antes había enviado del palacio del Ayuntamiento recomendándole que lo esperase, vino a abrirle la puerta. —¿Alguien ha traído una carta para mí? —preguntó vivamente D'Artagnan. —Nadie ha traído ninguna carta, señor —respondió Planchet—; pero hay una que ha venido totalmente sola. —¿Qué quieres decir, imbécil? —Quiero decir que al volver, aunque tenía la llave de vuestra casa en mi bolsillo y aunque esa llave no me haya abandonado, he encontrado una carta sobre el tapiz verde de la mesa, en vuestro dormitorio. —¿Y dónde está esa carta? —La he dejado donde estaba, señor. No es natural que las cartas entren así en casa de las gentes. Si la ventana estuviera abierta, o solamente entreabierta, no digo que no; pero no, todo estaba herméticamente cerrado. Señor, tened cuidado, porque a buen seguro hay alguna magia en ella. Durante este tiempo, el joven se había lanzado a la habitación y abierto la carta; era de la señora Bonacieux y estaba concebida en estos términos: Hay vivos agradecimientos que haceros y que transmitiros. Estad esta noche hacia las diez en Saint-Cloud, frente al pabellón que se alza en la esquina de la casa del señor D'Estrées.[116] C. B. Al leer aquella carta, D'Artagnan sentía su corazón dilatarse y encogerse con ese dulce espasmo que tortura y acaricia el corazón de los amantes. Era el primer billete que recibía, era la primera cita que se le concedía. Su corazón, henchido por la embriaguez de la alegría, se sentía presto a desfallecer sobre el umbral de aquel paraíso terrestre que se llamaba el amor. —¡Y bien, señor! —dijo Planchet, que había visto a su amo enrojecer y palidecer sucesivamente—. ¿No es justo lo que he adivinado y que se trata de algún asunto desagradable? —Te equivocas, Planchet —respondió D'Artagnan—, y la prueba es que ahí tienes un escudo para que bebas a mi salud. —Agradezco al señor el escudo que me da, y le prometo seguir exactamente sus instrucciones; pero no es menos cierto que las cartas que entran así en las casas cerradas… —Caen del cielo, amigo mío, caen del cielo. —Entonces, ¿el señor está contento? —preguntó Planchet. —¡Mi querido Planchet, soy el más feliz de los hombres! —¿Puedo aprovechar la felicidad del señor para irme a acostar? —Sí, vete. —Que todas las bendiciones del cielo caigan sobre el señor, pero no es menos cierto que esa carta…
La trepidante vida del escritor francés Alejandro Dumas encuentra su eco en su literatura. Sus experiencias personales, llenas de pasión y desafíos, aparecen en algunas de sus obras como “Los tres Mosqueteros” y “El Conde de Montecristo”. A través de sus personajes explora temas de intriga, amor y coraje, dibujando paralelismos con su vida real. Te contamos su historia. Y descubre más historias curiosas en el canal National Geographic y en Disney +.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo XXII El ballet de la Merlaison Al día siguiente no se hablaba en todo París más que del baile que los señores regidores de la villa darían al rey y a la reina, y en el cual sus Majestades debían bailar el famoso ballet de la Merlaison[111], que era el ballet favorito del rey. En efecto, desde hacía ocho días se preparaba todo en el Ayuntamiento para aquella velada solemne. El carpintero de la villa había levantado los estrados sobre los que debían permanecer las damas invitadas; el tendera del Ayuntamiento había adornado las salas con doscientas velas de cera blanca, lo cual era un lujo inaudito para aquella época; en fin, veinte violines habían sido avisados, y el precio que se les daba había sido fijado en el doble del precio ordinario, dado que, según este informe, debían tocar durante toda la noche. A las diez de la mañana, el señor de La Coste, abanderado de los guardias del rey, seguido de dos exentos y de varios arqueros del cuerpo, vino a pedir al escribano de la villa, llamado Clément, todas las llaves de puertas, habitaciones y oficinas del Ayuntamiento. Aquellas llaves le fueron entregadas al instante; cada una de ellas llevaba un billete que debía servir para hacerla reconocer, y a partir de aquel momento el señor de La Coste quedó encargado de la guardia de todas las puertas y todas las avenidas. A las once vino a su vez Duhallier, capitán de los guardias, trayendo consigo cincuenta arqueros que se repartieron al punto por el Ayuntamiento, en las puertas que les habían sido asignadas. A las tres llegaron dos compañías de guardias, una francesa, otra suiza. La compañía de los guardias franceses estaba compuesta: la mitad por hombres del señor Duhallier[112], la otra mitad por hombres del señor des Essarts. A las seis de la tarde, los invitados comenzaron a entrar. A medida que entraban, eran colocados en el salón, sobre los estrados preparados. A las nueve llegó la señora primera presidenta. Como era después de la reina la persona de mayor consideración de la fiesta, fue recibida por los señores del Ayuntamiento y colocada en el palco frontero al que debía ocupar la reina. A las diez se trajo la colación de confituras para el rey en la salita del lado de la iglesia Saint-Jean, y ello frente al aparador de plata del Ayuntamiento, que era guardado por cuatro arqueros. A medianoche se oyeron grandes gritos y numerosas aclamaciones: era el rey que avanzaba a través de las calles que conducen del Louvre al palacio del Ayuntamiento, y que estaban iluminadas con linternas de color. Al punto los señores regidores, vestidos con sus trajes de paño y precedidos por seis sargentos, cada uno de los cuales llevaba un hachón en la mano, fueron ante el rey, a quien encontraron en las gradas, donde el preboste de los comerciantes le dio la bienvenida, cumplida la cual Su Majestad respondió excusándose de haber venido tan tarde, pero cargando la culpa sobre el señor cardenal, que lo había retenido hasta las once para hablar de los asuntos del Estado. Su Majestad, en traje de ceremonia, estaba acompañado por S. A. R. Monsieur[113], por el conde de Soissons, por el gran prior[114], por el duque de Longueville, por el duque D'Elbeuf, por el conde D'Harcourt, por el conde de La Roche-Guyon, por el señor de Liancourt, por el señor de Baradas[115], por el conde de Cramail y por el caballero de Souveray. Todos observaron que el rey tenía aire triste y preocupado.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo XXI La condesa de Winter Durante el camino, el duque se hizo poner al corriente por D'Artagnan no de cuanto había pasado, sino de lo que D'Artagnan sabía. Al unir lo que había oído salir de la boca del joven a sus recuerdos propios, pudo, pues, hacerse una idea bastante exacta de una situación, de cuya gravedad, por lo demás, la carta de la reina, por corta y poco explícita que fuese, le daba la medida. Pero lo que le extrañaba sobre todo es que el cardenal, interesado como estaba en que aquel joven no pusiera el pie en Inglaterra, no hubiera logrado detenerlo en ruta. Fue entonces, y ante la manifestación de esta sorpresa, cuando D'Artagnan le contó las precauciones tomadas, y cómo gracias a la abnegación de sus tres amigos, que había diseminado todo ensangrentados en el camino, había llegado a librarse, salvo la estocada que había atravesado el billete de la reina y que había devuelto al señor de Wardes en tan terrible moneda. Al escuchar este relato hecho con la mayor simplicidad, el duque miraba de vez en cuando al joven con aire asombrado, como si no hubiera podido comprender que tanta prudencia, coraje y abnegación hubieran venido a un rostro que no indicaba todavía los veinte años. Los caballos iban como el viento y en algunos minutos estuvieron a las puertas de Londres. D'Artagnan había creído que al llegar a la ciudad el duque aminoraría la marcha del suyo, pero no fue así: continuó su camino a todo correr, inquietándose poco de si derribaba a quienes se hallaban en su camino. En efecto, al atravesar la ciudad, ocurrieron dos o tres accidentes de este género; pero Buckingham no volvió siquiera la cabeza para mirar qué había sido de aquellos a los que había volteado. D'Artagnan le seguía en medio de gritos que se parecían mucho a maldiciones. Al entrar en el patio del palacio, Buckingham saltó de su caballo y, sin preocuparse por lo que le ocurriría, lanzó la brida sobre el cuello y se abalanzó hacia la escalinata. D'Artagnan hizo otro tanto, con alguna inquietud más sin embargo, por aquellos nobles animales cuyo mérito había podido apreciar; pero tuvo el consuelo de ver que tres o cuatro criados se habían lanzado de las cocinas y las cuadras y se apoderaban al punto de sus monturas. El duque caminaba tan rápidamente que D'Artagnan apenas podía seguirlo. Atravesó sucesivamente varios salones de una elegancia de la que los mayores señores de Francia no tenían siquiera idea, y llegó por fin a un dormitorio que era a la vez un milagro de gusto y de riqueza. En la alcoba de esta habitación había una puerta, oculta en la tapicería, que el duque abrió con una llavecita de oro que llevaba colgada de su cuello por una cadena del mismo metal. Por discreción, D'Artagnan se había quedado atrás; pero en el momento en que Buckingham franqueaba el umbral de aquella puerta, se volvió, y viendo la indecisión del joven: —Venid —le dijo—, y si tenéis la dicha de ser admitido en presencia de Su Majestad, decidle lo que habéis visto. Alentado por esta invitación, D'Artagnan siguió al duque, que cerró la puerta tras él. Los dos se encontraron entonces en una pequeña capilla tapizada toda ella de seda de Persia y brocada de oro, ardientemente iluminada por un gran número de bujías. Encima de una especie de altar, y debajo de un dosel de terciopelo azul coronado de plumas blancas y rojas, había un retrato de tamaño natural representando a Ana de Austria, tan perfectamente parecido que D'Artagnan lanzó un grito de sorpresa: se hubiera creído que la reina iba a hablar. Sobre el altar, y debajo del retrato, estaba el cofre que guardaba los herretes de diamantes. El duque se acercó al altar, se arrodilló como hubiera podido hacerlo un sacerdote ante Cristo; luego abrió el cofre.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas apítulo XX El viaje Alas dos de la mañana, nuestros cuatro aventureros salieron de París por la puerta de Saint-Denis; mientras fue de noche, permanecieron mudos; a su pesar, sufrían la influencia de la oscuridad y veían acechanzas por todas partes. A los primeros rayos del día, sus lenguas se soltaron; con el sol, la alegría volvió: era como en la víspera de un combate, el corazón palpitaba, los ojos reían; se sentía que la vida que quizá se iba a abandonar era, a fin de cuentas, algo bueno. El aspecto de la caravana, por lo demás, era de lo más formidable: los caballos negros de los mosqueteros, su aspecto marcial, esa costumbre de escuadrón que hace marchar regularmente a esos nobles compañeros del soldado hubieran traicionado el incógnito más estricto. Los seguían los criados, armados hasta los dientes. Todo fue bien hasta Chantilly, adonde llegaron hacia las ocho de la mañana. Había que desayunar. Descendieron ante un albergue que recomendaba una muestra que representaba a San Martín dando la mitad de su capa a un pobre[108]. Ordenaron a los lacayos no desensillar los caballos y mantenerse dispuestos para volver a partir inmediatamente. Entraron en la sala común y se sentaron en una mesa. Un gentilhombre que acababa de llegar por la ruta de San Martín estaba sentado en aquella misma mesa y desayunaba. El entabló conversación sobre cosas sin importancia y los viajeros respondieron; él bebió a su salud y los viajeros le devolvieron la cortesía. Pero en el momento en que Mosquetón venía a anunciar que los caballos estaban listos y que se levantaba la mesa, el extranjero propuso a Porthos beber a la salud del cardenal. Porthos respondió que no deseaba otra cosa si el desconocido, a su vez, quería beber a la salud del rey. El desconocido exclamó que no conocía más rey que Su Eminencia. Porthos lo llamó borracho; el desconocido saco su espada. —Habéis hecho una tontería —dijo Athos—; no importa, ya no se puede retroceder ahora: matad a ese hombre y venid a reuniros con nosotros lo más rápido que podáis. Y los tres volvieron a montar a caballo y partieron a rienda suelta, mientras que Porthos prometía a su adversario perforarle con todas las estocadas conocidas en la esgrima. —¡Uno! —dijo Athos al cabo de quinientos pasos. —Pero ¿por qué ese hombre ha atacado a Porthos y no a cualquier otro? —preguntó Aramis. —Porque por hablar Porthos más alto que todos nosotros, le ha tomado por el jefe —dijo D'Artagnan. —Siempre he dicho que este cadete de Gascuña era un pozo de sabiduría —murmuró Athos. Y los viajeros continuaron su ruta. En Beauvais se detuvieron dos horas, tanto para dejar respirar a los caballos como para esperar a Porthos. Al cabo de dos horas, como Porthos no llegaba, ni noticia alguna de él, volvieron a ponerse en camino. A una legua de Beauvais, en un lugar en que el camino se encontraba encajonado entre dos taludes, encontraron ocho o diez hombres que, aprovechando que la ruta estaba desempedrada en aquel lugar, fingían trabajar en ella cavando agujeros y haciendo rodadas en el fango. Aramis, temiendo ensuciarse sus botas en aquel mortero artificial, los apostrofó duramente. Athos quiso retenerlo; era demasiado tarde. Los obreros se pusieron a insultar a los viajeros a hicieron perder con su insolencia la cabeza incluso al frío Athos, que lanzó su caballo contra uno de ellos.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo XIX Plan de campaña D'Artagnan se dirigió directamente a casa del señor de Tréville. Había pensado que, en pocos minutos, el cardenal sería advertido por aquel maldito desconocido que parecía ser su agente, y pensaba con razón que no había un instante que perder. El corazón del joven desbordaba de alegría. Ante él se presentaba una ocasión en la que había a la vez gloria que adquirir y dinero que ganar, y como primer aliento acababa de acercarle a una mujer a la que adoraba. Este azar, de golpe, hacía por él más que lo que hubiera osado pedir a la Providencia. El señor de Tréville estaba en su salón con su corte habitual de gentileshombres. D'Artagnan, a quien se conocía como familiar de la casa, fue derecho a su gabinete y le avisó de que le esperaba para una cosa importante. D'Artagnan estaba allí hacía apenas cinco minutos cuando el señor de Tréville entró. A la primera ojeada y ante la alegría que se pintó sobre su rostro, el digno capitán comprendió que efectivamente pasaba algo nuevo. Durante todo el camino, D'Artagnan se había preguntado si se confiaría al señor de Tréville o si solamente le pediría concederle carta blanca para un asunto secreto. Pero el señor de Tréville había sido siempre tan perfecto para él, era tan adicto al rey y a la reina, odiaba tan cordialmente al cardenal, que el joven resolvió decirle todo. —¿Me habéis hecho llamar, mi joven amigo? —dijo el señor de Tréville. —Sí, señor —dijo D'Artagnan—, y espero que me perdonéis por haberos molestado cuando sepáis el importante asunto de que se trata. —Decid entonces, os escucho. —No se trata de nada menos —dijo D'Artagnan bajando la voz que del honor y quizá de la vida de la reina. —¿Qué decís? —preguntó el señor de Tréville mirando en torno suyo si estaban completamente solos y volviendo a poner su mirada interrogadora en D'Artagnan. —Digo, señor, que el azar me ha hecho dueño de un secreto… —Que yo espero que guardaréis, joven, por encima de vuestra vida. —Pero que debo confiaros a vos, señor, porque sólo vos podéis ayudarme en la misión que acabo de recibir de Su Majestad. —¿Ese secreto es vuestro? —No, señor, es de la reina. —¿Estáis autorizado por Su Majestad para confiármelo? —No, señor, porque, al contrario, se me ha recomendado el más profundo misterio. —¿Por qué entonces ibais a traicionarlo por mí? —Porque ya os digo que sin vos no puedo nada y porque tengo miedo de que me neguéis la gracia que vengo a pediros si no sabéis con qué objeto os lo pido. —Guardad vuestro secreto, joven, y decidme lo que deseáis. —Deseo que obtengáis para mí, del señor des Essarts, un permiso de quince días. —¿Cuándo? —Esta misma noche. —¿Abandonáis París? —Voy con una misión. —¿Podéis decirme adónde?
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo XVIII El amante y el marido –¡Ay, señora! —dijo D'Artagnan entrando por la puerta que le abría la joven—. Permitidme decíroslo, tenéis un triste marido. —¡Entonces habéis oído nuestra conversación! —preguntó vivamente la señora Bonacieux, mirando a D'Artagnan con inquietud. —Toda entera. —Dios mío, ¿cómo? —Mediante un procedimiento conocido por mí, gracias al cual oí también la conversación más animada que tuvisteis con los esbirros del cardenal. —¿Y qué habéis comprendido de lo que decíamos? —Mil cosas: en primer lugar, que vuestro marido es un necio y un imbécil, afortunadamente; luego, que estáis en un apuro, cosa que me ha encantado y que me da ocasión de ponerme a vuestro servicio, y Dios sabe si estoy dispuesto a arrojarme al fuego por vos; finalmente que la reina necesita que un hombre valiente, inteligente y adicto haga por ella un viaje a Londres. Yo tengo al menos dos de las tres cualidades que necesitáis, y heme aquí. La señora Bonacieux no respondió, pero su corazón batía de alegría y una secreta esperanza brilló en sus ojos. —¿Y qué garantía me daréis —preguntó— si consiento en confiaros esta misión? —Mi amor por vos. Veamos, decid, ordenad: ¿qué hay que hacer? —¡Dios mío, Dios mío! —murmuró la joven—. Debo confiaros un secreto semejante, señor. ¡Sois casi un niño! —Bueno, veo que os falta alguien que os responda por mí. —Confieso que eso me tranquilizaría mucho. —¿Conocéis a Athos? —No. —¿A Porthos? —No. —¿A Aramis? —No. ¿Quiénes son esos señores? —Mosqueteros del rey. ¿Conocéis al señor de Tréville, su capitán? —¡Oh, sí, a ese lo conozco! No personalmente, sino por haber oído hablar de él más de una vez a la reina como de un valiente y leal gentilhombre. —¿No teméis que él os traicione por el cardenal, no es así? —¡Oh, no, seguro que no! —Pues bien, reveladle vuestro secreto y preguntadle si por importante, por precioso, por terrible que sea podéis confiármelo. —Pero ese secreto no me pertenece y no puedo revelarlo de ese modo. —Ibais a confiar de buena gana en el señor Bonacieux —dijo D'Artagnan con despecho. —Como se confía una carta al hueco de un árbol, al ala de un pichón, al collar de un perro. —Sin embargo yo, como veis, os amo. —Vos lo decís. —¡Soy un hombre galante! —Lo creo. —¡Soy valiente!
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo XVII El matrimonio Bonacieux Era la segunda vez que el cardenal insistía en ese punto de los herretes de diamantes con el rey. Luis XIII quedó sorprendido, pues, por aquella insistencia, y pensó que tal recomendación ocultaba algún misterio. Más de una vez el rey había sido humillado porque el cardenal —cuya policía, sin haber alcanzado la perfección de la policía moderna, era excelente— estuviese mejor informado que él mismo de lo que pasaba en su propio matrimonio. Esperó, pues, sacar, de un encuentro con Ana de Austria, alguna luz de aquella conversación y volver luego junto a Su Eminencia con algún secreto que el cardenal supiese o no supiese, lo cual, tanto en un caso como en otro, le realzaba infinitamente a los ojos de su ministro. Fue, pues, en busca de la reina y, según su costumbre, la abordó con nuevas amenazas contra quienes la rodeaban. Ana de Austria bajó la cabeza y dejó pasar el torrente sin responder, esperando que terminaría por detenerse; pero no era eso lo que quería Luis XIII; Luis XIII quería una discusión de la que saliese alguna luz nueva, convencido como estaba de que el cardenal tenía alguna segunda intención y maquinaba una sorpresa terrible como sabía hacer Su Eminencia. Y llegó a esa meta con su persistencia en acusar. —Pero —exclamó Ana de Austria, cansada de aquellos vagos ataques—, pero sire, no me decís todo lo que tenéis en el corazón. ¿Qué he hecho yo? Veamos, ¿qué nuevo crimen he cometido? Es posible que Vuestra Majestad haga todo este escándalo por una carta escrita a mi hermano. El rey, atacado a su vez de una manera tan directa, no supo qué responder; pensó que aquel era el momento de colocar la recomendación que no debía hacer más que la víspera de la fiesta. —Señora —dijo con majestad—, habrá dentro de poco un baile en el Ayuntamiento; espero que para honrar a nuestros valientes regidores aparezcáis en traje de ceremonia y sobre todo adornada con los herretes de diamantes que os he dado por vuestro cumpleaños. Esa es mi respuesta. La respuesta era terrible. Ana de Austria creyó que Luis XIII lo sabía todo, y que el cardenal había conseguido de él ese largo disimulo de siete a ocho días, que cuadraba por lo demás con su carácter. Se puso excesivamente pálida, apoyó sobre una consola su mano de admirable belleza y que parecía en ese momento una mano de cera y, mirando al rey con los ojos espantados, no respondió ni una sola sílaba. —¿Habéis oído, señora? —dijo el rey, que gozaba con aquel embarazo en toda su extensión, pero sin adivinar la causa—. ¿Habéis oído? —Sí, sire, he oído —balbuceó la reina. —¿Iréis a ese baile? —Sí. —¿Con vuestros herretes? La palidez de la reina aumentó aún más, si es que era posible; el rey se percató de ello, y lo disfrutó con esa fría crueldad que era una de las partes malas de su carácter. —Entonces, convenido —dijo el rey—. Eso era todo lo que tenía que deciros. —Pero ¿qué día tendrá lugar el baile? —preguntó Ana de Austria. Luis XIII sintió instintivamente que no debía responder a aquella pregunta, pues la reina la había hecho con una voz casi moribunda. —Muy pronto, señora —dijo—; pero no me acuerdo con precisión de la fecha del día, se la preguntaré al cardenal. —¿Ha sido el cardenal quien os ha anunciado esa fiesta? —exclamó la reina.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo XVI Donde el señor guardasellos Séguier buscó más de una vez la campana para tocarla como lo hacía antaño Es imposible hacerse una idea de la impresión que estas pocas palabras produjeron en Luis XIII. Enrojeció y palideció sucesivamente; y el cardenal vio en seguida que acababa de conquistar de un solo golpe todo el terreno que había perdido. —¡El señor de Buckingham en París! —exclamó—. ¿Y qué viene a hacer? —Sin duda, a conspirar con vuestros enemigos los hugonotes y los españoles. —¡No, pardiez, no! ¡A conspirar contra mi honor con la señora de Chevreuse, la señora de Longueville[97] y los Condé[98]! —¡Oh sire, qué idea! La reina es demasiado prudente y, sobre todo, ama demasiado a Vuestra Majestad. —La mujer es débil, señor cardenal —dijo el rey—; y en cuanto a amarme mucho, tengo hecha mi opinión sobre ese amor. —No por ello dejo de mantener —dijo el cardenal— que el duque de Buckingham ha venido a París por un plan completamente político. —Y yo estoy seguro de que ha venido por otra cosa, señor cardenal; pero si la reina es culpable, ¡que tiemble! —Por cierto —dijo el cardenal—, por más que me repugne detener mi espíritu en una traición semejante, Vuestra Majestad me da que pensar: la señora de Lannoy, a quien por orden de Vuestra Majestad he interrogado varias veces, me ha dicho esta mañana que la noche pasada Su Majestad había estado en vela hasta muy tarde, que esta mañana había llorado mucho y que durante todo el día había estado escribiendo. —A él indudablemente —dijo el rey—. Cardenal, necesito los papeles de la reina. —Pero ¿cómo cogerlos, sire? Me parece que no es Vuestra Majestad ni yo quienes podemos encargarnos de una misión semejante. —¿Cómo se cogieron cuando la mariscala D'Ancre[99]? —exclamó el rey en el más alto grado de cólera—. Se registraron sus armarios y por último se la registró a ella misma. —La mariscala D'Ancre no era más que la mariscala D'Ancre, una aventurera florentina, sire, eso es todo, mientras que la augusta esposa de Vuestra Majestad es Ana de Austria, reina de Francia, es decir, una de las mayores princesas del mundo. —Por eso es más culpable, señor duque. Cuanto más ha olvidado la alta posición en que estaba situada, tanto más bajo ha descendido. Además, hace tiempo que estoy decidido a terminar con todas sus pequeñas intrigas de política y de amor. A su lado tiene también a un tal La Porte… —A quien yo creo la clave de todo esto, lo confieso —dijo el cardenal. —Entonces, ¿vos pensáis, como yo, que ella me engaña? —dijo el rey. —Yo creo, y lo repito a Vuestra Majestad, que la reina conspira contra el poder de su rey, pero nunca he dicho contra su honor. —Y yo os digo que contra los dos; yo os digo que la reina no me ama; yo os digo que ama a otro; ¡os digo que ama a ese infame duque de Buckingham! ¿Por qué no lo habéis hecho arrestar mientras estaba en París?
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo XV Gentes de toga y gentes de espada Al día siguiente de aquel en que estos acontecimientos tuvieron lugar, no habiendo reaparecido Athos todavía, el señor de Tréville fue avisado por D'Artagnan y por Porthos de su desaparición. En cuanto a Aramis, había solicitado un permiso de cinco días y estaba en Rouen, según decían, por asuntos de familia. El señor de Tréville era el padre de sus soldados. El menor y más desconocido de ellos, desde el momento en que llevaba el uniforme de la compañía, estaba tan seguro de su ayuda y de su apoyo como habría podido estarlo de su propio hermano. Se presentó, pues, al momento ante el teniente de lo criminal. Se hizo venir al oficial que mandaba el puesto de la Croix-Rouge, y los informes sucesivos mostraron que Athos se hallaba alojado momentáneamente en Fort-l'Évêque. Athos había pasado por todas las pruebas que hemos visto sufrir a Bonacieux. Hemos asistido a la escena de careo entre los dos cautivos. Athos, que nada había dicho hasta entonces por miedo a que D'Artagnan, inquieto a su vez no hubiera tenido el tiempo que necesitaba, Athos declaró a partir de ese momento que se llamaba Athos y no D'Artagnan. Añadió que no conocía ni al señor ni a la señora Bonacieux, que jamás había hablado con el uno ni con la otra; que hacia las diez de la noche había ido a hacer una visita al señor D'Artagnan, su amigo, pero que hasta esa hora había estado en casa del señor de Tréville donde había cenado: veinte testigos —añadió— podían atestiguar el hecho y nombró a varios gentileshombres distinguidos, entre otros al señor duque de La Trémouille. El segundo comisario quedó tan aturdido como el primero por la declaración simple y firme de aquel mosquetero, sobre el cual de buena gana habrían querido tomar la revancha que las gentes de toga tanto gustan de obtener sobre las gentes de espada; pero el nombre del señor de Tréville y el del señor duque de La Trémouille merecían reflexión. También Athos fue enviado al cardenal, pero desgraciadamente el cardenal estaba en el Louvre con el rey. Era precisamente el momento en que el señor de Tréville, al salir de casa del teniente de lo criminal y de la del gobernador del Fort-l'Evêque, sin haber podido encontrar a Athos, llegó al palacio de Su Majestad. Como capitán de los mosqueteros, el señor de Tréville tenía a toda hora acceso al rey. Ya se sabe cuáles eran las prevenciones del rey contra la reina, prevenciones hábilmente mantenidas por el cardenal que, en cuestión de intrigas, desconfiaba infinitamente más de las mujeres que de los hombres. Una de las grandes causas de esa prevención era sobre todo la amistad de Ana de Austria con la señora de Chevreuse. Estas dos mujeres le inquietaban más que las guerras con España, las complicaciones con Inglaterra y la penuria de las finanzas. A sus ojos y en su pensamiento, la señora de Chevreuse servía a la reina no sólo en sus intrigas políticas, sino, cosa que le atormentaba más aún, en sus intrigas amorosas. A la primera frase que le había dicho el señor cardenal, que la señora de Chevreuse, exiliada en Tours y a la que se creía en esa ciudad, había venido a París y que durante los cinco días que había permanecido en ella había despistado a la policía, el rey se había encolerizado con furia. Caprichoso e infiel, el rey quería ser llamado Luis el Justo y Luis el Casto. La posteridad comprenderá difícilmente este carácter que la historia sólo explica por hechos y nunca por razonamientos.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo XIV El hombre de Meung Aquella reunión era producida no por la espera de un hombre al que debían colgar, sino por la contemplación de un ahorcado. El coche, detenido un instante, prosiguió, pues, su marcha, atravesó la multitud, continuó su camino, enfiló la calle Saint-Honoré, volvió la calle des Bons-Enfants y se detuvo ante una puerta baja. La puerta se abrió, dos guardias recibieron en sus brazos a Bonacieux, sostenido por el exento; lo metieron por una avenida, lo hicieron subir una escalera y lo depositaron en una antecámara. Todos estos movimientos eran realizados por él de una forma maquinal. Había andado como se anda en sueños; había entrevisto los objetos a través de una niebla; sus oídos habían percibido los sonidos sin comprenderlos; hubieran podido ejecutarlo en aquel momento sin que él hubiera hecho un gesto para emprender su defensa, sin que hubiera lanzado un grito para implorar piedad. Permaneció, pues, sentado de este modo en la banqueta, con la espalda apoyada en la pared y los brazos colgantes, en la misma postura en que los guardias lo habían depositado. Sin embargo, como al mirar en torno suyo no viese ningún objeto amenazador, como nada indicase que corría un peligro real, como la banqueta estaba convenientemente blanda, como la pared estaba recubierta de hermoso cuero de Córdoba, como grandes cortinas de damasco rojo flotaban ante la ventana, retenidas por alzapaños de oro, comprendió poco a poco que su terror era exagerado, y comenzó a mover la cabeza de derecha a izquierda y de arriba abajo. Con este movimiento, al que nadie se opuso, recuperó algo de valor y se arriesgó a encoger una pierna, luego la otra; por fin, ayudándose de sus dos manos, se levantó de la banqueta y se encontró sobre sus pies. En aquel momento, un oficial de buen aspecto abrió una portezuela, continuó cambiando aún algunas palabras con una persona que se encontraba en la habitación vecina y, volviéndose hacia el prisionero, dijo: —¿Sois vos quien se llama Bonacieux? —Sí, señor oficial —balbuceó el mercero, más muerto que vivo—, para serviros. —Entrad —dijo el oficial. Y se echó a un lado para que el mercero pudiera pasar. Aquel obedeció sin réplica y entró en la habitación en la que parecía ser esperado. Era un gran gabinete, de paredes adornadas con armas ofensivas y defensivas, cerrado y sofocante, y en el que ya había fuego aunque todavía apenas fuera a finales del mes de septiembre. Una mesa cuadrada, cubierta de libros y papeles sobre los que había, desenrollado, un piano inmenso de la ciudad de La Rochelle, estaba en medio de la pieza. De pie ante la chimenea estaba un hombre de mediana talla, de aspecto altivo y orgulloso, de ojos penetrantes, de frente amplia, de rostro enteco que alargaba más incluso una perilla coronada por un par de mostachos. Aunque aquel hombre tuviera de treinta y seis a treinta y siete años apenas, pelo, mostacho y perilla iban agrisándose. Aquel hombre, menos la espada, tenía todo el aspecto de un hombre de guerra, y sus botas de búfalo, aún ligeramente cubiertas de polvo, indicaban que había montado a caballo durante el día.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo XIII El señor Bonacieux Como se ha podido observar, en todo esto había un personaje que, pese a su posición, no había parecido inquietarse más que a medias; este personaje era el señor Bonacieux, respetable mártir de las intrigas políticas y amorosas que tan bien se encadenaban unas a otras, en aquella época a la vez tan caballeresca y tan galante. Afortunadamente —lo recuerde el lector o no lo recuerde—, afortunadamente hemos prometido no perderlo de vista. Los esbirros que lo habían detenido lo condujeron directamente a la Bastilla, donde, todo tembloroso, se le hizo pasar por delante de un pelotón de soldados que cargaban sus mosquetes. Allí, introducido en una galería semisubterránea, fue objeto, por parte de quienes lo habían llevado, de las más groseras injurias y del más feroz trato. Los esbirros veían que no se las habían con un gentilhombre, y lo trataban como a verdadero patán. Al cabo de media hora aproximadamente, un escribano vino a poner fin a sus torturas, pero no a sus inquietudes, dando la orden de conducir al señor Bonacieux a la cámara de interrogatorios. Generalmente se interrogaba a los prisioneros en sus casas, pero con el señor Bonacieux no se guardaban tantas formas. Dos guardias se apoderaron del mercero, le hicieron atravesar un patio, le hicieron adentrarse por un corredor en el que había tres centinelas, abrieron una puerta y lo empujaron en una habitación baja, donde por todo mueble no había más que una mesa, una silla y un comisario. El comisario estaba sentado en la silla y se hallaba ocupado escribiendo algo sobre la mesa. Los dos guardias condujeron al prisionero ante la mesa y, a una señal del comisario, se alejaron fuera del alcance de la voz. El comisario, que hasta entonces había mantenido la cabeza inclinada sobre sus papeles, la alzó para ver con quién tenía que habérselas. Aquel comisario era un hombre de facha repelente, la nariz puntiaguda, las mejillas amarillas y salientes, los ojos pequeños pero investigadores y vivos, y la fisonomía tenía al mismo tiempo algo de garduña y de zorro. Su cabeza sostenida por un cuello largo y móvil, salía de su amplio traje negro balanceándose con un movimiento casi parecido al de la tortuga cuando saca su cabeza fuera de su caparazón. Comenzó por preguntar al señor Bonacieux sus apellidos y su nombre, su edad, su estado y su domicilio. El acusado respondió que se llamaba Jacques-Michel Bonacieux, que tenía cincuenta y un años, mercero retirado, y que vivía en la calle des Fossoyeurs, número 11.[89] Entonces el comisario, en lugar de continuar interrogándole, le soltó un largo discurso sobre el peligro que corre un burgués oscuro mezclándose en asuntos públicos. Complicó este exordio con una exposición en la que contó el poder y los actos del señor cardenal, aquel ministro incomparable, aquel triunfador de los ministros pasados, aquel ejemplo de los ministros futuros: actos y poder a los que nadie se oponía impunemente. Después de esta segunda parte de su discurso, fijando su mirada de gavilán sobre el pobre Bonacieux, lo invitó a reflexionar sobre la gravedad de la situación. Las reflexiones del mercero estaban ya hechas; lanzaba pestes contra el momento en que el señor de La Porte había tenido la idea de casarlo con su ahijada, y sobre todo contra el momento en que esta ahijada había sido admitida como costurera de la reina.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo XII Georges Villiers, duque de Buckingham La señora Bonacieux y el duque entraron en el Louvre sin dificultad; la señora Bonacieux era conocida por pertenecer a la reina; el duque llevaba el uniforme de los mosqueteros del señor de Tréville que, como hemos dicho, estaba de guardia aquella noche. Además, Germain era adicto a los intereses de la reina, y si algo pasaba, la señora Bonacieux sería acusada de haber introducido a su amante en el Louvre, eso es todo; cargaba con el crimen: su reputación estaba perdida, cierto, pero ¿qué valor tiene en el mundo la reputación de una simple mercera? Un vez entrados en el interior del patio, el duque y la joven siguieron el pie de los muros durante un espacio de unos veinticinco pasos; recorrido ese espacio la señora Bonacieux empujó una pequeña puerta de servicio, abierta durante el día, pero cerrada generalmente por la noche; la puerta cedió; los dos entraron y se encontraron en la oscuridad, pero la señora Bonacieux conocía todas las vueltas y revueltas de aquella parte del Louvre, destinada a las personas de la servidumbre. Cerró las puertas tras ella, tomó al duque por la mano, dio algunos pasos a tientas, asió una barandilla, tocó con el pie un escalón y comenzó a subir la escalera; el duque contó dos pisos. Entonces ella torció a la derecha, siguió un largo corredor, volvió a bajar un piso, dio algunos pasos más todavía, introdujo una llave en una cerradura, abrió una puerta y empujó al duque en una habitación iluminada solamente por una lámpara de noche diciendo: «Quedad aquí, milord duque, vendrán». Luego salió por la misma puerta, que cerró con llave, de suerte que el duque se encontró literalmente prisionero. Sin embargo, por más solo que se encontraba, hay que decirlo, el duque de Buckingham no experimentó por un instante siquiera temor; uno de los rasgos salientes de su carácter era la búsqueda de la aventura y el amor por lo novelesco. Valiente, osado, emprendedor, no era la primera vez que arriesgaba su vida en semejantes tentativas; había sabido que aquel presunto mensaje de Ana de Austria, fiado en el cual había venido a París, era una trampa, y en lugar de regresar a Inglaterra, abusando de la posición en que se le había puesto, había declarado a la reina que no partiría sin haberla visto. La reina se había negado rotundamente al principio, luego había temido que el duque, exasperado, cometiese alguna locura. Ya estaba decidida a recibirlo y a suplicarle que partiese al punto cuando, la tarde misma de aquella decisión, la señora Bonacieux, que estaba encargada de ir a buscar al duque y conducirle al Louvre, fue raptada. Durante dos días se ignoró completamente lo que había sido de ella, y todo quedó en suspenso. Pero una vez libre, una vez puesta de nuevo en contacto con La Porte, las cosas habían recuperado su curso, y ella acababa de realizar la peligrosa empresa que, sin su arresto, habría ejecutado tres días antes. Buckingham, que se había quedado solo, se acercó a un espejo. Aquel vestido de mosquetero le iba de maravilla. A los treinta y cinco años que entonces tenía, pasaba, y con razón, por el gentilhombre más hermoso y por el caballero más elegante de Francia y de Inglaterra. Favorito de dos reyes, rico en millones, todopoderoso en el reino que agitaba según su fantasía y calmaba a su capricho, Georges Villiers, duque de Buckingham, había emprendido una de esas existencias fabulosas que quedan en el curso de los siglos como asombro para la posteridad. Por eso, seguro de sí mismo, convencido de su poder, cierto de que las leyes que rigen a los demás hombres no podían alcanzarlo, iba derecho al fin que se había fijado, por más que ese fin fuera tan elevado y tan deslumbrante que para cualquier otro sólo mirarlo habría sido locura. Así es como había conseguido acercarse varias veces a la bella y orgullosa Ana de Austria y hacerse amar a fuerza de deslumbramiento.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo XI La intriga se anula Una vez hecha la visita al señor de Tréville, D'Artagnan tomó, todo pensativo, el camino más largo para regresar a su casa. ¿En qué pensaba D'Artagnan, que se apartaba así de su ruta, mirando las estrellas del cielo, tan pronto suspirando como sonriendo? Pensaba en la señora Bonacieux. Para un aprendiz de mosquetero, la joven era casi una idealidad amorosa. Bonita, misteriosa, iniciada en casi todos los secretos de la corte, que reflejaban tanta encantadora gravedad sobre sus trazos graciosos, era sospechosa de no ser insensible, lo cual es un atractivo irresistible para los amantes novicios; además, D'Artagnan la había liberado de manos de aquellos demonios que querían registrarla y maltratarla, y este importante servicio había establecido entre ella y él uno de esos sentimientos de gratitud que fácilmente adoptan un carácter más tierno. D'Artagnan se veía ya, ¡tan deprisa caminan los sueños en alas de la imaginación!, abordado por un mensajero de la joven que le daba algún billete de cita, una cadena de oro o un diamante. Ya hemos dicho que los jóvenes caballeros recibían sin vergüenza de su rey: añadamos que, en aquel tiempo de moral fácil, no tenían tampoco vergüenza con sus amantes, ni de que éstas les dejaran casi siempre preciosos y duraderos recuerdos, como si ellas hubieran tratado de conquistar la fragilidad de sus sentimientos con la solidez de sus dones. Se hacía entonces carrera por medio de las mujeres, sin ruborizarse. Las que no eran más que bellas, daban su belleza, y de ahí viene sin duda el proverbio según el cual la joven más bella del mundo no puede dar más que lo que tiene. Las que eran ricas daban además una parte de su dinero, y se podría citar un buen número de héroes de esa galante época que no hubieran ganado ni sus espuelas primero, ni sus batallas luego, sin la bolsa más o menos provista que su amante ataba al arzón de su silla. D'Artagnan no poseía nada: la indecisión del provinciano, barniz ligero, flor efímera, vello de melocotón, se había evaporado al viento de los consejos poco ortodoxos que los tres mosqueteros daban a su amigo. D'Artagnan, siguiendo la extraña costumbre de la época, miraba a París como en campaña, y esto ni más ni menos que en Flandes: el español allá lejos, la mujer aquí. Por todas partes había un enemigo que combatir contribuciones que alcanzar. Pero, digámoslo, por ahora D'Artagnan estaba movido por un sentimiento más noble y más desinteresado. El mercero le había dicho que era rico: el joven había podido adivinar que, con un necio como lo era el señor Bonacieux, debía ser la mujer quien tenía la llave de la bolsa. Pero todo esto no había influido para nada en el sentimiento producido por la visita de la señora Bonacieux, y el interés había permanecido casi extraño a este comienzo de amor que había sido la continuación. Decimos casi, porque la idea de que una mujer joven, bella, graciosa, espiritual, es rica al mismo tiempo, nada quita a ese comienzo de amor, todo lo contrario, lo corrobora. Hay en la holgura una multitud de cuidados y de caprichos aristocráticos que le van bien a la belleza. Unas medias finas y blancas, un vestido de seda, un bordado de encaje, una bonita zapatilla en el pie, una cinta nueva en la cabeza, no hacen bonita a una mujer fea, pero hacen bella a una mujer bonita, sin contar que las manos ganan con todo esto; las manos, sobre todo en las mujeres, necesitan permanecer ociosas para permanecer bellas.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo X Una ratonera en el siglo XVII La invención de la ratonera no data de nuestros días; cuando las sociedades, al formarse, inventaron un tipo de policía cualquiera, esta policía, a su vez, inventó las ratoneras. Como quizá nuestros lectores no estén familiarizado aún con el argot de la calle de Jérusalem[77], y como desde que escribimos —y hace ya unos quince años de esto— es ésta la primera vez que empleamos esa palabra aplicada a esa cosa, expliquémosles lo que es una ratonera. Cuando, en una casa cualquiera, se ha detenido a un individuo sospechoso de un crimen cualquiera, se mantiene en secreto el arresto; se ponen cuatro o cinco hombres emboscados en la primera pieza, se abre la puerta a cuantos llaman, se la cierra tras ellos y se los detiene; de esta forma, al cabo de dos o tres días, se tiene a casi todos los habituales del establecimiento. He ahí lo que es una ratonera. Se hizo, pues, una ratonera de la vivienda de maese Bonacieux, y todo aquel que apareció fue detenido e interrogado por las gentes del señor cardenal. Excusamos decir que, como un camino particular conducía al primer piso que habitaba D'Artagnan, los que venían a su casa eran exceptuados entre todas las visitas. Además allí sólo venían los tres mosqueteros; se habían puesto a buscar cada uno por su lado, y nada habían encontrado ni descubierto. Athos había llegado incluso a preguntar al señor de Tréville, cosa que, dado el mutismo habitual del digno mosquetero, había asombrado a su capitán. Pero el señor de Tréville no sabía nada, salvo que la última vez que había visto al cardenal, al rey y a la reina, el cardenal tenía el gesto preocupado, el rey estaba inquieto y los ojos de la reina indicaban que había pasado la noche en vela o llorando. Pero esta última circunstancia le había sorprendido poco: la reina, desde su matrimonio, velaba y lloraba mucho. El señor de Tréville recomendó en cualquier caso a Athos el servicio del rey y sobre todo de la reina, rogándole hacer la misma recomendación a sus compañeros. En cuanto a D'Artagnan, no se movía de su casa. Había convertido su habitación en observatorio. Desde las ventanas veía llegar a los que venían a hacerse prender; luego, como había quitado las baldosas del suelo como había horadado el ensamblaje y sólo un simple techo le separaba de la habitación inferior, en la que se hacían los interrogatorios, oía todo cuanto pasaba entre los inquisidores y los acusados. —¿La señora Bonacieux os ha entregado alguna cosa para su marido o para alguna otra persona? —¿El señor Bonacieux os ha entregado alguna cosa para su mujer o para alguna otra persona? —¿Alguno de los dos os ha hecho alguna confidencia de viva voz? —Si supieran algo, no preguntarían así —se dijo a sí mismo D'Artagnan—. Ahora bien ¿qué tratan de saber? Si el duque de Buckingham se halla en París y si ha tenido o debe tener alguna entrevista con la reina. D'Artagnan se detuvo ante esta idea que, después de todo lo que había oído, no carecía de verosimilitud. Mientras tanto la ratonera estaba en servicio permanentemente, y la vigilancia de D'Artagnan también. La noche del día siguiente al arresto del pobre Bonacieux cuando Athos acababa de dejar a D'Artagnan para ir a casa del señor de Tréville cuando acababan de sonar las nueve, y cuando Planchet, que no había hecho todavía la cama, comenzaba su tarea, se oyó llamar a la puerta de la calle; al punto esa puerta se abrió y se volvió a cerrar: alguien acababa de caer en la ratonera.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo IX D'Artagnan se perfila Como habían previsto Athos y Porthos, al cabo de una media hora D'Artagnan regresó. También esta vez había perdido a su hombre, que había desaparecido como por encanto. D'Artagnan había corrido, espada en mano, por todas las calles de alrededor, pero no había encontrado nada que se pareciese a aquel a quien buscaba; luego, por fin, había vuelto a aquello por lo que habría debido empezar quizá, y que era llamar a la puerta contra la que el desconocido se había apoyado; pero fue inútil que hubiera hecho sonar diez o doce veces seguidas la aldaba, nadie había respondido, y los vecinos que, atraídos por el ruido, habían acudido al umbral de su puerta o habían puesto las narices en sus ventanas, le habían asegurado que aquella casa, cuyos vanos por otra parte estaban cerrados, estaba desde hace seis meses completamente deshabitada. Mientras D'Artagnan corría por calles y llamaba a las puertas, Aramis se había reunido con sus dos compañeros, de suerte que, al volver a su casa, D'Artagnan encontró la reunión al completo. —¿Y bien? —dijeron a una los tres mosqueteros al ver entrar a D'Artagnan con el sudor en la frente y el rostro alterado por la cólera. —¡Y bien! —exclamó éste arrojando la espada sobre la cama—. Ese hombre tiene que ser el diablo en persona; ha desaparecido como un fantasma, como una sombra, como un espectro. —¿Creéis en las apariciones? —le preguntó Athos a Porthos. —Yo no creo más que en lo que he visto, y como nunca he visto apariciones, no creo en ellas. —La Biblia —dijo Aramis— hace ley el creer en ellas; la sombra de Samuel se apareció a Saúl[73] y es un artículo de fe que me molestaría ver puesto en duda, Porthos. —En cualquier caso, hombre o diablo, cuerpo o sombra, ilusión o realidad, ese hombre ha nacido para mi condenación, porque su fuga nos hace fallar un asunto soberbio, señores, un asunto en el que había cien pistolas y quizá más para ganar. —¿Cómo? —dijeron a la vez Porthos y Aramis. En cuanto a Athos, fiel a su sistema de mutismo, se contentó con interrogar a D'Artagnan con la mirada. —Planchet —dijo D'Artagnan a su criado, que pasaba en aquel momento la cabeza por la puerta entreabierta para tratar de sorprender algunas migajas de la conversación—, bajad a casa de mi casero, el señor Bonacieux, y decidle que nos envíe media docena de botellas de vino de Beaugency: es el que prefiero. —¡Vaya! ¿Es que tenéis crédito con vuestro casero? —preguntó Porthos. —Sí —respondió D'Artagnan—, desde hoy. Y estad tranquilos, que, si su vino es malo, le enviaremos a buscar otro. —Hay que usar y no abusar —dijo silenciosamente Aramis. —Siempre he dicho que D'Artagnan era la cabeza fuerte de nosotros cuatro —dijo Athos, quien, después de haber emitido esta opinión, a la que D'Artagnan respondió con un saludo, cayó al punto en su silencio acostumbrado. —Pero, en fin, veamos, ¿qué pasa? —preguntó Porthos. —Sí —dijo Aramis——, confiádnoslo, mi querido amigo, a no ser que el honor de alguna dama se halle interesado por esa confidencia, en cuyo caso haríais mejor guardándola para vos. —Tranquilizaos —respondió D'Artagnan—, ningún honor tendrá que quejarse de lo que tengo que deciros.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo VIII Una intriga de corte Sin embargo, las cuarenta pistolas del rey Luis XIII, como todas las cosas de este mundo, después de haber tenido un comienzo habían tenido un fin, y a partir de ese fin nuestros cuatro compañeros habían caído en apuros. Al principio Athos sostuvo durante algún tiempo a la asociación con sus propios dineros. Le había sucedido Porthos, y gracias a una de esas desapariciones a las que estaban habituados durante casi quince días había subvenido aún a las necesidades de todos; por fin había llegado la vez de Aramis, que había cumplido de buena gana, y que, según decía, vendiendo sus libros de teología había logrado procurarse algunas pistolas. Entonces, como de costumbre, recurrieron al señor de Tréville, que dio algunos adelantos sobre el sueldo; pero aquellos adelantos no podían llevar muy lejos a tres mosqueteros que tenían muchas cuentas atrasadas, y a un guardia que no las tenía siquiera. Finalmente, cuando se vio que iba a faltar de todo, se reunieron en un último esfuerzo ocho o diez pistolas que Porthos jugó. Desgraciadamente, estaba en mala vena: perdió todo, además de veinticinco pistolas sobre palabra. Entonces los apuros se convirtieron en penuria: se vio a los hambrientos seguidos de sus lacayos correr las calles y los cuerpos de guardia, trincando de sus amigos de fuera todas las cenas que pudieron encontrar; porque, siguiendo la opinión de Aramis, en la prosperidad había que sembrar comidas a diestro y siniestro para recoger algunas en la desgracia. Athos fue invitado cuatro veces y llevó cada vez a sus amigos con sus criados. Porthos tuvo seis ocasiones e hizo lo propio con sus camaradas; Aramis tuvo ocho. Era un hombre que, como se habrá podido comprender, hacía poco ruido y mucha tarea. En cuanto a D'Artagnan, que no conocía aún a nadie en la capital, no halló más que un desayuno de chocolate en casa de un cura de su región, y una cena en casa de un corneta de los guardias. Llevó su ejército a casa del cura, a quien devoraron sus provisiones de dos meses, y a casa del corneta, que hizo maravillas; pero, como decía Planchet, sólo se come una vez, aunque se coma mucho. D'Artagnan se encontró, pues, bastante humillado por no tener más que una comida y media —porque el desayuno en casa del cura no podía contar más que por media comida— que ofrecer a sus compañeros a cambio de los festines que se habían procurado Athos, Porthos y Aramis. Se creía en deuda con la sociedad, olvidando, en su buena fe completamente juvenil, que él había alimentado a aquella compañía durante un mes, y su espíritu inquieto se puso a trabajar activamente. Reflexionó que aquella coalición de cuatro hombres jóvenes, valientes, emprendedores y activos debía tener otra meta que paseos contoneándose, lecciones de esgrima y bromas más o menos ingeniosas. En efecto, cuatro hombres como ellos, cuatro hombres consagrados unos a otros desde la bolsa hasta la vida, cuatro hombres apoyándose siempre, sin retroceder nunca, ejecutando aisladamente o juntos las resoluciones adoptadas en común: cuatro brazos amenazando los cuatro puntos cardinales o volviéndose hacia un solo punto debían inevitablemente, bien de modo subterráneo, bien a la luz, bien a cara descubierta, bien mediante labor de zapa, bien por la astucia, bien por la fuerza, abrirse camino hacia la meta que quisieran alcanzar, por más prohibida o alejada que estuviese. Lo único que asombraba a D'Artagnan es que sus compañeros no hubieran pensado esto. El sí, él lo pensaba, y seriamente incluso, estrujándose el cerebro para encontrar dirección a aquella fuerza única multiplicada por cuatro, con la que no dudaba que, como con la palanca que buscaba Arquímedes[70], se podía levantar el mundo, cuando llamaron suavemente a la puerta. D'Artagnan despertó a Planchet y le ordenó ir a abrir.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo VII Los mosqueteros por dentro Cuando D'Artagnan estuvo fuera del Louvre y hubo consultado a sus amigos sobre el empleo que debía hacer de su parte de las cuarenta pistolas, Athos le aconsejó que encargase una buena comida en la Pomme de Pin[63], Porthos que tomase un lacayo, y Aramis que se echase una amante conveniente. La comida se celebró aquel mismo día, y el lacayo sirvió la mesa. La comida había sido encargada por Athos y el lacayo proporcionado por Porthos. Era un picardo al que el glorioso mosquetero había contratado aquel mismo día y para esta ocasión en el puente de la Tournelle, mientras hacía círculos al escupir en el agua. Porthos había pretendido que tal ocupación era prueba de una organización reflexiva y contemplativa, y lo había llevado sin más recomendación. La gran cara de aquel gentilhombre, a cuya cuenta se creyó contratado, había seducido a Planchet[64] —tal era el nombre del picardo—; hubo en él una ligera decepción cuando vio que el puesto estaba ya ocupado por un cofrade llamado Mosquetón y cuando Porthos le hubo manifestado que la situación de su casa, aunque grande, no soportaba dos criados, y que tenía que entrar al servicio de D'Artagnan. Sin embargo, cuando asistió a la comida que daba su amo y le vio sacar para pagar un puñado de oro de su bolsillo, creyó labrada su fortuna y agradeció al cielo haber caído en posesión de semejante Creso[65]; perseveró en esa opinión hasta después del festín, con cuyas sobras reparó largas abstinencias. Pero al hacer aquella noche la cama de su amo, las quimeras de Planchet se desvanecieron. La cama era lo único del alojamiento, que se componía de una antecámara y de un dormitorio. Planchet se acostó en la antecámara sobre una colcha sacada del lecho de D'Artagnan, de la que D'Artagnan prescindió en adelante. Athos, por su parte, tenía un criado que había hecho ingresar a su servicio de una forma muy particular, y que se llamaba Grimaud. Era muy silencioso aquel digno señor. Hablamos de Athos, por supuesto. Desde hacía cinco o seis años vivía en la más profunda intimidad con sus compañeros Porthos y Aramis, los cuales recordaban haberle visto sonreír a menudo, pero jamás le habían oído reír. Sus palabras eran breves y expresivas, diciendo siempre lo que querían decir, nada más: nada de adornos, nada de florituras, nada de arabescos. Su conversación era un hecho sin ningún episodio. Aunque Athos apenas tuviera treinta años y fuese de gran belleza de cuerpo y espíritu, nadie le conocía amantes. Jamás hablaba de mujeres. Sólo que no impedía que se hablase de ellas delante de él, aunque fuera fácil ver que tal género de conversación, al que no se mezclaba más que con palabras amargas y observaciones misantrópicas, le era completamente desagradable. Su reserva, su hurañía y su mutismo hacían de él casi un viejo; para no ir contra sus costumbres había habituado a Grimaud a obedecerle a un simple gesto o a un simple movimiento de labios. No le hablaba más que en las circunstancias supremas. A veces, Grimaud, que temía a su amo como al fuego, teniendo a la vez por su persona un gran apego y por su genio una gran veneración, creía haber entendido perfectamente lo que deseaba, se apresuraba para ejecutar la orden recibida y hacía precisamente lo contrario. Entonces Athos se encogía de hombros y sin encolerizarse vapuleaba a Grimaud. Esos días hablaba un poco.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo VI Su majestad el rey Luis XIII El suceso hizo mucho ruido. El señor de Tréville bramó en voz alta contra sus mosqueteros, y los felicitó en voz baja; pero como no había tiempo que perder para prevenir al rey el señor de Tréville se apresuró a dirigirse al Louvre. Era demasiado tarde, el rey se hallaba encerrado con el cardenal, y dijeron al señor de Tréville que el rey trabajaba y que no podía recibir en aquel momento. Por la noche, el señor de Tréville acudió al juego del rey. El rey ganaba, y como su majestad era muy avaro, estaba de excelente humor; por ello, cuando el rey vio de lejos a Tréville, dijo: —Venid aquí, señor capitán, venid que os riña; ¿sabéis que Su Eminencia ha venido a quejárseme de vuestros mosqueteros, y ello con tal emoción que esta noche Su Eminencia está enfermo? ¡Pero, bueno, vuestros mosqueteros son incorregibles, son gentes de horca! —No, Sire[51] —respondió Tréville, que vio a la primera ojeada cómo iban a desarrollarse las cosas—; no, todo lo contrario, son buenas criaturas, dulces como corderos, y que no tienen más que un deseo, de eso me hago responsable: y es que su espada no salga de la vaina más que para el servicio de Vuestra Majestad. Pero, qué queréis, los guardias del señor cardenal están buscándoles pelea sin cesar, y por el honor mismo del cuerpo los pobres jóvenes se ven obligados a defenderse. —¡Escuchad al señor de Tréville! —dijo el rey—. ¡Escuchadle! ¡Se diría que habla de una comunidad religiosa! En verdad, mi querido capitán, me dan ganas de quitaros vuestro despacho y dárselo a la señorita de Chemerault[52], a quien he prometido una abadía. Pero no penséis que os creeré sólo por vuestra palabra. Me llaman Luis el Justo, señor de Tréville, y ahora mismo lo veremos. —Porque me fío de esa justicia, Sire, esperaré paciente y tranquilo el capricho de Vuestra Majestad. —Esperad pues, señor, esperad —dijo el rey—, no os haré esperar mucho. En efecto, la suerte cambiaba, y como el rey empezaba a perder lo que había ganado, no era difícil encontrar un pretexto para hacer —perdónesenos esta expresión de jugador, cuyo origen, lo confesamos, lo desconocemos— para hacer el carlomagno[53]. El rey se levantó, pues, al cabo de un instante y, metiendo en su bolsillo el dinero que tenía ante sí y cuya mayor parte procedía de su ganancia, dijo: —La Vieuville[54], tomad mi puesto, tengo que hablar con el señor de Tréville por un asunto de importancia… ¡Ah!…, yo tenía ochenta luises ante mí; poned la misma suma, para que quienes han perdido no tengan motivos de queja. La justicia ante todo. Luego, volviéndose hacia el señor de Tréville y caminando con él hacia el vano de una ventana, continuó: —Y bien, señor, vos decís que son los guardias de la Eminentísima los que han buscado pelea a vuestros mosqueteros. —Sí, Sire, como siempre. —Y ¿cómo ha ocurrido la cosa? Porque como sabéis, mi querido capitán, es preciso que un juez escuche a las dos partes. —Dios mío, de la forma más simple y más natural. Tres de mis mejores soldados, a quienes Vuestra Majestad conoce de nombre y cuya devoción ha apreciado más de una vez, y que tienen, puedo afirmarlo al rey, su servicio muy en el corazón; tres de mis mejores soldados, digo, los señores Athos, Porthos y Aramis, habían hecho una excursión con un joven cadete de Gascuña que yo les había recomendado aquella misma mañana.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo V Los mosqueteros del rey y los guardias del señor cardenal D'Artagnan no conocía a nadie en París. Fue por tanto a la cita de Athos sin llevar segundo, resuelto a contentarse con los que hubiera escogido su adversario. Por otra parte tenía la intención formal de dar al valiente mosquetero todas las excusas pertinentes, pero sin debilidad, por temor a que resultara de aquel duelo algo que siempre resulta molesto en un asunto de este género, cuando un hombre joven y vigoroso se bate contra un adversario herido y debilitado: vencido, duplica el triunfo de su antagonista; vencedor, es acusado de felonía y de fácil audacia. Por lo demás, o hemos expuesto mal el carácter de nuestro buscador de aventuras, o nuestro lector ha debido observar ya que D'Artagnan no era un hombre ordinario. Por eso, aun repitiéndose a sí mismo que su muerte era inevitable, no se resignó a morir suavemente, como cualquier otro menos valiente y menos moderado que él hubiera hecho en su lugar. Reflexionó sobre los distintos caracteres de aquellos con quienes iba a batirse, y empezó a ver más claro en su situación. Gracias a las leales excusas que le preparaba, esperaba hacer un amigo de Athos, cuyos aires de gran señor y cuya actitud austera le agradaron mucho. Se prometía meter miedo a Porthos con la aventura del tahalí, que, si no quedaba muerto en el acto, podía contar a todo el mundo, relato que, hábilmente manejado para ese efecto, debía cubrir a Porthos de ridículo; por último, en cuanto al socarrón de Aramis, no le tenía demasiado miedo, y suponiendo que llegase hasta él, se encargaba de despacharlo aunque parezca imposible, o al menos señalarle el rostro, como César había recomendado hacer a los soldados de Pompeyo, dañar para siempre aquella belleza de la que estaba tan orgulloso. Además había en D'Artagnan ese fondo inquebrantable de resolución que habían depositado en su corazón los consejos de su padre, consejos cuya sustancia era: «No aguantar nada de nadie salvo del rey, del cardenal y del señor de Tréville». Voló, pues, más que caminó, hacia el convento de los Carmelitas Descalzados, o mejor Descalzos, como se decía en aquella época, especie de construcción sin ventanas, rodeada de prados áridos, sucursal del Pré-aux-Clers, y que de ordinario servía para encuentros de personas que no tenían tiempo que perder. Cuando D'Artagnan llegó a la vista del pequeño terreno baldío que se extendía al pie de aquel monasterio, Athos hacía sólo cinco minutos que esperaba, y daban las doce. Era por tanto puntual como la Samaritana[46] y el más riguroso casuista en duelos no podría decir nada. Athos, que seguía sufriendo cruelmente por su herida, aunque hubiera sido vendada a las nueve por el cirujano del señor de Tréville, estaba sentado sobre un mojón y esperaba a su adversario con aquella compostura apacible y aquel aire digno que no le abandonaban nunca. Al ver a D'Artagnan, se levantó y dio cortésmente algunos pasos a su encuentro. Éste, por su parte, no abordó a su adversario más que con sombrero en mano y su pluma colgando hasta el suelo. —Señor —dijo Athos—, he hecho avisar a dos amigos míos que me servirán de padrinos, pero esos dos amigos aún no han llegado. Me extraña que tarden: no es lo habitual en ellos. —Yo no tengo padrinos, señor —dijo D'Artagnan—, porque, llegado ayer mismo a París, no conozco aún a nadie, salvo al señor de Tréville, al que he sido recomendado por mi padre, que tiene el honor de ser uno de sus pocos amigos. Athos reflexionó un instante. —¿No conocéis más que al señor de Tréville? —preguntó. —No, señor, no conozco a nadie más que a él…
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo IV El hombro de Athos, el tahalí de Porthos y el pañuelo de Aramis D'Artagnan, furioso, había atravesado la antecámara de tres saltos y se abalanzaba a la escalera cuyos escalones contaba con descender de cuatro en cuatro cuando, arrastrado por su camera, fue a dar de cabeza en un mosquetero que salía del gabinete del señor de Tréville por una puerta de excusado; y al golpearle con la frente en el hombro, le hizo lanzar un grito o mejor un aullido. —Perdonadme —dijo D'Artagnan tratando de reemprender su carrera—, perdonadme, pero tengo prisa. Apenas había descendido el primer escalón cuando un puño de hierro le cogió por su bandolera y lo detuvo. —¡Tenéis prisa! —exclamó el mosquetero, pálido como un lienzo—. Con ese pretexto golpeáis, decís: «Perdonadme», y creéis que eso basta. De ningún modo, amiguito. ¿Creéis que porque habéis oído al señor de Tréville hablarnos un poco bruscamente hoy, se nos puede tratar como él nos habla? Desengañaos, compañero; vos no sois el señor de Tréville. —A fe mía —replicó D'Artagnan al reconocer a Athos, el cual, tras el vendaje realizado por el doctor, volvía a su alojamiento—, a fe mía que no lo he hecho a propósito, ya he dicho «Perdonadme». Me parece, pues, que es bastante. Sin embargo, os lo repito, y esta vez es quizá demasiado, palabra de honor, tengo prisa, mucha prisa. Soltadme, pues, os lo suplico y dejadme ir a donde tengo que hacer. —Señor —dijo Athos soltándole—, no sois cortés. Se ve que venís de lejos. D'Artagnan había ya salvado tres o cuatro escalones, pero a la observación de Athos se detuvo en seco. —¡Por todos los diablos, señor! —dijo—. Por lejos que venga no sois vos quien me dará una lección de buenos modales, os lo advierto. —Puede ser —dijo Athos. —Ah, si no tuviera tanta prisa —exclamó D'Artagnan—, y si no corriese detrás de uno… —Señor apresurado, a mí me encontraréis sin correr, ¿me oís? —¿Y dónde, si os place? —Junto a los Carmelitas Descalzos.[44] —¿A qué hora? —A las doce. —A las doce, de acuerdo, allí estaré. —Tratad de no hacerme esperar, porque a las doce y cuarto os prevengo que seré yo quien corra tras vos y quien os corte las orejas a la camera. —¡Bueno! —le gritó D'Artagnan—. Que sea a las doce menos diez. Y se puso a correr como si lo llevara el diablo, esperando encontrar todavía a su desconocido, a quien su paso tranquilo no debía haber llevado muy lejos. Pero a la puerta de la calle hablaba Porthos con un soldado de guardia. Entre los dos que hablaban, había el espacio justo de un hombre.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo III La audiencia El señor de Tréville estaba en aquel momento de muy mal humor; sin embargo, saludó cortésmente al joven, que se inclinó hasta el suelo, y sonrió al recibir su cumplido, cuyo acento bearnés le recordó a la vez su juventud y su región, doble recuerdo que hace sonreír al hombre en todas las edades. Pero acordándose casi al punto de la antecámara y haciendo a D'Artagnan un gesto con la mano, como para pedirle permiso para terminar con los otros antes de comenzar con él, llamó tres veces, aumentando la voz cada vez, de suerte que recorrió todos los tonos intermedios entre el acento imperativo y el acento irritado: —¡Athos! ¡Porthos! ¡Aramis![41] Los dos mosqueteros con los que ya hemos trabado conocimiento, y que respondían a los dos últimos de estos tres nombres, dejaron en seguida los grupos de que formaban parte y avanzaron hacia el gabinete cuya puerta se cerró detrás de ellos una vez que hubieron franqueado el umbral. Su continente, aunque no estuviera completamente tranquilo, excitó sin embargo, por su abandono lleno a la vez de dignidad y de sumisión, la admiración de D'Artagnan, que veía en aquellos hombres semidioses, y en su jefe un Júpiter olímpico armado de todos sus rayos. Cuando los dos mosqueteros hubieron entrado, cuando la puerta fue cerrada tras ellos, cuando el murmullo zumbante de la antecámara, al que la llamada que acababa de hacerles había dado sin duda nuevo alimento, hubo empezado de nuevo, cuando, al fin, el señor de Tréville hubo recorrido tres o cuatro veces, silencioso y fruncido el ceño, toda la longitud de su gabinete pasando cada vez entre Porthos y Aramis, rígidos y mudos como en desfile se detuvo de pronto frente a ellos, y abarcándolos de los pies a la cabeza con una mirada irritada: —¿Sabéis lo que me ha dicho el rey —exclamó—, y no más tarde que ayer noche? ¿Lo sabéis, señores? —No —respondieron tras un instante de silencio los dos mosqueteros—; no, señor, lo ignoramos. —Pero espero que haréis el honor de decírnoslo —añadió Aramis en su tono más cortés y con la más graciosa reverencia. —Me ha dicho que de ahora en adelante reclutará sus mosqueteros entre los guardias del señor cardenal. —¡Entre los guardias del señor cardenal! ¿Y eso por qué? —preguntó vivamente Porthos. —Porque ha comprendido que su vino peleón necesitaba ser remozado con una mezcla de buen vino. Los dos mosqueteros se ruborizaron hasta el blanco de los ojos. D'Artagnan no sabía dónde estaba y hubiera querido estar a cien pies bajo tierra. —Sí, sí —continuó el señor de Tréville animándose—, sí, y Su Majestad tenía razón, porque, por mi honor, es cierto que los mosqueteros juegan un triste papel en la corte. El señor cardenal contaba ayer, durante el juego del rey, con un aire de condolencia que me desagradó mucho que anteayer esos malditos mosqueteros, esos juerguistas (y reforzaba estas palabras con un acento irónico que me desagradó más todavía), esos matasietes (añadió mirándome con su ojo de ocelote), se habían retrasado en la calle Férou[42], en una taberna, y que una ronda de sus guardias (creí que iba a reírse en mis narices) se había visto obligada a detener a los perturbadores. ¡Diablos!, debéis saber algo. ¡Arrestar mosqueteros! ¡Erais vosotros, vosotros, no lo neguéis, os han reconocido y el cardenal ha dado vuestros nombres! Es culpa mía, sí, culpa mía, porque soy yo quien elijo a mis hombres. Veamos vos, Aramis, ..
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo II La antecámara del señor de Tréville El señor de Troisville[29], como todavía se llamaba su familia en Gascuña, o el señor de Tréville, como había terminado por llamarse él mismo en París, había empezado en realidad como D'Artagnan, es decir, sin un cuarto, pero con ese caudal de audacia, de ingenio y de entendimiento que hace que el más pobre hidalgucho gascón reciba con frecuencia de sus esperanzas de la herencia paterna más de lo que el más rico gentilhombre de Périgord o de Berry recibe en realidad. Su bravura insolente, su suerte más insolente todavía en un tiempo en que los golpes llovían como chuzos, le habían izado a la cima de esa difícil escala que se llama el favor de la corte, y cuyos escalones había escalado de cuatro en cuatro. Era el amigo del rey, que honraba mucho, como todos saben, la memoria de su padre Enrique IV. El padre del señor de Tréville le había servido tan fielmente en sus guerras contra la Liga que, a falta de dinero contante y sonante —cosa que toda la vida le faltó al bearnés, el cual pagó siempre sus deudas con la única cosa que nunca necesitó pedir prestada, es decir, con el ingenio—, que a falta de dinero contante y sonante, decimos, le había autorizado, tras la rendición de París, a tomar por armas un león de oro pasante sobre gules con esta divisa: Fidelis et fortis[30]. Era mucho para el honor, pero mediano para el bienestar. Por eso, cuando el ilustre compañero del gran Enrique murió, dejó por única herencia al señor su hijo, su espada y su divisa. Gracias a este doble don y al nombre sin tacha que lo acompañaba, el señor de Tréville fue admitido en la casa del joven príncipe, donde se sirvió también de su espada y fue tan fiel a su divisa que Luis XIII, uno de los buenos aceros del reino, solía decir que si tuviera un amigo en ocasión de batirse, le daría por consejo tomar por segundo primero a él, y a Tréville después, y quizá incluso antes que a él. Por eso Luis XIII tenía un afecto real por Tréville, un afecto de rey, afecto egoísta, es cierto, pero que no por ello dejaba de ser afecto. Y es que, en aquellos tiempos desgraciados, se buscaba sobre todo rodearse de hombres del temple de Tréville. Muchos podían tomar por divisa el epíteto de fuerte, que formaba la segunda parte de su exergo; pero pocos gentileshombres podían reclamar el epíteto de fiel, que formaba la primera. Tréville era uno de estos últimos; era una de esas raras organizaciones, de inteligencia obediente como la del dogo, de valor ciego, de vista rápida, de mano pronta, a quien el ojo le había sido dado sólo para ver si el rey estaba descontento de alguien, y la mano para golpear a ese alguien enfadoso: un Besme, un Maurevers, un Poltrot de Méré, un Vitry[31]. En fin, en el caso de Tréville, había faltado hasta aquel entonces la ocasión; pero la acechaba y se prometía cogerla por los pelos si alguna vez pasaba al alcance de su mano. Por eso hizo Luis XIII a Tréville capitán de sus mosqueteros[32], que eran a Luis XIII, por la devoción o mejor por el fanatismo, lo que sus ordinarios eran a Enrique III y lo que su guarda escocesa a Luis XI. Por su parte, y desde ese punto de vista, el cardenal no le iba a la zaga al rey. Cuando hubo visto la formidable élite de que Luis XIII se rodeaba, ese segundo, o mejor, ese primer rey de Francia también había querido tener su guardia. Tuvo por tanto sus mosqueteros como Luis XIII tenía los suyos, y se veía a estas dos potencias rivales seleccionar para su servicio, en todas las provincias de Francia e incluso en todos los Estados extranjeros, a los hombres célebres por sus estocadas. Por eso Richelieu y Luis XIII disputaban a menudo, mientras jugaban su partida de ajedrez, por la noche, sobre el mérito de sus servidores.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas Capítulo I Los tres presentes del señor D'Artagnan padre El primer lunes del mes de abril de 1625[10], el burgo de Meung[11], donde nació el autor del Roman de la Rose, parecía estar en una revolución tan completa como si los hugonotes hubieran venido a hacer de ella una segunda Rochelle[12]. Muchos burgueses, al ver huir a las mujeres por la calle Mayor, al oír gritar a los niños en el umbral de las puertas, se apresuraban a endosarse la coraza y, respaldando su aplomo algo incierto con un mosquete o una partesana, se dirigían hacia la hostería del Franc Meunier, ante la cual bullía, creciendo de minuto en minuto, un grupo compacto, ruidoso y lleno de curiosidad. En ese tiempo los pánicos eran frecuentes, y pocos días pasaban sin que una aldea a otra registrara en sus archivos algún acontecimiento de ese género. Estaban los señores que guerreaban entre sí; estaba el rey que hacía la guerra al cardenal[13]; estaba el español que hacía la guerra al rey[14]. Luego, además de estas guerras sordas o públicas, secretas o patentes, estaban los ladrones, los mendigos, los hugonotes, los lobos y los lacayos que hacían la guerra a todo el mundo. Los burgueses se armaban siempre contra los ladrones, contra los lobos, contra los lacayos, con frecuencia contra los señores y los hugonotes, algunas veces contra el rey, pero nunca contra el cardenal ni contra el Español. De este hábito adquirido resulta, pues, que el susodicho primer lunes del mes de abril de 1625, los burgueses, al oír el barullo y no ver ni el banderín amarillo y rojo[15] ni la librea del duque de Richelieu, se precipitaron hacia la hostería del Franc Meunier. Llegados allí, todos pudieron ver y reconocer la causa de aquel jaleo. Un joven…, pero hagamos su retrato de un solo trazo: figuraos a don Quijote a los dieciocho años, un don Quijote descortezado, sin cota ni quijotes, un don Quijote revestido de un jubón de lana cuyo color azul se había transformado en un matiz impreciso de poso de vino y de azul celeste. Cara larga y atezada; el pómulo de las mejillas saliente, signo de astucia; los músculos maxilares enormemente desarrollados, índice infalible por el que se reconocía al gascón, incluso sin boina, y nuestro joven llevaba una boina adornada con una especie de pluma; los ojos abiertos e inteligentes; la nariz ganchuda, pero finamente diseñada; demasiado grande para ser un adolescente, demasiado pequeña para ser un hombre hecho, un ojo poco acostumbrado le habría tomado por un hijo de aparcero de viaje, de no ser por su larga espada que, prendida de un tahalí de piel, golpeaba las pantorrillas de su propietario cuando estaba de pie, y el pelo erizado de su montura cuando estaba a caballo. Porque nuestro joven tenía montura, y esa montura era tan notable que fue notada: era una jaca del Béarn, de doce a catorce años, de pelaje amarillo, sin crines en la cola, mas no sin gabarros en las patas, y que, caminando con la cabeza más abajo de las rodillas, lo cual volvía inútil la aplicación de la martingala, hacía pese a todo sus ocho leguas diarias. Por desgracia, las cualidades de este caballo estaban tan bien ocultas bajo su pelaje extraño y su porte incongruente que, en una época en que todo el mundo entendía de caballos, la aparición de la susodicha jaca en Meung, donde había entrado hacía un cuarto de hora más o menos por la puerta de Beaugency, produjo una sensación cuyo disfavor repercutió sobre su caballero.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires) Alexandre Dumas, 1844 D'Artagnan, un joven gascón de familia noble venida a menos, parte a París para cumplir su sueño de convertirse en Mosquetero. Allí entabla una fuerte amistad con tres de ellos: Athos, Porthos y Aramis. Juntos se verán envueltos en todo tipo de peripecias, romances e intrigas políticas en contra del Cardenal Richelieu. La obra, prototípica de las novelas de aventuras de capa y espada, tiene su continuación en dos títulos posteriores: Veinte años después y El vizconde de Braguelonne. Ha sido adaptada en numerosas ocasiones: desde una primera versión cinematográfica de 1921 protagonizada por Douglas Fairbanks, el clásico de 1948 dirigido por George Sidney (en el que pudimos ver al bailarín Gene Kelly interpretando a D'Artagnan), hasta otras más recientes, sin olvidar la famosa serie de animación protagonizada por perros que TVE emitió en la década de los 80. Para la historia ha quedado el famoso lema de los mosqueteros que expresa los ideales de amistad, honor y lealtad que Dumas deja patentes en la novela: “¡Uno para todos y todos para uno!”
Un FanFiction muy especial en el que hablamos de la carrera de Yorgos Lanthimos, los premios Feroz, la polémica con Carlos Vermut y más. Contenido: Los tres mosqueteros: Milady Cine Miller´s Girl Cine El último soldado Cine Cazadores en tierra inhóspita Netflix Un mal día lo tiene cualquiera Cine Griselda Netflix Filmografía Yorgos Lanthimos Escucha el episodio completo en la app de iVoox, o descubre todo el catálogo de iVoox Originals
Análisis de la película francesa que se encuentra en Netflix y que es la primera parte de dos basadas en el libro de "Los tres mosqueteros" donde D'Artagnan vivirá sus conocerá a los mosqueteros y vivirán aventuras y desventuras juntos. Si quieres opinar de este capítulo o de la película hazlo en el instagram @pozooasispod https://instagram.com/pozooasispod?igshid=YmMyMTA2M2Y= o al correo pozooasispod@gmail.com También puedes donarme o intercambiar donación por recompensa en https://esponsor.gg/pozooasispod que irá en ayuda del refugio de perritos Refugio Noé
En este episodio tenemos a varias heroínas que subvierten los modelos clásicos del cine y las novelas. Eva Green encabeza el reparto de la segunda parte de 'Los tres mosqueteros', la saga que ha recuperado el cine francés con la actriz en el papel de Milady. Emma Stone busca su segundo Oscar con 'Pobres criaturas', un papel kamikaze con el que Yorgos Lanthimos triunfó en Venecia. Y además tenemos una mirada al motocross urbano en la periferia de Francia, música y compromiso con Little Richard y nuevas series para hacer un maratón.
#campaña #elecciones2020 #pesquisafederal. Tres abogados, incluido el cuñado del Gobernador, Andrés Guillemard Noble, parecen estar entre los cuentos reales que se dieron ante investigación de caso financiamiento campaña 2020 del hoy gobernador, Pedro Pierluisi. Conoce quienes son y qué se alega que hicieron. Uno de ellos le contestó a Bonita Radio. La incidencia criminal y Antonio López Figueroa insiste en culpar a las víctimas sin hablar de planes de trabajo para combatir la inseguridad social. La Procuradora de las Personas de Edad Avanzada trae la voz de alerta: explotan financieramente a los viejos.
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P. Federico (Guatemala)Hoy celebramos a todos los hombres y mujeres, cuyos nombre no conocemos, que siguieron a Cristi aquí en la tierra y se encuentran ya en el Cielo. En la carrera hacia la santidad no estás solo, están todos ellos y también estás tú para ellos.[Ver Meditación Escrita] https://www.10minconjesus.net/meditacion_escrita/todos-para-uno-y-uno-para-todos/
Alejandro Dumas (1802-1870) es el autor de 'El conde de Montecristo', 'El tulipán negro', 'La reina Margot' o 'La guerra de las mujeres'. En la segunda parte de 'Los tres mosqueteros' os contamos el desenlace de muchas de las tramas, como la de Milady, aunque otras continuarán en 'Veinte años después' y en 'El vizconde de Bragelonne'.
Alejandro Dumas (1802-1870) fue una figura dominante en la escena literaria del siglo XIX francés. Es el autor de novelas inolvidables como 'El conde de Montecristo', 'El tulipán negro', 'Veinte años después', 'La reina Margot' o 'La guerra de las mujeres'. 'Los tres mosqueteros' se publicó en el diario Le Siècle por entregas del 14 de marzo al 11 de julio de 1844. En esta primera parte del podcast os contamos el viaje de D'Artagnan hasta Inglaterra para salvar a la reina, cuando por el camino pierde a los tres mosqueteros.
La alianza Mosqueteros realizó una serie de encuestas para medir la intención de votos de los ciudadanos de cara a las elecciones territoriales 2023 que se realizarán el próximo 29 de octubre.
Con Silvia Cruz Lapeña viajamos a la Francia de D'Artagnan para descubrir cómo los mosqueteros eran más de uno, pero también los autores que idearon una de las obras por excelencia acuñadas a Aleixandre Dumas.
Luis Herrero analiza con Juanma González los estrenos de la semana.
Endor´s Cut es el mini-podcast de La Órbita de Endor. Una reseña sin spoilers, pero con opiniones sinceras y sin influencias ajenas de ningún tipo. Hoy reseñamos LOS TRES MOSQUETEROS: D´ARTAGNAN, la película francesa más ambiciosa de todos los tiempos, que pretende adaptar a lo grande el clásico de Alejandro Dumas. ¿Estamos ante la mejor película de Los 3 Mosqueteros jamás realizada? Descúbrelo. Escucha el episodio completo en la app de iVoox, o descubre todo el catálogo de iVoox Originals